«Nos regíamos por un código de honor. Éramos tipos en los que se podía confiar. Una vez te aceptaban y te conocían, pasaban a ser como una familia para ti, una extensión de tu hogar. Podía ir a cualquier parte de California sabiendo que tendría un sofá en el que pasar la noche o un taller en el que arreglar la moto. Era como una fiesta perpetua, y no hablo de estar borracho a todas horas. Estábamos en plena transición de los sesenta a los setenta. Y ahí estábamos nosotros, un grupo de personas con sus propias normas basadas en el honor, el resp
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