Desde que soy director del Museo de Arte Contemporáneo, no puedo evitar la tentación de enfrentar siempre a mis conocidos a la más descarada pieza: Pixel, un punto solitario en un vasto lienzo blanco. A su lado, un díptico expone una diatriba pretenciosa, delirante e intrascendente sobre su «profundo» significado. Me regodeo indicando su obsceno precio de mercado, invitándoles a dar su sincera opinión. Nadie se aventura a denunciar que el emperador está desnudo.
Julia, en cambio, lo vio claro. Era una técnica habitual entre los millonarios para inflar artificialmente el valor de una obra, en connivencia con marchantes y críticos. Una vez madura la estafa, se donaba a una galería amiga y se obtenía una desgravación fiscal de hasta el 50% de su supuesto y disparatado valor.
—La elusión fiscal, en efecto, es todo un arte —concluyó.
Sonreí en silencio. Punto para ella.