A finales del siglo XIX, con el bello facial como símbolo de masculinidad y madurez, los señoritos de buenas familias se encapricharon en marcar la diferencia entre ellos y los camareros exigiéndoles a estos que se afeitaran sus bigotes. Cuando los restaurantes se plegaron ante sus sugerencias, los camareros se unieron para dar una sonora negativa. Lo que podría haber quedado en una anécdota, inició el debate sobre la libertad de los camareros de llevar bigote. La posesión de bigote no era solo un tema de masculinidad, sino también de clases.
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