Israel frente al hombre invisible

Como en todo proyecto colonial, los colonos israelíes hubieron de cerrar deliberadamente los ojos a realidades de varios tipos. El legendario periodista de investigación estadounidense I. F. Stone apoyó la creación de una patria judía en Palestina, y hasta llegó a embarcarse en una de las naves clandestinas, llenas de supervivientes del Holocausto, que en 1946 llegaron por fin a un puerto seguro en «una Haifa de color de estuco».[29] Pero, tras la guerra de 1967, admitió: «Para los sionistas, el árabe era el hombre invisible. Desde el punto de vista psicológico, no estaban allí».[30] Lo dijo aún más claro la primera ministra Golda Meir: «Los palestinos eran una ficción […]. No existían».[31] El gran poeta palestino Mahmoud Darwish trazó el mapa de ese estatus espectral —el de ser un «presente ausente»— en su libro En presencia de la ausencia.[32] Sostener la mentira de la ausencia de población autóctona, bien conocida por todos los proyectos de asentamiento colonial, requería no poco esfuerzo. La Fundación Nacional Judía plantó pinos encima de aldeas palestinas y de sistemas de terrazas agrícolas con siglos de antigüedad. Los topónimos hebreos reemplazaron a los árabes. Se arrancaron, y se siguen arrancando, olivos, algunos de ellos milenarios. Como explica el periodista Yousef Al Jamal, «los colonos israelíes siguen adelante con su incansable campaña de arranque de olivos porque ese árbol les recuerda la existencia de los palestinos».[33]

Se daban, no obstante, diferencias esenciales en esta versión doppelganger del asentamiento colonial. Una era el momento. Tras la Segunda Guerra Mundial, cobraron fuerza por todo el sur mundial movimientos anticolonialistas, con una ola tras otra de fuerzas nacionalistas que alzaban la voz para rechazar los mandatos coloniales y reclamar el derecho de autodeterminación. En los primeros años de la posguerra, en torno a lo que más tarde sería el Estado de Israel, las antiguas colonias proclamaban su independencia: los franceses se vieron obligados a renunciar definitivamente a la administración de Siria y el Líbano y a retirar sus tropas en 1946; ese mismo año, Jordania conquistó su independencia de Gran Bretaña; los egipcios se rebelaban abiertamente contra la presencia permanente de los británicos. Israel, que se convirtió en Estado en 1948, fue a la vez fruto y llamativa excepción entre aquellas fuerzas. El Gobierno de Londres revocó su mandato colonial en el contexto, más amplio, de la reducción de un Imperio que en su cénit se había extendido por todo el planeta. Aprovechando que una discreta población de judíos había vivido en Palestina de manera continuada, los sionistas catalogaron su lucha como de liberación nacional: al igual que otros pueblos oprimidos, aspiraban a un Estado propio. Claro que, desde el punto de vista de la población palestina, mucho más numerosa, y que estaba siendo expulsada de sus hogares, de sus tierras y de sus comunidades para hacer sitio a un país de nuevo cuño, Israel era lo menos parecido a un proyecto anticolonialista. Era, de hecho, lo contrario: un asentamiento de colonos en un momento en que el resto del mundo caminaba en la dirección opuesta. Y eso solo podía tener efectos incendiarios.

El asentamiento colonial de Israel se distinguía de sus predecesores en otro aspecto. Si las potencias europeas habían colonizado desde una posición de fuerza y con la justificación de una superioridad conferida por Dios, la reivindicación sionista de Palestina tras el Holocausto se basaba en lo contrario: en la victimización y la vulnerabilidad de los judíos. El argumento tácito que muchos proponían en aquella época era que los judíos se habían ganado el derecho a que se hiciera con ellos una excepción al consenso colonial: una excepción que derivaba de haber estado muy recientemente al borde de la extinción. La versión sionista de la justicia estaba diciendo a las potencias coloniales: si vosotros pudisteis establecer vuestros imperios y vuestras naciones coloniales mediante la limpieza étnica, las matanzas y el robo de tierras, decir que nosotros no podemos es discriminación. Si vosotros barristeis de vuestras tierras a sus habitantes originarios, o hicisteis eso mismo en vuestras colonias, decir que nosotros no podemos es antisemitismo. 

Doppleganger. Naomi Klein.