Cada vez que paso una mala noche cuidando a alguno de mis hijos me da por reflexionar en las horas muertas. Precisamente ayer fue noche de fiebres, y entre cabezada y cabezada no pude evitar preguntarme por el sentido de la paternidad. Es decir, que sí, todos queremos a nuestros hijos con toda el "alma" pero, ¿qué sentido tiene todo este sinvivir cuando sabemos que la guerra está perdida de antemano?
Quiera yo o no quiera, es un hecho que mis hijos, lo mismo que todos nosotros, vamos a morir tarde o temprano. Es como se suele decir, ley de vida. ¿Por qué entonces tanto afán y vehemencia por mantener a la prole lo más sana posible el máximo de tiempo posible? ¿Qué tendencia o impulso nos hace, como padres, luchar con tanta pasión en favor de una causa perdida?
Y espero que no se malinterprete la cuestión: es de perogrullo que todos queremos lo mejor para nuestros hijos; salud y vitalidad sin fin, y es evidente que esta necesidad es natural, perseverante e incluso deseable pero: ¿por qué nos vemos imbuidos instintivamente con tanto arrebato y entusiasmo en una tarea que racionalmente sabemos que es imposible lograr? Nada es para siempre y nuestros hijos en unas pocas décadas envejecerán y acabarán muriendo, repitiendo quizás el ciclo de la vida trayendo al mundo una nueva generación de personas.
Pues bien, objetivamente, desde la biología y la psicología evolucionista, la respuesta parece bastante clara: simplemente el instinto evolutivo es más fuerte y dominante que la reflexión racional. Por mucho que sepamos que criar niños es el equivalente a construir, esculpir, y mimar castillos de arena a la orilla de un mar mientras de reojo miramos el reloj sabiendo que la marea acabará por subir y arrasarlo todo...sencillamente es no podemos actuar de otro modo. La razón es estéril en este sentido, y el amor hacia los nuestros sale a borbotones por nuestra piel no importa lo que diga el destino. Todo aquel que tenga hijos sabrá sin duda de lo que hablo.
Hace tiempo que en biología se habla sin tapujos del hecho de que todas las personas conformamos algo que se ha venido a denominar como "soma desechable". Nuestra genética (las instrucciones de ADN que indican el modo en que construir nuestro cuerpo o fenotipo) se transmite, mezcla y recombina en cada generación, pero el fenotipo en sí (el cuerpo material concreto que se ha formado con la recombinación de dos copias de este tipo de instrucciones), conforman un mero medio temporal con el que continuar retroactivamente el propio proceso de copia de instrucciones: en este sentido todos nosotros somos un soma (un vehículo material) encomendados evolutivamente con la "noble" (y simple) tarea de continuar con la réplica de estas moléculas de ADN...y luego nada más. Adiós, chao, abur...de vuelta a esa nada existencial de la que efímeramente salimos.
Así pues, a la vista de la propuesta del soma desechable, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que ese ímpetu y esa pasión que mueve y conmueve a cada padre a la hora de la crianza se debe explica desde el instinto evolutivo, y no desde la racionalidad. Porque la razón por supuesto entiende la incongruencia de atender con tanto cuidado a un cuerpo destinado desde el principio a la fatalidad de una pronta vejez y muerte (seis o siete décadas son apenas un pestañeo a escalas naturales); pero es que racionalmente no podemos hacer nada a favor o en contra de este hecho. Nuestra esencia evolutiva es la encargada de que todos nosotros sintamos sin remedio amor y devoción por nuestros retoños.
Como buenas máquinas de replicar genes que somos, es nuestro sino velar por esos castillos de arena (esos somas que literalmente han salido de nuestras entrañas). Y aunque todos sabemos que el tiempo se llevará irremediablemente por delante cada castillo hacia el olvido...el mandamiento instintivo que llevamos marcado a fuego en el cerebro nos expone claramente que eso no importa; que lo único importante es que el castillo aguante lo suficiente en pie como para que replique esas instrucciones que den a luz una nueva generación de constructores de castillos. Y así por los siglos de los siglos, mientras el planeta aguante.
Comentarios
Yo creo que esa contradicción no llega a plantearse siquiera en la mayoría de los casos. Casi todo el mundo cree que le está haciendo un favor a la humanidad o al país trayendo niños al mundo. Lo de la humanidad se cae por su propio peso visto que ya hemos rebasado todo lo ecológicamente rebasable y laboralmente vamos a sobrar la inmensa mayoría conforme más se automaticen los trabajos sin un cambio de paradigma que reparta la riqueza y recursos obtenidos sin apenas intervención humana.
Lo del país puede ser cierto a corto plazo desde el punto de vista del sistema piramidal en el que vivimos, pero si todos los países hicieran lo mismo (¿y por qué no querrían hacerlo?) volvemos al punto anterior.
Por último están los que piensan que le hacen un favor al propio niño, aunque es bastante dudoso que podamos comparar la situación de un niño nacido con alguien que no ha llegado a existir, y eso sin tener en cuenta la futilidad del sufrimiento, por mucha felicidad que, con más o menos probabilidad, esa persona pueda experimentar.
#1 (sigo aquí porque ya no puedo editar el comentario anterior)
En realidad poca gente se plantea estas cuestiones como incongruencias. Es “una cosa más” que la mayoría de la gente quiere tener en la vida porque efectivamente estamos programados para ello. Los daños colaterales, igual que los de cualquier otra actividad que reporte placer, ya se pensarán “otro día”.
Quizá la diferencia más grande respecto a otros placeres más inmediatos es que al parecer está estudiado que las personas con hijos son más infelices que las que no los tienen, por lo que desde un punto de vista de una inversión en la propia felicidad no tiene tampoco sentido, aunque sospecho que los padres pensarán que merece la pena por los picos de felicidad que puedan darle los hijos en ocasiones especiales (que se cobran con creces en preocupaciones) o el alivio de la soledad en la vejez.