¿Conoce a esta mujer?

Hace unos días leí el relato de Feindesland "¿Pero la conocía o no?". Me gustó mucho, tanto, que me inspiró para versionarlo. Mi revisión en puntos es casi idéntica y en otros se aleja bien lejos. Él me ha dado permiso. Espero que os guste.

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Cuando alguien llama un domingo al portero automático y coges el telefonillo, lo primero que piensas es que algún desaprensivo ha aprovechado el festivo para repartir publicidad y hacerse unos cuartos extra a costa de la tranquilidad ajena. Pero, cuando abajo contestan que es la policía, echas de menos al repartidor. 

Y no es que tenga yo cuentas pendientes con la justicia, ni razones para temer que vengan a buscarme, pero la policía, un domingo a las nueve de la mañana, no viene a devolverte un décimo premiado que has perdido por la calle.

Pulsé dócilmente el botón y esperé a que subieran a mi piso. Eran dos agentes, uno de pelo blanco y el otro tan joven que el uniforme le sentaba como un disfraz. El más viejo me saludó, me preguntó si era Gonzalo Vega Esquivel, y cuando asentí me alargó sin más una fotografía. Era una mujer muerta, con el rostro tumefacto y desfigurado.

— ¿La conoce? —me preguntó tras unos segundos, observando fijamente mi reacción.

— No. Creo que no —respondí devolviéndole la foto.

— Llevaba su nombre —explicó el más joven.

Yo me encogí de hombros. 

— Comprendan que así, en una fotografía como esa... —traté de justificarme, mientras repasaba mis actos mentalmente. ¿Qué podría haber hecho?

El del pelo blanco parecía esperar la negativa, pues apenas me dejó tiempo para buscar alguna coincidencia.

— Tenemos que pedirle que nos acompañe al depósito, por si pudiera identificar a la difunta.

Normalmente no hago planes para los domingos y dejo a la casualidad, al impulso o a la llamada de un amigo la decisión última sobre a dónde ir o qué hacer. Ese sistema de permitir a lo inesperado operar por su cuenta me había funcionado durante muchos años, pero aquel día hubiera preferido la rutina de un domingo lluvioso de invierno.

— No nos llevará mucho tiempo —trató de animarme.

— Antes de las once estará usted de vuelta —reforzó el joven.

No era cuestión de hacerse de rogar: había que ir y punto. Así que comprobé con tres palmetazos por mi cuerpo que llevaba las llaves, la cartera y las gafas, y bajé en el ascensor con los dos agentes.

Me subí al coche patrulla con una sensación extraña, como si me llevasen detenido por algún delito que no podía imaginar, igual que Joseph K, el del proceso de Kafka. Los dos policías no hablaban entre sí y el silencio acentuaba mi aprensión. Acabé preguntando qué le había pasado a la mujer.

— Apareció muerta en una boca de metro, en Cruz del Rayo —explicó el más joven—. Le dieron una paliza y luego la apuñalaron con un cuchillo o alguna otra arma blanca.

Entonces, de pronto, caí en la cuenta de que si la mujer llevaba encima mi nombre y mi dirección, bien podrían considerarme sospechoso

— Oigan, ¿no pensarán que he sido yo? —pregunté alarmado.

El del pelo blanco sonrió para rebajar la tensión.

— Puede estar tranquilo. De vez en cuando aparece alguna así. Son ajustes de cuentas. Rencores. Clientes borrachos. El mundo de la prostitución barata. Ya me entiende...

No entendía en absoluto, pero asentí de todos modos.

— ¿Y no saben nada de ella? —pregunté, intentando encontrar algún nexo.

— La llamaban Camila, pero era un nombre de guerra. Nadie sabe cómo se llamaba en realidad, ni de dónde era, ni nada. Cuando tenía dinero dormía en una pensión por Tirso de Molina, y cuando no, en la calle.

— Vaya panorama —lamenté yo con un suspiro.

— Para nosotros es lo habitual —remachó el policía terminando la conversación.

Después de abandonar la parte más complicada de la ciudad conseguimos por fin acelerar. Los domingos por la mañana hay menos tráfico en Madrid que de costumbre, pero tardamos más de media hora hasta el Instituto Anatómico Forense. El trayecto, aún así, no se dio mal: viajar en un coche patrulla no agiliza el tráfico ni te libra de los semáforos, pero al menos no te pita ni Dios.

Bajé del coche y seguí a los dos policías, que fueron abriéndose camino en el edificio, con la destreza de la costumbre, por unos pasillos siniestros a pesar de la claridad de sus ventanales. 

De la sala donde tenían a la mujer sólo recuerdo las luces de fluorescente, los brillos metálicos y el olor a alcohol y desinfectantes. La muerta estaba tapada con una sábana blanca y cuando estuve lo bastante cerca, un operario con bata verde descubrió su rostro.

—¿La conocía? —preguntó el policía del pelo blanco, calcando el tono que empleó al enseñarme la fotografía.

Traté otra vez de hacer coincidir sus rasgos, intuyéndolos bajo la hinchazón, con un catálogo difuso de amigos, conocidos, clientes y familiares lejanos. No era capaz de encajarlos en ningún patrón. ¿Quién podía ser? ¿Le di dinero? ¿Por qué guardaba mi nombre? Después del interés anatómico inicial, el conjunto perdió consistencia y se fueron imponiendo las heridas, los moratones y el labio levantado, que mostraba los dientes desiguales y las encías enrojecidas. Me vino una náusea.

El policía más joven debía compartir mi sensación, porque se mantuvo prudentemente al margen, mirando al cadáver sólo con vistazos fugaces. 

Dí un paso atrás.

— Me suena su cara.

El joven aprovechó para concentrarse en su pequeña libreta, deseando que le dijera algo que poder apuntar y así ignorar el cuerpo.

Mi cara se ensombreció a la vez que una sospecha apareció en mi mente.

— ¿Puedo verle el tobillo?

— ¿Cuál de los dos?

— No me acuerdo, los dos.

El operario de la bata verde descubrió la sábana hasta las rodillas. No hizo falta que me acercase. Tenía una cicatriz en forma de media luna en el tobillo derecho. 

Entonces recordé ese día de golpe.

Ella había venido a buscarme, era por la tarde, a la finca. Mi padre tenía varios perros, uno de ellos un San Bernardo, enorme, blanco, juguetón. Se lanzó a saludarla. Apenas la conocía, pero le caía bien. Y ella, como loca, se puso a jugar con él. El momento me pareció adorable hasta que caímos en que tenía media pernera empapada en sangre. ¡Ni se había dado cuenta! Debió clavarse un rastrillo o qué sé yo. No se enfadó, ni se puso nerviosa, solo pidió whisky entre risas antes de visitar al vecino, que era veterinario. No sé a quién enamoró más, si a mí o a mi padre.

Era ella. 

Hacía treinta años que no la veía y por lo menos veinticinco desde que dejé de preguntar por ella cuando me encontraba con algún conocido común. Me dijo que no y habló de marcharse al extranjero, a ver el mundo. Se ve que lo cumplió y ahí le perdí la pista.

Pero era ella. Seguro.

En Toledo nos vimos un par de veranos. Casi a diario por un tiempo, cuando logré mudarme a Madrid. Un café nos duraba tres horas y luego salíamos de fiesta toda la noche, sin un duro. 

Hubo algo. No, hubo mucho entre nosotros. Café y aventuras. Besos y gritos. Y algo que a mis veinte años creí que duraría siempre.

— ¿La conocía? —preguntó una vez más el policía canoso.

¿La conocía? Tardé un instante en recordar su nombre. Se llamaba Tere. Teresa Melero Monzón. Sí, eso es: Monzón. Bromeábamos por la casualidad del apellido. Le encajaba como un segundo nombre, ese que te dan cuando ya te conocen bien. A la India. Quería ir a la India para sentir en la piel el monzón, caliente y explosivo. Un aguacero infinito que dura unos instantes. Pero lo llena todo de vida.

Sentí otra náusea, esta vez mayor. Tuve que llevarme la mano a la boca para contenerla. Pero no era de asco. Era de mis entrañas, que se removían por el golpe, profundo e inesperado. No era solo su muerte. Era todo lo que habría vivido hasta llegar a ella. 

— ¿La conocía usted? —repitió el policía.

Tomé una profunda bocanada de aire, con los ojos cerrados, y la expulsé lentamente.

— Se llamaba Teresa Melero Monzón — dije sin dirigirme a nadie en concreto—. Le pedí matrimonio hace treinta y dos años.

El hombre de la bata verde volvió a colocar la sábana sobre el cuerpo de Tere. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta, buscó la etiqueta en blanco atada al tobillo izquierdo y escribió el nombre con letra inclinada.

— ¿Sabe qué edad tenía? —me preguntó.

— Cumpliría cincuenta y tres en abril.

Cincuenta y dos, escribió.

Luego siguió preguntando algunos datos para facilitar el papeleo posterior. Respondí a lo que sabía, pero ya todo se había convertido en una vorágine de sentimientos y confusión de la que apenas recuerdo nada. El policía del pelo blanco me dio las gracias y me preguntó si quería que me llevaran de nuevo a casa. Preferí tomar el fresco y volví al ruido de la calle. Cuando iban a despedirse, el mismo policía me mostró un papel doblado, empapado en sangre seca, oscura. Era una carta. 

— Se la escribió a usted, pero no la llegó a enviar. Su nombre es legible, por suerte —añadió con sonrisa de circunstancia—. Imagino que querrá quedársela. 

Asentí. Me la entregó y se marcharon.

He intentado descifrar la carta, pero es inútil. Su sangre lo tapa todo, salvo mi nombre y tres únicas palabras: ojalá te hubiera. 

— Sí, Tere, —me digo antes de guardar para siempre la carta en el fondo de un cajón-, ojalá me hubieras…

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Kudos a Feindesland.