LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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Sobre el oficio de periodista

Lo que todos me decían era que el secreto del éxito en periodismo consistía en estudiar un periódico en concreto y escribir lo apropiado para él. En parte por accidente e ignorancia, y en parte por las rabiosas certezas de la juventud, no recuerdo haber escrito nunca un artículo que fuera el apropiado para ningún periódico en concreto. Por el contrario, creo que conseguí un cierto éxito cómico por contraste. Ahora que ya soy un viejo periodista, se me ocurre que el consejo que le daría a uno joven sería simplemente que escribiera un artículo para el Sporting Times, otro para el Church Times, y confundiera los sobres. Después, si se aceptaba el artículo y era razonablemente inteligente, los deportistas se dirían unos a otros: "Es un grave error suponer que no tenemos una buena causa cuando tipos realmente inteligentes afirman lo contrario"; los clérigos, por su parte, irían por ahí diciéndose unos a otros: "Hay espléndidos artículos en algunas de nuestras publicaciones religiosas; un tipo de lo más ingenioso".

Tal vez esta teoría sea un poco inconsistente y fantástica, pero es la única que me sirve para explicar mi propia e inmerecida supervivencia en la contienda periodística de la vieja Fleet Street. Escribí para un periódico inconformista como el viejo Daily News sobre cafés franceses y catedrales católicas, y les encantaba porque nunca antes habían oído hablar de aquello. Escribí en un órgano del viejo y sólido laborismo como el Clarion, y allí defendí la teología medieval y todo aquello de lo que sus lectores no habían oído hablar jamás; y a sus lectores no les molestó lo más mínimo.

En realidad, lo que pasa con casi todos los periódicos es que están demasiado llenos de cosas adecuadas para ellos. Pero en estos últimos tiempos en los que el periodismo, como todo lo demás, se concentra en consorcios y monopolios, aún parece menos probable que alguien repita mi extraña, temeraria y poco escrupulosa maniobra, que alguien se despierte y descubra que se ha hecho famoso por ser el único hombre divertido del Methodist Monthly o el único hombre serio del Cocktail Comics.

Gilbert Keith Chesterton

Autobiografía, 1936

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Berenice

En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: “Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas”. ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?

Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.

Edgar Allan Poe, "Berenice."

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¿Quién teme al lobo?

Sejer clavó la mirada en el dibujante que tenía enfrente. En sus orígenes era un dibujante de periódico que aterrizó en ese puesto por pura coincidencia y resultó ser especialmente apto, sobre todo en el aspecto psicológico.

—Primero tendrás que conseguir que me relaje —dijo Sejer sonriendo—. Luego tendrás que establecer una relación de confianza, ¿verdad que sí? Demostrarme que me escuchas y que me crees.

El dibujante esbozó una sonrisa ácida.

—No tengas tanto miedo a perder el control, Konrad —dijo secamente—. En este momento no eres el jefe. Eres un testigo.

Sejer levantó una mano, retrocediendo.

—Lo primero que quiero que hagas —dijo el dibujante— es olvidarte del rostro del hombre.

Sejer lo miró asombrado.

—Olvida los detalles. Cierra los ojos. Intenta ver la figura en tu mente y concéntrate en la impresión que te causó, en la clase de señales que emitía ese hombre. Caminaba hacia ti en una calle muy luminosa y, por alguna razón, te fijaste en él. ¿Por qué?

—Daba la impresión de ir muy concentrado y decidido.

Sejer cerró los ojos, como le había pedido el dibujante. Pero la cara que veía en su mente no era más que un punto nublado en la memoria. —Pasos duros y rápidos. Los hombros, como encogidos. Una mezcla de miedo y determinación. El pánico al acecho, justo debajo de la superficie. Tan asustado que ni siquiera se atrevía a levantar la vista para mirar a alguien. No necesariamente un atracador profesional. Demasiado desesperado.

El dibujante asintió con la cabeza y anotó un par de cosas en la parte inferior de la hoja.

—Intenta describir su cuerpo, cómo se movía al andar.

—Se movía poco. Pequeños movimientos bruscos. Nada de oscilar los brazos, balancearse de un lado para otro ni cojear. Iba derecho hacia delante. Las piernas, rectas. Los hombros, rígidos.

—Piensa en las proporciones —prosiguió el dibujante—. Brazos y piernas en relación al torso. El tamaño de la cabeza. La longitud del cuello. El tamaño de los pies.

—Ni los brazos ni las piernas largos. Más bien un poco cortos. La verdad es que llevaba una mano en la bolsa, y la otra en el bolsillo, pero creo que no eran largas. Cuello corto y grueso. No tenía los pies grandes. Más pequeños que los míos, calzo un cuarenta y cuatro. Llevaba ropa suelta, pero su cuerpo daba la impresión de ser musculoso y abultado.

Nuevos gestos aprobadores. El lápiz alcanzó por primera vez el papel y oyó el ligero roce del grafito contra la superficie. Debido a la estructura del papel, el trazo adquirió un tembloroso realismo, como si se estuviera moviendo.

—Los hombros, ¿anchos o estrechos?

—Anchos. Redondos. Esos hombros que se te desarrollan cuando haces levantamiento de pesas. No como los míos —añadió.

—Bueno, los tuyos no son estrechos.

—No, pero no están hinchados. Son más planos y huesudos, no sé si me entiendes.

Se rieron un poco. El dibujante, cuyo apellido era Riste, pero que era conocido por el apodo de el Esbozo era bajito y rechoncho, calvo, con gafas pequeñas y ovaladas, y dedos largos y finos.

—¿Y la cabeza?

—Grande. Redonda. Mucha mejilla, pero no exactamente mofletes. Barbilla redonda. Ni angular ni decidida. Ninguna cicatriz ni nada por el estilo.

—¿Cómo se asentaba la cabeza sobre el cuerpo? No sé si entiendes lo que quiero decir.

—Muy encajada en los hombros. Como si colgara un poco por delante del cuerpo. Como en un niño enfurruñado.

—Excelente —dijo—. ¿La línea del pelo?

—¿Eso es importante?

—Sí, es importante. La línea del pelo de una persona contribuye a decidir gran parte de su rostro. Mírate a ti mismo. Tienes la línea del pelo casi perfecta. Recta y regular sobre la frente, y bien arqueada hacia las sienes. Igual de poblada por todas partes. De hecho, no es muy corriente.

—¿Ah, no?

Sejer hizo un gesto negativo con la cabeza. No era muy vanidoso. Al menos ya no, y lo último a lo que dedicaría tiempo sería a su línea del pelo. Reflexionó.

—Arqueada, no recta. Tal vez un pequeño pico hacia el centro de la frente. Llevaba el pelo muy corto, por eso pude verlo bien.

Esa manera lenta de aproximarse a los rasgos hizo que el hombre le apareciera más nítido que nunca. Ese dibujante sabía lo que hacía. Sejer miró fascinado el papel, observando cómo poco a poco iba emergiendo una figura, como el negativo de una foto en un baño de revelado.

—Y ahora el pelo.

No paraba de dibujar trazos ligeros para poder añadir constantemente otros nuevos encima y al lado. No usaba goma de borrar. Los múltiples trazos finos también contribuían a dar vida a la figura.

—Rizado y poblado, casi tipo afro. Crecía derecho hacia arriba, pero estaba cortado al cero, como lo llevo yo.

Al decirlo, se alisó el pelo, hirsuto y corto como un cepillo.

—¿Color?

—Rubio. Posiblemente rubio claro, pero sobre este punto la verdad es que estoy dudando. ¿Sabes? Hay pelos muy rubios en algunas situaciones, y que pueden parecer rubios oscuros cuando están mojados. O depende de la luz. No sé seguro. Un color parecido al tuyo, tal vez.

—¿Al mío? —el Esbozo levantó la vista—. Pero si yo no tengo pelo.

—No, pero como el pelo que tenías antes, tal vez.

—¿Y cómo sabes tú cómo era mi pelo?

Sejer vaciló. No sabía si lo había ofendido, o si había hecho el ridículo, o qué.

—No sé —dijo—. Me limito a adivinar.

—Adivinas bien. Mi pelo es… es decir… era… casi rubio claro. Bien adivinado. Eres observador.

El dibujo empezaba a parecerse.

—Hemos llegado a los ojos.

—Eso será más difícil. No pude vérselos. El tipo iba con la mirada clavada en el asfalto y, dentro del banco, estuvo más bien de espaldas a mí.

—Qué pena. Pero la cajera los vio, y luego le tocará a ella.

—Es más que una pena, es una catástrofe que no me quedara un rato más. Tengo edad suficiente para tomar en serio mi intuición.

—Bueno, uno no puede con todo. ¿La nariz?

—Muy corta y bastante ancha. Un poco afro también la nariz.

—¿La boca?

—Boca pequeña, como si estuviera de morros.

—¿Las cejas?

—Más oscuras que el pelo. Rectas. Anchas. Casi unicejo.

—¿Los pómulos?

—Invisibles. La cara demasiado carnosa.

—¿Ningún rasgo característico en la piel?

—Ninguno en absoluto. Piel tersa. Nada de barba visible. Ninguna sombra sobre el labio superior. Recién afeitado.

—O mal equipado por parte de la naturaleza. ¿Algo especial en la ropa?

—No que yo recuerde. Y, sin embargo, había algo.

—¿Como qué?

—Como si no fuera su ropa. Como si él no vistiera así. Era como anticuada.

—Lo más probable es que ya se haya cambiado. ¿Calzado?

—Zapatos marrones con cordones.

—¿Y las manos?

—No se las vi. Si guardan proporción con el resto del cuerpo, son cortas y redondas.

—¿Y la edad, Konrad?

—Entre diecinueve y… veinticuatro.

Una vez más tuvo que cerrar los ojos para excluir de su vista al dibujante.

—¿Altura?

—Bastante más bajo que yo.

—Todo el mundo es más bajo que tú —comentó el dibujante secamente.

—Tal vez un metro setenta.

—¿Peso?

—De complexión fuerte. Más de ochenta kilos, creo. No me has preguntado por las orejas —dijo Sejer.

—¿Cómo eran sus orejas?

—Pequeñas y bien formadas. Lóbulos redondeados. Sin pendientes.

Sejer se echó hacia atrás en la silla y sonrió contento.

—Ya solo falta averiguar a qué partido vota.

El dibujante se rio entre dientes.

—¿Tú qué crees?

—Supongo que no vota.

—¿Qué pudiste ver de la rehén?

—Casi nada. Estaba de espaldas. Tendrás que hablar con la cajera —añadió—. Esperemos que tenga aguante.

Karin Fossum, "¿Quién teme al lobo?"

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Al Gobierno no le gustan las manifestaciones a su favor

¿Crees que un Gobierno cualquiera se alegrará de que los ciudadanos organicen manifestaciones de apoyo? Pues te equivocas. Los Gobiernos detestan las manifestaciones, incluidas las de apoyo, incluidas las que se muestran a favor de sus medidas.

Lo que de veras desean los gobernantes y su Propaganda es la pasividad de la población. Incluso si la gente se organiza en favor del régimen, esto causa preocupación. De lo que se trata es de que no se organicen para nada. Lo ideal es la pasividad.

La borrachera democrática. Alain Minc.

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L'Étranger

(...) Oía el corazón. No podía imaginar que aquel leve ruido que me acompañaba desde hacía tanto tiempo pudiese cesar nunca. Nunca he tenido verdadera imaginación. Sin embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el latir del corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. (...)

El Extranjero - Albert Camus

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Mortímetro

Si por la mañana sabes con cierta precisión cómo será tu día, es que estás un poco muerto: cuanta más precisión, más muerto estás.

El lecho de Procusto. Nassim Taleb

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El Monte de las Ánimas

La noche de difuntos me despertó, a no sé qué hora, el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca, y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como, en efecto, lo hice.

Yo no la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza, con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

- I -

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

-¡Tan pronto!

-A ser otro día no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua; yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré la historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

«Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran sabido solos defenderla como solos la conquistaron.

»Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.

»Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres; los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey; el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

»Desde entonces dicen que, cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche».

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

- II -

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absortos en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel, y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-: pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo su carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

-Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada: mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país, una prenda recibida compromete la voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

-¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

-Sí.

-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

-¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

-No sé...; en el monte acaso.

-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-, ¡en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión imagen de la guerra todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; esta noche..., esta noche, ¿a qué ocultarlo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas...; ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento, sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó, con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña arrojando chispas de mil colores:

-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte, se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

-¡Adiós Beatriz, adiós! Hasta... pronto.

-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso, o aparentó querer, detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

- III -

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal decoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros: muerta, ¡muerta de horror!

- IV -

Dicen que después de acaecido este suceso un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

Gustavo Adolfo Bécquer

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El sádico

Me pidieron que construyese un laberinto y lo hice en forma de línea recta.

¿Quién puede escapar de una eterna línea recta?

Plaza de Dante. Dragan Velikic

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España para sus soberanos

En Zaragoza, quien le dio la bienvenida fue el más destacado de sus ciudadanos, Ximenes Gordo, y fue él quien recorrió las calles cabalgando junto al heredero de la corona.

Se podría imaginar, cavilaba Fernando, que Ximenes Gordo era el príncipe, y Fernando su sirviente.

Con la misma edad de Fernando, tal vez otro hombre hubiera expresado su disgusto. Él, no; al tiempo que lo disimulaba, cultivó su resentimiento. Había advertido la forma en que los pobres, reunidos en las calles para ver pasar el cortejo, fijaban en Gordo sus ojos admirados. El hombre tenía una especie de magnetismo, una personalidad fuerte; era una especie de campeón de los pobres que se ganaba el respeto del pueblo porque las gentes lo temían tanto como lo amaban.

—Los ciudadanos os conocen bien —comentó Fernando.

—Alteza —fue la indolente respuesta—, es que me ven a menudo. Estoy siempre con ellos.

—Y la necesidad hace que yo esté con frecuencia lejos —completó Fernando.

—Es raro que tengan el placer y el honor de servir a su príncipe. Deben contentarse con este humilde servidor, que hace todo lo posible para que, en ausencia de su Rey y de su Príncipe, se siga administrando justicia.

—Parecería que tal administración no alcanza mucho éxito —comentó secamente Fernando.

—Es que, Alteza, vivimos en una época de desorden.

Sin traicionar todavía la furia y el disgusto que lo embargaban, Fernando miró rápidamente el rostro corrompido y astuto del hombre que cabalgaba a su lado.

—Vengo con un encargo urgente de mi padre —anunció.

De una manera que al joven príncipe se le antojó regia y condescendiente, Gordo esperó a que su interlocutor continuara. Parecía como si con su actitud diera a entender: Vos podéis ser el heredero de Aragón, pero durante vuestra ausencia yo me he convertido en Rey de Zaragoza.

Siempre dominando su enojo, continuó Fernando:

—Vuestro Rey necesita urgentemente hombres, armas y dinero.

El otro inclinó la cabeza con un gesto insolente.

—Me temo que el pueblo de Zaragoza no tolerará más impuestos.

—¿No obedecerá el pueblo de Zaragoza la orden de su Rey? —la voz de Fernando era de seda.

—Últimamente hubo una revuelta en Cataluña, Alteza. Y podría haberla en Zaragoza.

—¡Aquí… en el corazón de Aragón! Los aragoneses no son catalanes, y serán leales a su Rey, bien lo sé.

—Vuestra Alteza ha estado ausente durante mucho tiempo.

Fernando observaba a la gente en las calles. ¿Habrían cambiado?, se preguntaba. ¿Qué sucedía cuando un hombre como Ximenes Gordo se adueñaba así de una ciudad? Había habido demasiadas guerras, y ¿cómo podía un Rey gobernar bien y con prudencia sus dominios, cuando debía pasarse tanto tiempo lejos de ellos, para tener la seguridad de conservarlos? Era eso lo que hacía que los pícaros se apoderaran del poder y ejercieran sobre las ciudades descuidadas un desviado control.

—Debéis informarme de lo que ha venido sucediendo durante mi ausencia —expresó Fernando.

—Será un placer para mí hacerlo, Alteza.

Jean Plaidy, «España para sus soberanos».

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Solamente hazlo

Levántate y no lo pienses más,

si crees en ti, lo conseguirás.

Solamente hazlo.

No tienes ni que pensarlo,

no lo dejes pasar de largo.

Primera norma: si lo ves pasar agarrarlo.

¡Todos nacimos creando!

Si puedes imaginarlo, puedes hacerlo.

Si me caigo, me levanto y de nuevo vuelvo al intento.

Y en la segunda, antes de acabar en la tumba,

procura que el tiempo te rinda, no abandones nunca a tu musa.

Que no te importe nada de lo que te digan.

Solo levántate y hazlo.

Sabes muy bien lo que hablo.

No pierdes nada por intentarlo,

no tengas miedo al fracaso.

Cuánto tiempo necesitarás, para actuar.

Deja ya de pensar, déjalo que salga con naturalidad.

Cuánto más estarás, esperando, mientas el tiempo va pasando.

Somos lo que somos, somos lo que hacemos, somos lo que estamos creando.

No existe el dolor eterno que no vaya curándose con el tiempo,

No le des la espalda al amor por miedo o temor a que te hagan daño.

No existe otra forma de hacerlo, sólo confía en tu talento,

y espera el momento, estate atento,

recuerda mantenerte siempre en movimiento.

Si no es el primero, tranquilo, entonces será al segundo intento.

No dejes pasar la oportunidad, mucho menos dejes pasar el tiempo.

______________________________________________

Rubén David Morodo Ruiz

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Consumismo según Paul Lutus

"Consumerism is the voluntary suspension of disbelief in the value of material goods." (El consumismo es la suspensión voluntaria de la incredulidad en el valor de los bienes materiales.)

Paul Lutus. (2001)

arachnoid.com/administration/index.html

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Virgen santa...

No, yo no creo que sea racista para nada: me gusta ver series de negros como The Wire, Bill Cosby o el Planeta de los Simios...

Barcelona. En un bar cerca de la Sagrada Familia. 2017.

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La oveja negra

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

La oveja negra. Augusto Monterroso

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El poder de decisión

El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no quiere quedarse sin comer.

El camino, Miguel Delibes.

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Napoleón y los chaqueteros

Los que no habían podido adherirse a Napoleón por su gloria, los que no habían podido ser fieles por gratitud al benefactor de quien habían recibido sus riquezas, sus honores y hasta sus nombres, ¿iban a inmolarse ahora a sus escasas esperanzas?

¿Iban a encadenarse a una suerte precaria y renaciente los ingratos a quienes no hizo comprometerse una suerte consolidada por unos éxitos inauditos y por un bagaje de dieciséis años de victorias?

Tantas crisálidas que, entre dos primaveras, se habían despojado y revestido, dejado y recuperado la piel del legitimista y del revolucionario, del napoleónico y del borbónico; tantas palabras dadas y desmentidas; tantas cruces pasadas del pecho del caballero a la cola del caballo, y de la cola del caballo al pecho del caballero; tantos valientes cambiando de paveses, y sembrando el palenque de prendas fementidas; tantas nobles damas, azafatas alternativamente de María Luisa y de María Carolina, no habían de dejar en el fondo del alma de Napoleón sino desconfianza, horror y desprecio; este gran hombre envejecido estaba solo en medio de todos estos traidores, hombres y suerte, sobre un suelo que temblaba, bajo un cielo enemigo, enfrente de su destino cumplido y del juicio de Dios.

Memorias de Ultratumba. Chateaubriand

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Jeanne Louise Calment, fue la novia de Van Gogh. Vivió 122 años y gozaba y disfrutaba vivir la vida

Jeanne Louise Calment, fue la novia de Van Gogh. Vivió 122 años y gozaba y disfrutaba vivir la vida

cada día, todos los días.

Nació en la ciudad de Orly en Francia y tenía nada más que 14 años cuando empezaron a construir la Torre Eiffel.

Muy joven se puso de novia con el pintor Vincent Van Gogh y en 1988 en una entrevista dijo de él, que “Era sucio, siempre estaba mal vestido y era sombrío y mal humorado ” ---

A los 85 años practicaba esgrima, y a los 100 andaba todo el día en bici.

A los 90 años a Jeanne Louise, ya no le quedaban herederos, entonces llegó a un acuerdo con André-François Raffray (un abogado de 47 años), e hicieron un contrato en el que se acordaba que éste heredaría su casa si le pagaba 2500 francos al mes.

Raffray ( El abogado) pagó durante 30 años esa suma pero por esas cosas de la vida, se murió antes, y entonces su esposa continuó pagando.

Madame Calment, con la experiencia que le dan los años a las mujeres inteligentes dijo con total y plena autoridad.

-La juventud es un estado del alma, no del cuerpo, por eso yo sigo siendo una chica. Sencillamente no he lucido tan bien los últimos 70 años.

-Sonreír siempre!! -- Esa es la razón de mi longevidad.

-Si no puedes hacer nada con respecto a algo, no te preocupes mas por eso.

-Tengo una sola arruga y estoy sentada en ella.!!!

-Nunca uso rimel porque me río hasta llorar con mucha frecuencia.

-Y la verdad, Creo que me voy a morir de risa.

Fuente: Msavira ar

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Israel frente al hombre invisible

Como en todo proyecto colonial, los colonos israelíes hubieron de cerrar deliberadamente los ojos a realidades de varios tipos. El legendario periodista de investigación estadounidense I. F. Stone apoyó la creación de una patria judía en Palestina, y hasta llegó a embarcarse en una de las naves clandestinas, llenas de supervivientes del Holocausto, que en 1946 llegaron por fin a un puerto seguro en «una Haifa de color de estuco».[29] Pero, tras la guerra de 1967, admitió: «Para los sionistas, el árabe era el hombre invisible. Desde el punto de vista psicológico, no estaban allí».[30] Lo dijo aún más claro la primera ministra Golda Meir: «Los palestinos eran una ficción […]. No existían».[31] El gran poeta palestino Mahmoud Darwish trazó el mapa de ese estatus espectral —el de ser un «presente ausente»— en su libro En presencia de la ausencia.[32] Sostener la mentira de la ausencia de población autóctona, bien conocida por todos los proyectos de asentamiento colonial, requería no poco esfuerzo. La Fundación Nacional Judía plantó pinos encima de aldeas palestinas y de sistemas de terrazas agrícolas con siglos de antigüedad. Los topónimos hebreos reemplazaron a los árabes. Se arrancaron, y se siguen arrancando, olivos, algunos de ellos milenarios. Como explica el periodista Yousef Al Jamal, «los colonos israelíes siguen adelante con su incansable campaña de arranque de olivos porque ese árbol les recuerda la existencia de los palestinos».[33]

Se daban, no obstante, diferencias esenciales en esta versión doppelganger del asentamiento colonial. Una era el momento. Tras la Segunda Guerra Mundial, cobraron fuerza por todo el sur mundial movimientos anticolonialistas, con una ola tras otra de fuerzas nacionalistas que alzaban la voz para rechazar los mandatos coloniales y reclamar el derecho de autodeterminación. En los primeros años de la posguerra, en torno a lo que más tarde sería el Estado de Israel, las antiguas colonias proclamaban su independencia: los franceses se vieron obligados a renunciar definitivamente a la administración de Siria y el Líbano y a retirar sus tropas en 1946; ese mismo año, Jordania conquistó su independencia de Gran Bretaña; los egipcios se rebelaban abiertamente contra la presencia permanente de los británicos. Israel, que se convirtió en Estado en 1948, fue a la vez fruto y llamativa excepción entre aquellas fuerzas. El Gobierno de Londres revocó su mandato colonial en el contexto, más amplio, de la reducción de un Imperio que en su cénit se había extendido por todo el planeta. Aprovechando que una discreta población de judíos había vivido en Palestina de manera continuada, los sionistas catalogaron su lucha como de liberación nacional: al igual que otros pueblos oprimidos, aspiraban a un Estado propio. Claro que, desde el punto de vista de la población palestina, mucho más numerosa, y que estaba siendo expulsada de sus hogares, de sus tierras y de sus comunidades para hacer sitio a un país de nuevo cuño, Israel era lo menos parecido a un proyecto anticolonialista. Era, de hecho, lo contrario: un asentamiento de colonos en un momento en que el resto del mundo caminaba en la dirección opuesta. Y eso solo podía tener efectos incendiarios.

El asentamiento colonial de Israel se distinguía de sus predecesores en otro aspecto. Si las potencias europeas habían colonizado desde una posición de fuerza y con la justificación de una superioridad conferida por Dios, la reivindicación sionista de Palestina tras el Holocausto se basaba en lo contrario: en la victimización y la vulnerabilidad de los judíos. El argumento tácito que muchos proponían en aquella época era que los judíos se habían ganado el derecho a que se hiciera con ellos una excepción al consenso colonial: una excepción que derivaba de haber estado muy recientemente al borde de la extinción. La versión sionista de la justicia estaba diciendo a las potencias coloniales: si vosotros pudisteis establecer vuestros imperios y vuestras naciones coloniales mediante la limpieza étnica, las matanzas y el robo de tierras, decir que nosotros no podemos es discriminación. Si vosotros barristeis de vuestras tierras a sus habitantes originarios, o hicisteis eso mismo en vuestras colonias, decir que nosotros no podemos es antisemitismo. 

Doppleganger. Naomi Klein.

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El Regreso de Don Quijote

—Quiero decir que la vieja sociedad fue veraz y sincera, y quiero decir también que usted anda enredado en una maraña de mentiras, o por lo menos de falsedades —respondió Herne—. Eso no supone que la vieja sociedad llamara siempre a las cosas por su nombre real, entendámonos... Aunque entonces se hablaba al menos de déspotas y vasallos, como ahora se habla de coerciones y desigualdad. Vea usted que, así y todo, se falsea ahora más que entonces el nombre cristiano de las cosas. Todo lo defienden aludiendo a los nuevos tiempos, a las cosas diferentes. Tienen un rey, pero dicen que ese rey no puede serlo como es debido. Tienen una Cámara de los Lores y dicen que viene a ser lo mismo que la Cámara de los Comunes. Cuando quieren adular a un obrero o a un campesino lo llaman caballero, que es como tratarlo de vizconde. Y cuando quieren adular a un caballero dicen que no hace uso de su título nobiliario. Dejan a un millonario sus millones y luego lo ensalzan diciendo que es un hombre la mar de sencillo... Creen, en fin, que hay algo bueno en el oro, y no es precisamente su brillo. Excusan a los clérigos diciendo que ya no existe la clerecía, y nos aseguran enfáticamente que está bien que los clérigos jueguen al cricket como cualquiera... Tienen maestros que desprecian la doctrina de enseñar, y doctores de las cosas divinas que en realidad se mofan de todo lo divino... Todo es falso, cobarde, vergonzoso... En este tiempo cada cosa prolonga su existencia mediante la negación de que existe.

El Regreso de Don Quijote Gilbert Keith Chesterton

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Solo cantos de independencia y libertad

Solo cantos de independencia y libertad

"Jamás ha dominado en mi alma la esperanza de la gloria, ni he soñado nunca con laureles que oprimiesen mi frente. Solo cantos de independencia y libertad han balbucido mis labios, aunque alrededor hubiese sentido, desde la cuna ya, el ruido de las cadenas que debían aprisionarme para siempre, porque el patrimonio de la mujer son los grillos de la esclavitud.

Yo, sin embargo, soy libre, libre como los pájaros, como las brisas; como los árboles en el desierto y el pirata en la mar.

Libre es mi corazón, libre mi alma, y libre mi pensamiento, que se alza hasta el cielo y desciende hasta la tierra, soberbio como el Luzbel y dulce como una esperanza.

Cuando los señores de la tierra me amenazan con una mirada, o quieren marcar mi frente con una mancha de oprobio, yo me río como ellos se ríen y hago, en apariencia, mi iniquidad más grande que su iniquidad. En el fondo, no obstante, mi corazón es bueno; pero no acato los mandatos de mis iguales y creo que su hechura es igual a mi hechura, y que su carne es igual a mi carne".

Rosalía de Castro

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Depresivos

El sistema neoliberal no convierte al explotado en revolucionario, sino en depresivo.

Psicopolítica. Byung Chul Han

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A puerta cerrada. Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial

El pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania se suscribió, al fin, durante la madrugada del 24 de agosto de 1939. Se permitió la entrada de fotógrafos de ambas partes a fin de que inmortalizasen la insólita amistad que había cuajado entre ellas. Stalin pidió sólo que se cumpliera la siguiente condición: «Antes, deberían retirarse las botellas vacías; de lo contrario, pensarán que nos hemos emborrachado antes de firmar el tratado». A despecho de tal afán —jocoso, cierto es— por ocultar toda prueba de que se hubiera consumido alcohol en aquella sala, la cámara del alemán Helmut Laux retrató a Stalin y a Ribbentrop sosteniendo sendas copas de champán. El soviético insistió en que la publicación de aquella fotografía de los dos bebiendo juntos podía ofrecer una «impresión equivocada». Entonces, Laux hizo ademán de retirar la película de su máquina y entregársela; pero él le indicó con un gesto que no hacía falta que se tomara tal molestia, añadiendo que confiaba en la palabra que le había dado el germano de no emplear la imagen en cuestión. (*)

 (*) Johnnie von Herwarth, Memoirs, Collins, Londres, 1981, p. 167.

Laurence Rees, “A puerta cerrada. Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial”.

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Los héroes son aburridos

"(...) Ese es el problema de los héroes. Su única finalidad es frustrar a los demás. No trazan planes, no idean estrategias. Solo reaccionan. Sin villanos, los héroes se estancarían. Sin héroes, los villanos dirigirían el mundo. Los héroes cultivan la moral, los villanos la ética."

Kang, La Última Historia de los Vengadores, Peter David, 1995

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Por qué no vemos marcianos

Si nunca hemos entrado en contacto con extraterrestres es porque en nuestra simulación su existencia no está programada.

La anomalía. Herve Le Tellier

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Kafka en la orilla

Kafka en la orilla

 “Y solo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo profundamente que hiere. La herida es diferente en cada persona y en cada persona deja una huella distinta. Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Solo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De ese tipo de gente que T.S. Eliot llama “hombre huecos”. Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas.”

Kafka en la orilla, Haruki Murakami

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Concepto liberal

Mira nena, aquí hay una cuestión: el concepto es el concepto. Ésa es la cuestión. Por ejemplo, tú eres una mujer con estudios, y yo no objeto nada al respective porque soy liberal, y no soy de ésos que andan diciendo que sois todas más putas que las gallinas, aunque lo piense. Pero... y el concepto? eh?... eh? Aaah... Amiga! A los hechos me repito!

Pazos

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menéame