Madrid, marzo de 2020. Había tosido dos veces esa mañana. Dos toses secas, casi tímidas, pero suficientes para que su pecho se encogiera de miedo. Porque toser significaba que vendrían. Y si venían, lo llevarían abajo. Al sótano. A la habitación de aislamiento definitivo, donde los ancianos entraban y nunca volvían a subir.