La odisea de Otokichi por los mares de Dios tiene poco que envidiar a la del mismísimo Ulises. Corría el año 1832 y las draconianas leyes del shogunato Tokugawa dictaban que ningún súbdito japonés podía entrar ni salir del país, so pena de muerte. Todo contacto con el exterior estaba estrictamente limitado a intercambios esporádicos en el puerto de Nagasaki con mercantes holandeses y chinos, recibir alguna embajada coreana de ciento en viento, y poco más. Para los japoneses de la época, el mundo más allá de sus islas simplemente no existía.
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