30 Por supuesto que no estamos diciendo con esto que lo izquierdistas, iCiertamente no postulamos que los izquierdistas, incluso los del tipo sobresocializado, no se rebelen nunca contra los valores fundamentales de nuestra sociedad. Sin duda, lo hacen a veces. Algunos izquierdistas sobresocializados han ido incluso demasiado lejos, hasta rebelarse contra uno de los principios más importantes de la sociedad moderna, llegando a la violencia física. Cuando ellos la practican, la consideran una liberación. O dicho de otro modo: cometiendo violencia se liberan de las restricciones psicológicas que han sufrido en su interior. Precisamente porque están sobresocializados, estas restricciones han sido más limitantes para ellos que para el resto y por lo tanto sienten a veces una necesidad más imperiosa de liberarse de ellas. Pero normalmente, justifican su rebelión en los mismos términos y con los mismos valores que utiliza la corriente de opinión principal. Si participan en actos violentos afirmarán estar luchando contra el racismo o algo parecido.
31 Comprendemos que se pueden oponer muchas objeciones al pequeño esbozo precedente. La situación real es compleja, y una descripción completa ocuparía varios volúmenes, incluso si los datos necesarios estuvieran disponibles. Sólo pretendíamos indicar muy aproximadamente las dos tendencias más importantes en la psicología del izquierdismo moderno.
32 Los problemas del izquierdismo son indicativos de los problemas de nuestra sociedad como conjunto. Baja autoestima, tendencias depresivas y derrotismo son sentimientos que no se encuentran exclusivamente en la izquierda. Aunque son especialmente notables en ésta, están extendidos en todas las capas de nuestra sociedad. Y la sociedad de hoy trata de socializarnos a un mayor nivel y con mayor intensidad que cualquier sociedad anterior. Los expertos nos dicen incluso cómo comer, cómo hacer el amor, cómo educar a nuestros hijos y así sucesivamente.
33 Los seres humanos tienen una necesidad (probablemente basada en la biología) de algo que llamaremos el "proceso de poder". Esto está estrechamente relacionado con la necesidad de poder (la cual está ampliamente reconocida) pero no es exactamente lo mismo. El proceso de poder tiene cuatro elementos. Los tres más claramente delineados los llamamos objetivos, esfuerzo y logro de los objetivos. (Todo el mundo necesita tener objetivos cuyo logro requiera esfuerzo, y necesita triunfar logrando al menos alguno de esos objetivos). El cuarto elemento es más difícil de definir y puede que no sea necesario para todos. Lo llamamos autonomía y lo discutiremos más tarde (párrafos 42-44).
34 Imaginemos el caso hipotético de una persona que pueda tener todo lo que quiera, simplemente deseándolo. Esa persona tiene poder, pero desarrollará problemas psicológicos serios. Al principio lo pasará muy bien y estará muy satisfecho, pero conforme continúe en esta situación, se irá aburriendo cada vez más y acabará desmoralizado. Incluso puede terminar clínicamente deprimido. La historia nos muestra a ese tipo de aristócratas ociosos, que tienden a convertirse en decadentes. Esto no les sucede a los aristócratas luchadores que tenían que esforzarse para mantener su poder. Pero los aristócratas ociosos y seguros, que no tenían necesidad de esforzarse, normalmente se convertían en aburridos, hedonistas y desmoralizados, incluso aunque tuvieran poder. Esto muestra que el poder no es suficiente. Uno debe tener objetivos en los que ejercitarlo.
35 Todos tenemos objetivos; si no hay otros superiores, al menos cubrir las necesidades de vida: comida, agua, vestimenta y refugio que sean necesarios, según el clima. Pero los aristócratas ociosos obtienen estas cosas sin esfuerzo y a consecuencia de ellos sufren de aburrimiento y desmoralización.
36 El fracaso en la consecución de los objetivos más importantes lleva a la muerte, si se trata de necesidades físicas, o a la frustración, si hablamos de objetivos secundarios. La sucesión de fracasos al intentar alcanzar esos objetivos a lo largo de la vida se convierte en derrotismo, baja autoestima o depresión.
37 Así, con objeto de eludir problemas psicológicos serios, el ser humano necesita objetivos cuyo logro requiera esfuerzo, y debe tener un éxito razonable alcanzándolos.
Mi recuerdo básico de esa época parece anclarse en una o cinco o quizá cuarenta noches (o mañanas muy temprano) que salí de Fillmore medio loco y, en vez de irme a casa, enfilaba el gran Lighting 650 por el puente de la Bahía a ciento sesenta por hora ataviado con unos pantalones cortos y una zamarra de pastor... y cruzaba zumbando el túnel de Treasure Island bajo las luces de Oakland y Berkeley y Richmond, sin saber a ciencia cierta qué vía tomar cuando llegase al otro lado (el coche se calaba siempre en la barrera de peaje, yo iba demasiado pasado para encontrar el punto muerto mientras buscaba cambio)... pero absolutamente seguro de que fuese en la dirección que fuese, encontraría un sitio donde habría gente tan volada y cargada como yo: de esto no había duda...
Había locura en todas direcciones, a cualquier hora. Si no al otro lado de la Bahía, por Golden Gate arriba, o hacia abajo, de 101 a Los Altos o La Honda... en todas partes saltaban chispas. Había una fantástica sensación universal de que hiciésemos lo que hiciésemos era correcto, de que estábamos ganando...
Hunter S. Thompson, "Miedo y asco en Las Vegas."
Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado "El dinosaurio".
-Ah, es una delicia -me respondió-, ya estoy leyéndolo.
"Método eficaz contra el dinero: amor propio."
La leí en la pared de una ciudad que visité. Me dejó pensando porque tiene ahí su interpretación. ¿Qué pensáis?
Más allá de Sacramento, el tren, después de pasar las estaciones de Junction, Roclin, Aubum y Colfax, penetró en el macizo de Sierra Nevada. Eran las siete de la mañana cuando pasó por la estación de Cisco. Una hora después, el dormitorio era de nuevo un vagón ordinario, y los viajeros podían ver por los cristales los pintorescos puntos de vista de aquel montañoso país. El trazado del ferrocarril obedecía los caprichos de la sierra, yendo unas veces adherido a las faldas de la montaña, otras suspendido sobre los precipicios, evitando los ángulos bruscos por medio de curvas atrevidas, penetrando en gargantas estrechas, que parecían sin salida. La locomotora, brillante como unas andas, con su gran fanal, que despedía rojizos fulgores, su campana plateada, mezclaba sus silbidos y bramidos con los de los torrentes y cascadas, retorciendo su humo por las ennegrecidas ramas de los pinos.
«Es verdad, tienes razón a fin de cuentas —convine, conciliador—, pero, en fin, estamos todos sentados en una gran galera, remamos todos, con todas nuestras fuerzas… ¡no me irás a decir que no!… ¡Sentados sobre clavos incluso y dando el callo! ¿Y qué sacamos? ¡Nada! Estacazos sólo, miserias, patrañas y cabronadas encima. ¡Que trabajamos!, dicen. Eso es aún más chungo que todo lo demás, el dichoso trabajo. Estamos abajo, en las bodegas, echando el bofe, con una peste y los cataplines chorreando sudor, ¡ya ves! Arriba, en el puente, al fresco, están los amos, tan campantes, con bellas mujeres, rosadas y bañadas de perfume, en las rodillas. Nos hacen subir al puente. Entonces se ponen sus chisteras y nos echan un discurso, a berridos, así: “Hatajo de granujas, ¡es la guerra! —nos dicen—. Vamos a abordarlos, a esos cabrones de la patria n.° 2, ¡y les vamos a reventar la sesera! ¡Venga! ¡Venga! ¡A bordo hay todo lo necesario! ¡Todos a coro! Pero antes quiero veros gritar bien: ‘¡Viva la patria n.° 1!’ ¡Que se os oiga de lejos! El que grite más fuerte, ¡recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Hostias! Y los que no quieran diñarla en el mar, pueden ir a palmar en tierra, ¡donde se tarda aún menos que aquí!”»
–Viaje al Fin de la Noche, de Louis Ferdinand Celine–
¿Qué es una opinión ? Es, dicen los explicadores, un sentimiento que nos formamos sobre hechos que hemos observado superficialmente. Las opiniones crecen especialmente en los cerebros débiles y populares, y se oponen a la ciencia que conoce las razones verdaderas de los fenómenos. Si quieren, nosotros les enseñaremos la ciencia.
Poco a poco. Les concedemos que una opinión no es una verdad. Pero es eso lo que nos interesa: quien no conoce la verdad la busca, y hay muchos encuentros que se pueden hacer en este viaje. El único error sería tomar nuestras opiniones por verdades. Eso se hace todos los días, es cierto. Pero aquí está precisamente la única cosa en que queremos distinguirnos, nosotros, los sectarios del loco: pensamos que nuestras opiniones son opiniones y nada más. Hemos visto ciertos hechos. Creemos que tal cosa podría ser la razón de ellos. Haremos, y ustedes también lo pueden hacer, algunas experiencias para comprobar la solidez de esta opinión. Por otra parte, nos parece que este planteamiento no es totalmente inédito. ¿No es así cómo proceden a menudo los físicos y los químicos? Y entonces se habla de hipótesis, de método científico, en un tono respetuoso
Si bien el primer timbre de alarma sonó seriamente en 1970, fue ampliamente ignorado en 1971... y así se dejó de lado la posibilidad de dar marcha atrás, la última, como intentaré demostrar aquí, disponible.
Porque, en 1971, la gente apagó el botón a las noticias cada vez más alarmantes acerca del peligro que se cernía sobre el medio ambiente.
Estaban cansados, asqueados de ello.
Lo cual era una reacción infantil.
Lo que vino después, cuando se hizo un esfuerzo por obligar a la industria y a las ciudades a detener la polución, fue aun peor. El esfuerzo significó carencias temporales, y eso la gente, guiada por los sindicatos, no lo soportó.
Una mayoría infantil se volvió lunática.
Philip Wylie, "El fin del sueño." (Obra póstuma).
— ¿Quieres decirme que una máquina de sueños ofrece algo que puede recompensarme por abandonar esta hermosa tierra y el cielo con sus nubes y el verde de los árboles y la gloria de la luz del sol?
—En la máquina de sueños siempre hace buen tiempo. Los soñadores inhalan tanta cantidad de aire puro como nosotros ahora mismo y regalan sus ojos en un escenario tan hermoso como éste. ¿Qué clase de hombre eres tú para preguntarme estas cosas?
— ¿Pero cómo puede ser eso?
—Muy sencillamente. Lo que tú ves es simplemente lo que tus ojos envían a tu cerebro a través de los nervios, ¿no es así? Bien, en las máquinas de sueños los nervios ópticos son estimulados justamente de la misma manera. Igual sucede con los nervios del olfato, del gusto, del oído y con toda la superficie de los nervios táctiles del cuerpo.
— ¡Adelante! ¿Cómo se hace?
—Es una operación quirúrgica. Los extremos nerviosos son conectados a unos finos cables, y éstos van desde cada soñador a la habitación de control. Aquí, desde un equipo de registros primordiales se envía un conjunto completo de sensaciones. En lo que se refiere al soñador, parece estar viviendo una vida completa. Antes de entrar decide qué cosas quiere experimentar. Algunos viven las vidas de grandes exploradores y luchan con las fieras de la selva; otros parecen inventar grandes instrumentos científicos, y en realidad adquieren un conocimiento completo de cualquier tema que deseen; otros viajan en cohetes a Marte o Venus y experimentan increíbles aventuras en aquellos mundos grotescos y casi inhabitables.
"Yo siempre anduve paseando mi amor por todas partes, hasta que te encontré y te lo di enteramente. Mi madre se llamaba María Vizcaíno y estaba llena de bondad, tanta que su corazón no resistió aquella carga y reventó. No, no es fácil querer mucho".
Juan Rulfo a Clara Aparicio

El hombre lo tiene todo en sus manos y deja que las cosas pasen por delante de sus narices únicamente por cobardía. Me gustaría saber qué asusta más a las personas; creo que especialmente las intimida aquello que se aparta de sus costumbres.

¿Sabías que la locura del Sombrerero Loco de "Alicia en el País de las Maravillas" era una enfermedad real provocada por la exposición a un potente veneno usado en la fabricación de sombreros?...
La profesión de sombrerero fue una de las más relevantes y con más demanda que hayan existido a lo largo de la Historia. Hasta mediados de 1900 casi todo el mundo lucía un sombrero en su cabeza, fuese hombre o mujer. Quienes los fabricaban enfermaban con asiduidad, o se les tachaba directamente de locos.
Esta "locura" era debida a que, entre el Siglo XVI y el XIX, la industria de fabricación de sombreros usaba Nitrato de Mercurio para tratar el fieltro de los sombreros y conseguir mejor calidad y aspecto. El problema era que no sabían que el mercurio es muy tóxico y que una larga exposición al mismo provoca una enfermedad llamada hidrargirismo que, en épocas pasadas, podía llegar a confundirse con la locura.
Los sombrereros acostumbraban a mostrar conductas extrañas debido a la exposición prolongada a este componente, que les provocaba erupciones y manchas en la piel y, sobre todo, alteraciones neurológicas como temblores, espasmos, convulsiones, sobreexcitación e hiperactividad, que era lo que hacía creer a la gente que se habían vuelto locos cuando en realidad estaban intoxicados.
La locura de los "sombrereros" estaba tan aceptada y contrastada entre la Sociedad que, de hecho, en inglés existe la expresión "Mad as a hatter" (Loco como un sombrerero).
Lewis Carroll, autor de "Alicia", nació cerca de Manchester, no lejos de una de las localidades británicas más ligadas a la producción de sombreros, así que debía conocer el carácter de quienes los fabricaban en la vida real, lo que posiblemente le sirvió como inspiración para su personaje, aunque en su obra él en ningún momento menciona un posible trastorno mental, sino que simplemente relata las excentricidades de este divertido personaje.
Así que, cuando pienses en el sombrerero más famoso de la historia, recuerda que no estaba loco: "No estoy loco, sólo que mi realidad es distinta a la tuya"...
Anónimo.
Tuve un amigo que hizio más contra el alcoholismo que muchos años de reuniones y terapias.
Por un extraño azar de la vida, tenía un pingüino en casa, en una bañera con hielo, y mientras llegaba el momento de devolverlo al zoológico que se lo había dejado en custodia, lo soltaba delante de la casa de sus amigos más bebedores, justo antes de que regresasen de sus juergas nocturnas.
-¿De verdad, colega, viste un pngüino anoche delante de tu puerta? Tío, qué jodido estás... Deberías dejar de beber tanto.
Y funcionaba.
Picnic sobre hielo. Andrei Kurkov
Si miramos las cifras de España , hay que reconocer que somos buena gente. Nos es mucho más fácil matarnos a nosotros mismos que matar a otros. Por ejemplo, en el último año, hemos tenido en España casi cuatro mil suicidios, y en cambio sólo hubo unos trescientos homicidios. ¿No somos estupendos?
La vida se divide en dos etapas: imaginar y recordar. Y se recuerda mejor lo que se ha imaginado que lo que se ha vivido.
El secreto del agua. Tomás Val.
El profesor Antelle nos hizo una seña para que nos calláramos y empezó a chapotear en el agua sin dedicar aparentemente ninguna atención a la joven. Adoptamos la misma táctica, que obtuvo un éxito total. No solamente volvió a acercarse, sino que pronto demostró un vivo interés por nuestras evoluciones, un interés que se manifestaba de una manera muy insólita, lo que excitaba aún más nuestra curiosidad. ¿Habéis observado alguna vez en la playa la actitud de un perro joven y asustadizo cuando su dueño se baña? Se le ve que se muere de ganas de unirse a él, pero no se atreve. Da tres pasos hacia un lado, tres hacia el otro, se aleja, vuelve, sacude la cabeza, se agita inquieto. Pues éste era exactamente el modo de comportarse de aquella muchacha.
Y, de repente, la oímos, pero los sonidos que profirió aumentaron la impresión de animalidad que nos había producido su actitud. Se encontraba entonces en el límite extremo de su pedestal, lo que hacía creer que iba a precipitarse en el lago. Por un momento había interrumpido su especie de danza. Abrió la boca. Yo me encontraba algo apartado y pude observarla bien sin que ella se fijara. Pensé que iba a hablar, a gritar. Esperaba una llamada. Estaba preparado para escuchar el lenguaje más bárbaro posible, pero no lo estaba para los sonidos extraños que salieron de su garganta. Y digo precisamente de su garganta, porque ni la lengua ni la boca podían tener parte alguna en aquella especie de maullido o de piada aguda, que parecía propio para expresar el frenesí alegre de un animal. En nuestros jardines zoológicos, los chimpancés jóvenes juegan a veces y se empujan profiriendo pequeños gritos semejantes a aquél.
Como que, a pesar de nuestra sorpresa, nos esforzábamos en seguir nadando sin preocuparnos de ella, pareció tomar una decisión. Se agachó sobre la roca y ayudándose con las manos empezó a bajar hacia nosotros. Tenía una agilidad asombrosa. Su cuerpo dorado se deslizaba rápidamente a lo largo de la pared y se nos aparecía, salpicado de agua y de luz, como una visión de ensueño a través del tenue velo del agua de la cascada. Agarrándose a unos salientes imperceptibles, en pocos momentos llegó al nivel del lago y se arrodilló sobre una piedra llana. Aún nos observó unos segundos y luego entró en el agua y se dirigió nadando hacia nosotros.
Comprendimos que quería jugar y, sin ponernos de acuerdo previamente, seguimos con ardor los retozos que tanta confianza le habían inspirado, modificando nuestra actitud apenas veíamos que empezaba a asustarse. Resultó de ello, al cabo de poco tiempo, una especie de juego cuyas reglas había determinado ella misma inconscientemente, un juego extraño en verdad que presentaba alguna analogía con las evoluciones de las focas en una piscina y que consistía en huir de nosotros y en perseguirnos alternativamente, apartándonos bruscamente cuando nos sentíamos a punto de ser cogidos y acercándonos hasta casi tocarnos cuando ella se apartaba, pero sin entrar nunca en contacto. Era un juego pueril, pero ¿qué no habríamos hecho nosotros para domesticar a aquella bella desconocida? Observé que el profesor Antelle participaba en aquel juego infantil con un no disimulado placer.
La cosa hacia ya mucho tiempo que duraba y empezábamos a perder el resuello cuando me di cuenta de un rasgo paradójico de la fisonomía de aquella muchacha que me sorprendió: su seriedad. Se veía que tomaba parte en el juego que ella había provocado con un placer desbordante y, sin embargo, ni una sola sonrisa había alterado la seriedad de su cara. Hacía rato que sentía un malestar confuso cuya razón concreta no llegaba a explicarme y experimenté una verdadera sensación de alivio cuando la descubrí. La muchacha no reía ni se sonreía: solamente, de vez en cuando, emitía uno de aquellos sonidos que le servían seguramente para expresar su satisfacción.
Quise hacer una prueba. Cuando se me acercaba, hendiendo el agua con aquella manera especial de nadar, parecida a la de los perros, con la cabellera flotando tras ella como la cola de un cometa, la miré fijamente y antes de que tuviera tiempo de volverse le dirigí una sonrisa con toda la amabilidad y toda la ternura de que yo era capaz.
El resultado fue sorprendente. Dejó de nadar, haciendo pie en el agua, que le llegaba a la cintura, y tendió hacia mí las manos crispadas, como en un ademán de defensa. Después volvió la espalda y huyó hacia la orilla. Una vez fuera del lago, vaciló, se volvió a medias observándome de reojo, como cuando estaba en la plataforma, con el aspecto perplejo de un animal que acaba de darse cuenta de algo alarmante. Tal vez habría recobrado la confianza porque la sonrisa se había fijado en mis labios y yo me había puesto a nadar nuevamente con aire inocente, si no hubiera sido porque un nuevo incidente renovó su emoción. Oímos ruido en el bosque y apareció nuestro amigo Héctor, que se descolgó de rama en rama y al llegar al suelo avanzó hacia nosotros haciendo cabriolas, muy feliz por habernos encontrado de nuevo. Me sobresalté al ver la expresión bestial, mezcla de miedo y de odio, que apareció en la cara de la joven cuando vio al mono. Se replegó sobre sí misma, incrustada en las rocas hasta casi confundirse con ellas, con los músculos tensos, la espalda arqueada y las manos crispadas como garras. Todo ello por un pobre y pequeño chimpancé que se aprestaba a festejarnos.
Cuando el animal pasó cerca de ella, sin verla, la muchacha saltó. Su cuerpo se disparó como un arco. Cogió el mono por el cuello y sus manos se cerraron como garfios mientras inmovilizaba al pobre animal entre sus piernas. La agresión fue tan rápida que no nos dio tiempo de intervenir. El mono casi no se debatió. Al cabo de unos segundos se envaró y, cuando ella le soltó, cayó muerto. Aquella criatura radiante, a la que en un arranque romántico de mi corazón había dado el nombre de «Nova», ya que sólo podía comparar su aparición a la de un astro rutilante, acababa de estrangular a conciencia a un animal doméstico e inofensivo.
Cuando, al salir de nuestro estupor, nos precipitamos hacia allí, ya era tarde para salvar a Héctor. Ella volvió la cabeza hacia nosotros, como si quisiera hacernos frente, con los brazos tendidos y los labios arqueados, en una actitud amenazadora que nos dejó clavados en el suelo. Después profirió un último grito agudo, que podía ser interpretado como un canto de triunfo o un alarido de furor, y huyó hacia el bosque. En pocos segundos desapareció entre la maleza, que se cerró tras su cuerpo dorado, dejándonos desconcertados en medio de la selva nuevamente silenciosa.
Pierre Boulle, "El planeta de los simios."
La principal razón para ir a la escuela es aprender a no pensar como un profesor.
Nassim Taleb.
Una de las razones de que las élites sólo hablen entre ellas es la ausencia de instituciones promotoras de conversaciones generales que atraviesen las barreras de clase. La vida cívica requiere lugares en los que las personas se encuentren como iguales, sin tener en cuenta la raza, la clase o el origen nacional. Debido a la decadencia de las instituciones públicas —desde los partidos políticos hasta los parques públicos y los lugares de encuentro informal— la conversación se ha convertido en algo casi tan especializado como la producción del conocimiento. Las clases sociales se hablan a sí mismas en un dialecto propio, inaccesible para los de fuera. Sólo se tratan en las ocasiones ceremoniales y las fiestas oficiales. Los desfiles y otros espectáculos parecidos no compensan la ausencia de asambleas informales. Hasta el pub y la cafetería, que a primera vista no tienen nada que ver con la política o las artes cívicas, hacen su contribución a la clase de conversación que recorre sin rumbo fijo todo tipo de asuntos y que es el suelo abonado sobre el que florece la democracia; actualmente, incluso estos lugares de encuentro están amenazados de extinción a medida que los vecindarios van siendo sustituidos por los centros comerciales, las cadenas de comida rápida y las tiendas de comida cocinada para llevarse.
La rebelión de las élites. Christopher Lasch (1995)
A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina. Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una
noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado. «¿Qué fue eso?», preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: «Fue una bomba». «¡Qué suerte!», dijo el niño. «Yo creí que era un trueno».
Mario Benedetti, de la obra "Despistes y franquezas"
La politica de privacidad de Facebook equivale a que Telefónica dijese: vamos a hacer públicas tus conversaciones, pero si no quieres, no uses el teléfono.
El filtro burbuja. Eli Parisier
Entre los humanos siempre existió gente defensora de las tradiciones, que pretendía que la evolución se frenase para que no fuera una manera de dar tumbos sin sentido. Como anécdota, recuerdo que había aún en la Tierra un grupo que se llamaba a sí mismo “la Represa”, “el Dique”, o algo así. Era una gente curiosa, que creía en la evolución social y cultural, pero se oponía precisamente por eso a cualquier innovación, convirtiéndose en conservadores ultramontanos. Esto, que parece una contradicción en sí misma, no es tan raro si se explica, y por eso tenían tanta aceptación.
Los del Dique decían, más o menos, que las sociedades son sistemas estables, y las normas son sistemas estables, y todo lo que funciona en la práctica es porque de algún modo es estable. Las innovaciones, según ellos, suponen una desestabilización que puede conducir a una estabilidad superior o a una desestabilización regresiva. Por eso, se oponían a cualquier tipo de innovación con todas sus fuerzas, y tenían además el denuedo de afirmar que las innovaciones verdaderamente válidas consiguen imponerse a todos los que tratan de detenerlas, pero es necesario que exista un dique, o una barrera, para que sólo las innovaciones con verdadera fuerza sean capaces de salir adelante. “Si tienen razón, pasarán por encima de nosotros, y si no la tienen, bueno será que haya alguien que los haya frenado”, eso decían los del Dique, para irritación de las vanguardias de todos los tiempos.
La guerra del último hombre. Feindesland
Iba a ir otra vez a casa de Shirt Trist. Pero Nik dijo vale que beehiera lo queería. Coonudo. No imbortaba. Dijo no imbortaba.
Pegó un portazo detrás de él. Se detuvo junto al fregadero y bebió un montón de agua templada. Entonces se sintió mejor. Luego tropezó y cayó. De pronto, y sin un orden preciso, Keith hizo eructar a su mujer, sacó a la cría fuera a mear y le echó un polvo al perro.
Campos de Londres. Martin Amis.
También las ratas se vuelven supersticiosas.
La rata sabe que haciendo determinada cosa saldrá una bolita de comida de una máquina. Pero la rata hace un montón de cosas y no sabe cual de ellas, en concreto, es la que hace que salga la bolita de comida. Sólo una cosa es útil, pero la rata no sabe cual es y hace treinta cosas... Y como funciona, las sigue haciendo. Todas. En el mismo orden.
Walkaway. Cory Doctorow.
Una vez ocupada la ciudad, el mayor Martínez de Velasco decidió dejar una dotación de tres españoles, Ramos, Fernández y el sargento Martín Lorenzo, con dos ametralladoras y cincuenta soldados nativos mientras él, con el grueso de las fuerzas mercenarias, regresaba a Niangara. Su estancia, hasta la llegada de nuevas tropas provenientes del 6° Comando, debería durar de unos quince a veinte días.
Pasaron una noche tranquila pero, al amanecer, los simbas atacaron. Ramos manejaba solo una ametralladora y la otra era servida por Fernández y Martín Lorenzo. Los tenían a unos cuarenta metros y las ametralladoras iban barriendo los cuerpos de los atacantes. Así describió el sargento madrileño el ataque:
...las ametralladoras cantaban sin cesar, yo veía caer a los simbas pero no retrocedían, chillaban "¡adelante, adelante!", pero pronto cundió el pánico entre ellos, pues nosotros sabíamos que teníamos que defender nuestras vidas como fuese, pues caer en manos de ellos significaba morir entre horribles tormentos: te sacaban los ojos, te cortaban las partes... en fin, antes de morir te hacían maldecir el día en que naciste, por eso nos defendimos como fieras. Cuando se retiraron, la explanada estaba cubierta de simbas muertos o malheridos.
Después del ataque, los españoles reconocieron el campo de batalla y los soldados nativos se dedicaron a saquear los cadáveres de los simbas caídos en combate quitándoles el dinero, los cigarrillos y las armas y municiones. Los tres españoles bebieron, comieron y buscaron además a tres nativas. Martín Lorenzo se decía a sí mismo que, puestos a morir, se iría al otro mundo harto de todo.
Los simbas lo volvieron a intentar y, sobre las siete de la tarde, iniciaron el ataque, esta vez con más orden. En primer lugar unos disparos de tanteo y a continuación el asalto en masa, pero se encontraron de nuevo con la barrera de muerte que formaban los disparos de las ametralladoras. Finalmente, se replegaron y no volvieron a intentarlo más.
Soldados sin bandera - Joaquín Mañes Postigo
menéame