Hace 7 años | Por pablicius a thejakartapost.com
Publicado hace 7 años por pablicius a thejakartapost.com

"en Asia todavía permanece mucho del racismo que divide incluso a gente de la misma raza. La vida de Christine, que se extiende durante la mayor parte del siglo XX, ejemplifica el extraño equilibrio entre supervivencia e instintos discriminatorios entre gente que son a su vez oprimidos". Traducción completa en comentario 1 de este artículo sobre una indonesia de origen chino que encontró su libertad personal en Hong Kong.

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“Cásate con alguien de tu gente” me decía mi madre. Para Christine Go, el problema era decidir quien era “su gente”. Como “china extranjera” nacida antes de la segunda guerra mundial en la Indonesia administrada por Holanda, sus opciones eran pocas. Y como adolescente educada e independiente, que comerciaba con vacas en los mercados de pueblo de Java, no se encontraba con mucha gente a la que pudiese llamar “su gente”.

Christine fue la compañera solterona de mi tía Caroline durante toda su vida. Vivían juntas en Hong Kong, y discutían como un matrimonio hasta que mi tía murió en 1993. Entonces Christine volvió a Indonesia. Su idioma común se convirtió en una especie de indonesio-inglés. El dialecto chino que ambas hablaban con cierta fluidez era el cantonés, aunque su acento era claramente no nativo. Como wah kiu en Hong Kong, que es como la gente local llama a los “extranjeros” del sudeste asiático, eran casi una raza aparte, y vivían una vida muy diferente a la de los chinos locales, que suponen el 98% de la población de la ciudad.

En nuestra era “global”, “canadiense” puede ser igual que “chino”, como nacionalidad si no como etnia, y como cultura si no como ascendencia. Aun así, en Asia todavía permanece mucho del racismo que divide incluso a gente de la misma raza. La vida de Christine, que se extiende durante la mayor parte del siglo XX, ejemplifica el extraño equilibrio entre supervivencia e instintos discriminatorios entre gente que son a su vez oprimidos.

En la Indonesia colonial, los chinos con frecuencia eran intermediarios entre los nativos indonesios y los holandeses, particularmente en el comercio y en el gobierno local. “Los chinos” decía ella, “creían que eran mejores que los holandeses. Aunque en la otra mitad de su cerebro querían ser holandeses. Mientras tanto, los indonesios nos llamaban belanda-belandaan, lo que significa que los chinos pretendíamos que éramos holandeses”.

La familia Go vivía en Purworejo, un pueblo de Java central, donde tenían una lechería y matadero. Esto les daba status y dinero. Los clientes holandeses compraban mucho queso y leche; durante la ocupación japonesa su negocio no resultó dañado porque suministraban carne a las tropas japonesas.

“Los chinos son difíciles,” decía su padre cuando le enseñaba a Christine a hacer negocios con vacas. “Le dan mil vueltas a las cosas y se les ocurren cosas que a ti nunca se te ocurren. Cómprale a indonesios. Conseguirás un trato mejor.”

Años más tarde, como intérprete en el consulado indonesio en Hong Kong en las décadas de 1960 1970, Christine se encontró con otras clasificaciones. Cuando se procesaban las solicitudes de visado, el personal las clasificaba por colores: azul para los europeos (en realidad, para todos los caucásicos), amarillo significaba chino, y el rojo se reservaba para chinos comunistas.

La enviaron a una escuela católica holandesa, la opción favorita de las élites chinas. Como resultado, Christine hablaba holandés, inglés, alemán, francés e indonesio, pero era analfabeta en chino (lo entendía, pero no hablaba hokkienese, el dialecto de muchos de los wah kiu en el sur de Asia).

“Los católicos eran más progresistas en la educación” decía, “pero no apoyaban los matrimonios mixtos. Ninguna de las chicas chinas u holandesas se quería casar con un indonesio.”

Y todavía vio más cosas.

“Los chicos tenían nombres chinos completos, pero las chicas eran solamente las hijas de Go’. No quería un matrimonio concertado. Quería ser la hija que mantuviese el apellido de su padre.” Christine nunca lamentó la decisión de no entrar en “mercado del matrimonio”, como le llamaba. Quizás se acordaba demasiado bien de los tratos con vacas. En sus momentos más reflexivos, de todas formas, recuerda que era la única hija con un aspecto “no chino” en la familia. “Soy oscura y fea, tengo la nariz chata.” Tuvo pretendientes de todas formas, pero sabía que era por el dinero de su padre.

Lo más notable de Christine era su falta de autocomplacencia. Quizás era porque vivía en Asia, donde las divisiones y las discriminaciones son toleradas, e incluso fomentadas. Tras la segunda guerra mundial, se fue a Hong Kong con mi tía, y usó su habilidad con los idiomas para desarrollar una carrera en la administración del consulado indonesio, del que renunció a jubilarse hasta que la obligaron, casi con ochenta años.

Christine había hecho de maestra en nuestra casa familiar en Tjilatjap (Cilacap), un pueblo cercano al suyo, donde enseñaba a mis otras tías. Caroline fue de interna a una escuela en Singapur, y se encontraban cuando volvía a casa de vacaciones.

“Me gustó Caroline desde el principio. Ninguna de las dos éramos muy guapas, así que estábamos bien juntas. Cuando nos conocimos, dije, a esta la puedo soportar.” Se ríe y recuerda a su amiga más joven. “Caroline no quería quedarse en Tjilatjap. Decía que era demasiado anticuado y la gente no podía estudiar tanto como en Hong Kong. Me pareció difícil decidir al principio si irme con ella o no, pero me confié en ella, y me dije, si ella puede, ¿por qué yo no? Así que me fui.”

En Hong Kong le pusieron otro apodo, jaap jung, que significa raza mezclada, un apelativo peyorativo usado por los chinos locales para los euroasiáticos. “Siempre fui una extranjera allí” decía, a pesar de haber vivido cuarenta años. “Pero me alegro de haber ido.”

Como niña en Hong Kong, me encantaba tener a Christine como familia. Me contaba historias de una chica llamada “Calcentines-negros-zapatos-blancos.”

“¿Por qué se ponía eso?” pregunté.

“Porque quería. Escucha, las niñas se subían a los árboles, corrían, jugaban con los chicos e incluso les mandaban, cuando los padres no miraban. Hasta nadaba con la regla, aunque le decían que no lo hiciera. Hacía lo que quería, hasta fumar cigarrillos”. Aquí tomaba una bocanada de Kent, la marca que fumó desde que la conocí hasta que tuvo setenta años, cuando el médico le hizo dejarlo. “De todas formas, cuando Calcetines-negros-zapatos-blancos hacía algo malo, nunca la pillaban. Contaba esta parte con aire de gran satisfacción. “¿Nunca?”. Esta idea me impresionó a mis seis años. “Nunca,” declaraba Christine. No fue hasta que fui mayor que me di cuenta de que habla casi completamente de sí misma. Lo único inventado era lo del calzado.

Hong Kong fue el sitio que Christine eligió para hacer lo que quería. Ser china o indonesia era irrelevante; lo que contaba era que ella y mi tía vivieron una vida larga y feliz sin interferencias. Las dos tenían trabajo, podían viajar, ver cosas “nuevas y excitantes”, un mundo mayor del que habrían tenido al alcance si no se hubiesen ido de casa. Era el camino de los antepasados, que llegaron desde China muchas generaciones antes hasta las costas de Indonesia. Incluso el secreto familiar era ya irrelevante: un bisabuelo tenía una segunda esposa, o amante, una euroasíatica con la que tuvo varios retoños mestizos. Esta rama marginal se exilió en Holanda, aunque su existencia le fue silenciada durante su niñez.

Le atribuye su independencia a su madre.

“Creo que era su favorita” dice, “porque era la única chica con algo que decir.” Su madre era una familia pobre con dificultades en su negocio lácteo. Christine aprendió que su deseo de independencia se lograría solo con trabajo duro. Cuando le contó a sus padre, el argumento decisivo fue “en Hong Kong puedo ganar más”. Aparte de eso, el futuro de Christine en Indonesia se limitaba a ser maestra. A pesar de su capacidad en el comercio de vacas, los que heredarían el negocio serían sus hermanos.

Los múltiples significados de “chino” en la vida de Christine reflejan su experiencia en la evolución histórica de Asia. Irónicamente, fue en la británica Hong Kong, la colonia que no se llegó a independizar durante su vida, donde Christine se sintió más libre. “Soy indonesia, no china” solía decirse a sí misma. “Bueno, eso es lo que dicen los de aquí”. Y reía, porque su época en Hong Kong no fue condicionada por los prejuicios de nadie.

En un giro del destino, la niña que no se quería casa para mantener el nombre de su padre fue forzada a adoptar uno indonesio en 1968, como resultado de la ola anticomunista que afectó a los indonesios de ascendencia china. De todas formas, ella nunca lo usa, salvo en cuestiones oficiales. Ella era Christine Go, la hija de Go Wai Tik, el hombre que le enseñó a sacar beneficio en el comercio de vacas.

En 2001, el año que una cronología precisa establece como el verdadero milenio, Christine Go cumplió noventa. No le quedaba mucha vida corporal por delante, y la mental se iba deslizando lentamente en la zona anciana, aunque tenía una conversación notablemente lúcida. Le pregunté por la libertad de elección y el significado de la opinión mayoritaria, ya que su vida me parece un ejemplo de elección, y de negativa a ceder a las convenciones que lleva a una cierta plenitud.

“Solo importan tus propias decisiones y opiniones,” dijo, “dependiendo del entorno y las circunstancias. No puedes cambiar el entorno. Sé que mi decisión de no casarme fue correcta. Tienes que mirar por ti misma. La única cosa es que no hace falta estar en contra de nadie.”

“Mírame, tengo esta fea piel marrón. Pero, ¿Quién dice que el marrón es malo? O las monjas que me bautizaron de joven. No pude elegir. ¿Tenían razón o no? No lo sé. Ni siquiera sé cual es la diferencia entre tener razón y no tenerla.

“Los holandeses tienen un dicho que dice ‘in de stade haven,’ que significa ‘que llegues a buen puerto’ o sea, que las cosas pueden salir bien. No puedes cambiar las cosas que te pasan, ni las opiniones de quienes te rodean. Lo único que sé es que puedo elegir. He hecho lo que me gusta.”

Palabras de lucha, mientras se aceptan los caprichos del destino, de parte de esta vida “china”.