- ¿Cuantos tienes ya?
- Ocho varones y dos hembras.
- No estarás contando al tabernero…
- ¿Por qué no? Yo lo maté…
- Pero no lo mataste con tus manos, le prendiste fuego a la casa y él estaba dentro. No podrá servirte…
- Siete hombres entonces.
- Y la morena estaba embarazada. Tampoco estará en el valle.
- Por el maldito Ahba ¡¿Por qué quieres encender mi ira?!. ¡Déjame en paz!
Garth calló, pero siguió zahiriendo con la sonrisa al joven Creec.
Cuando marcharan al valle infinito tras entregar la vida en combate, ya lentos y débiles por la edad, aquellos a quien dieron muerte estarían esperándoles en una gran casa de piedra para servirles durante toda la eternidad.
Y Garth sería mucho más importante que Creec ya que, aunque decía contar con ocho, no le había quitado la vista durante el combate y apenas había logrado la mitad, mientras que él ya guardaba las vidas de al menos cuarenta esclavos. Su casa sería más grande, los pastos para sus rebaños más extensos y Ahba, el buen dios del fuego y la venganza, lo visitaría a menudo.
Así estaba escrito en las viejas Piedras del Mandamiento y así lo leían los sacerdotes del ritual previo a la batalla.
Era la quinta vez que participaba en un viaje de saqueo y habían llegado más lejos que nunca, navegando durante una luna entera para llegar a la aldea que señaló Jahn el pestoso. No había mentido: Además de mucho oro, el preciado hierro y el vino, lo habitaban muchas vírgenes y campesinos jóvenes fáciles de matar.
A su vuelta, celebrarían la victoria con el vino, el oro compraría barcos más grandes y rápidos para llegar todavía más lejos y el hierro forjaría más y mejores armas para la próxima incursión.
De esto hablaban los guerreros eufóricos alrededor de la hoguera, riéndose de los lances del combate, confiados en que nadie había sobrevivido.
Nadie reparó en el muchacho que escapó de la masacre y consiguió llegar a la aldea cercana para dar la alarma. Por eso, al caer dormidos ebrios de victoria y vino, nadie quedó de guardia. Por eso sufrieron la tremenda humillación de ser muertos mientras dormían, indefensos, por una horda de campesinos armados con aperos de cultivo.
Despertó desnudo y dolorido sobre un catre, en la única sala, oscura y fría, de una pequeña cabaña de madera mal construida. Miró su cuerpo. No estaba la cicatriz que le hizo el viejo Gronak cuando era joven y le descubrió forzando a su hija. Tampoco estaba la quemadura del costado que se hizo cuando se peleó con Frehn y cayó sobre la hoguera. Ni los tatuajes que deberían haberle protegido de morir antes de conseguir diez veces diez esclavos.
Su cuerpo estaba limpio de cicatrices, el vello y la cabellera de color blanco, y la piel surcada por arrugas y manchas en lugar de símbolos y dibujos. No despertó de la muerte con el cuerpo joven y fuerte que fue atravesado por un palo afilado la noche anterior, sino con el de el anciano achacoso que nunca llegó a ser. No era así lo que había oído leer tantas veces a los druidas en las Piedras del Mandamiento.
Supo que había cruzado la montaña y estaba al otro lado de la vida, donde debería disfrutar de la gloria y honor ganado en batalla siendo servido por aquellos a quienes se llevó consigo arrebatandoles la vida.
Estaba desconcertado, había ganado el derecho de una gran casa de piedra, pero aquello era una pequeña choza de campesino. Debia tener el cuerpo fuerte y lleno de vigor de un joven, pero era el cuerpo gris de un viejo.
Al incorporarse le dolió la espalda. Al levantarse, las rodillas. Al ponerse los harapos que colgaban de una estaca en la pared, los brazos. Y salió al exterior.
Los sacerdotes hablaban de una eterna primavera, pero una fina capa de nieve cubría el valle hasta donde alcanzaba la vista. Allí, esperando frente a la puerta, estaban sus 40 esclavos, y su visión le turbó. Las piedras sagradas prometían que llegarían sanos y fuertes ellos para trabajar sus campos, hermosas y jóvenes ellas para disfrutarlas durante toda la eternidad. Sin embargo, tenían frescas las espantosas heridas por las que escaparon sus vidas. De ellas goteaba sangre sobre la nieve, un charco rojo bajo cada cuerpo.
Sus miradas recriminadoras distaban mucho de la actitud pasiva y respetuosa que se espera de un esclavo. Trató de que su voz tronara para disimular el estupor y gritó:
-“¿Que hacéis? ¡¡Al trabajo!!"
Pero su antes robusta voz era ahora como un débil mugido que no conmovió a nadie.
Un campesino se adelantó. Le recordaba perfectamente por ser la primera vida que robó, en su primera incursión con 16 años. Donde debía estar su brazo izquierdo chorreaba un muñón con tendones y jirones de carne prendidos, y tenia el rostro cruzado de tajos, pues el joven Garth había intentado superar su propio miedo desatando la cólera contra aquella cara que ahora sangraba frente a el.
Y el campesino dijo:
- Tenemos hambre. Sirvenos.
El hombre que fue Garth en vida, ante semejante atrevimiento, le habría arrancado la lengua, pero ya no era ese hombre, su cuerpo no era el mismo ni su espíritu tampoco. Ahora le sobraba miedo, le faltaba valor y le escaseaba la fuerza.
El campesino le señaló los campos que debía cultivar, las reses que debía cuidar, el río de donde debía acarrear agua, la leña que debía cortar, y ya conocía el duro camastro donde reposaría el tiempo que le fuera permitido.
Maldijo al dios Ahba y maldijo al joven Creec que debía atender las necesidades de solo cuatro cadáveres andantes.
Pero a quien más maldijo cada hora de cada día de la eternidad fue a los inútiles de los sacerdotes que tan mal leían las Piedras del Mandamiento