
En esta duodécima edición del concurso de divulgación Ciencia Jot Down han resultado ganadores y finalistas los siguientes trabajos en las modalidades de ensayo, narrativa, fotografía e ilustración:
Ensayo
El texto ganador ha sido El ánodo del mundo de Jose Antonio Bustelo.
El texto finalista ha sido:
De venenos y neutrones de Isabel del Río.
Narrativa
El texto ganador ha sido El código W de Alicia Giner.
El texto finalista ha sido:
El mal geólogo de Francisco Javier Tapiador.
Ilustración
La ilustración ganadora ha sido Elemento 74 de Amanda Salas.
La ilustración finalista ha sido:
Dependencia de Maddi Astigarraga
Fotografía
Se ha declarado desierto el premio de fotografía.
Los ganadores recibirán un premio de 1.000€ y los finalistas recibirán una suscripción anual a Jot Down y a Mercurio así como un lote de libros.
De los trabajos finalistas: los ensayos y fotografías se publicarán en la web y/o la revista impresa Jot Down, los relatos en la web y/o la revista impresa Mercurio y la ilustración en la web y/o la revista impresa Jot Down Kids según sus características y se pagarán conforme a nuestras tarifas, tras la autorización de los autores.
El concurso Jot Down y el evento asociado es posible gracias al patrocinio y colaboración del Donostia International Physics Center (DIPC), el Laboratorio Subterráneo de Canfranc (LSC), el Museo Laboratorium de Bergara, Menéame y la Universidad de Sevilla.
El pueblo ha perdido la confianza del gobierno, lo más sencillo es que el gobierno disuelva al pueblo y elija uno nuevo.
Bertolt Brecht.
En realidad, toda la izquierda y toda la derecha “respetables” comparten hoy la desconfianza instintiva ante el pueblo. El pueblo les ha defraudado. Demasiados referéndums fallidos (Dinamarca 1992, Francia 2005, Holanda 2005, Irlanda 2008, Holanda 2016, brexit 2016), demasiados gobiernos populistas por aquí y por allá, demasiadas sorpresas. La democracia está claramente sobrevalorada. Un circo donde crecen los enanos. Y Hitler llegó al poder tras unas elecciones, ¿no?...
“La gran paradoja de nuestras democracias modernas –escribe Jean-Claude Michéa– es que el pueblo ya no es considerado como la solución, sino como el problema. Que el término “populismo” –antes indisociable de las tradiciones revolucionarias más estimables– se haya convertido, desde hace más de treinta años, en la forma de designar el supremo crimen de pensamiento, dice mucho sobre la magnitud de la transformación ideológica en que vivimos” . Para la gobernanza ilustrada que nos dirige, ni el pueblo, ni las elecciones ni la democracia parecen ya fiables. ¿Qué hacer?
Adriano Erriguel
Hace unos días leí el relato de Feindesland "¿Pero la conocía o no?". Me gustó mucho, tanto, que me inspiró para versionarlo. Mi revisión en puntos es casi idéntica y en otros se aleja bien lejos. Él me ha dado permiso. Espero que os guste.
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Cuando alguien llama un domingo al portero automático y coges el telefonillo, lo primero que piensas es que algún desaprensivo ha aprovechado el festivo para repartir publicidad y hacerse unos cuartos extra a costa de la tranquilidad ajena. Pero, cuando abajo contestan que es la policía, echas de menos al repartidor.
Y no es que tenga yo cuentas pendientes con la justicia, ni razones para temer que vengan a buscarme, pero la policía, un domingo a las nueve de la mañana, no viene a devolverte un décimo premiado que has perdido por la calle.
Pulsé dócilmente el botón y esperé a que subieran a mi piso. Eran dos agentes, uno de pelo blanco y el otro tan joven que el uniforme le sentaba como un disfraz. El más viejo me saludó, me preguntó si era Gonzalo Vega Esquivel, y cuando asentí me alargó sin más una fotografía. Era una mujer muerta, con el rostro tumefacto y desfigurado.
— ¿La conoce? —me preguntó tras unos segundos, observando fijamente mi reacción.
— No. Creo que no —respondí devolviéndole la foto.
— Llevaba su nombre —explicó el más joven.
Yo me encogí de hombros.
— Comprendan que así, en una fotografía como esa... —traté de justificarme, mientras repasaba mis actos mentalmente. ¿Qué podría haber hecho?
El del pelo blanco parecía esperar la negativa, pues apenas me dejó tiempo para buscar alguna coincidencia.
— Tenemos que pedirle que nos acompañe al depósito, por si pudiera identificar a la difunta.
Normalmente no hago planes para los domingos y dejo a la casualidad, al impulso o a la llamada de un amigo la decisión última sobre a dónde ir o qué hacer. Ese sistema de permitir a lo inesperado operar por su cuenta me había funcionado durante muchos años, pero aquel día hubiera preferido la rutina de un domingo lluvioso de invierno.
— No nos llevará mucho tiempo —trató de animarme.
— Antes de las once estará usted de vuelta —reforzó el joven.
No era cuestión de hacerse de rogar: había que ir y punto. Así que comprobé con tres palmetazos por mi cuerpo que llevaba las llaves, la cartera y las gafas, y bajé en el ascensor con los dos agentes.
Me subí al coche patrulla con una sensación extraña, como si me llevasen detenido por algún delito que no podía imaginar, igual que Joseph K, el del proceso de Kafka. Los dos policías no hablaban entre sí y el silencio acentuaba mi aprensión. Acabé preguntando qué le había pasado a la mujer.
— Apareció muerta en una boca de metro, en Cruz del Rayo —explicó el más joven—. Le dieron una paliza y luego la apuñalaron con un cuchillo o alguna otra arma blanca.
Entonces, de pronto, caí en la cuenta de que si la mujer llevaba encima mi nombre y mi dirección, bien podrían considerarme sospechoso
— Oigan, ¿no pensarán que he sido yo? —pregunté alarmado.
El del pelo blanco sonrió para rebajar la tensión.
— Puede estar tranquilo. De vez en cuando aparece alguna así. Son ajustes de cuentas. Rencores. Clientes borrachos. El mundo de la prostitución barata. Ya me entiende...
No entendía en absoluto, pero asentí de todos modos.
— ¿Y no saben nada de ella? —pregunté, intentando encontrar algún nexo.
— La llamaban Camila, pero era un nombre de guerra. Nadie sabe cómo se llamaba en realidad, ni de dónde era, ni nada. Cuando tenía dinero dormía en una pensión por Tirso de Molina, y cuando no, en la calle.
— Vaya panorama —lamenté yo con un suspiro.
— Para nosotros es lo habitual —remachó el policía terminando la conversación.
Después de abandonar la parte más complicada de la ciudad conseguimos por fin acelerar. Los domingos por la mañana hay menos tráfico en Madrid que de costumbre, pero tardamos más de media hora hasta el Instituto Anatómico Forense. El trayecto, aún así, no se dio mal: viajar en un coche patrulla no agiliza el tráfico ni te libra de los semáforos, pero al menos no te pita ni Dios.
Bajé del coche y seguí a los dos policías, que fueron abriéndose camino en el edificio, con la destreza de la costumbre, por unos pasillos siniestros a pesar de la claridad de sus ventanales.
De la sala donde tenían a la mujer sólo recuerdo las luces de fluorescente, los brillos metálicos y el olor a alcohol y desinfectantes. La muerta estaba tapada con una sábana blanca y cuando estuve lo bastante cerca, un operario con bata verde descubrió su rostro.
—¿La conocía? —preguntó el policía del pelo blanco, calcando el tono que empleó al enseñarme la fotografía.
Traté otra vez de hacer coincidir sus rasgos, intuyéndolos bajo la hinchazón, con un catálogo difuso de amigos, conocidos, clientes y familiares lejanos. No era capaz de encajarlos en ningún patrón. ¿Quién podía ser? ¿Le di dinero? ¿Por qué guardaba mi nombre? Después del interés anatómico inicial, el conjunto perdió consistencia y se fueron imponiendo las heridas, los moratones y el labio levantado, que mostraba los dientes desiguales y las encías enrojecidas. Me vino una náusea.
El policía más joven debía compartir mi sensación, porque se mantuvo prudentemente al margen, mirando al cadáver sólo con vistazos fugaces.
Dí un paso atrás.
— Me suena su cara.
El joven aprovechó para concentrarse en su pequeña libreta, deseando que le dijera algo que poder apuntar y así ignorar el cuerpo.
Mi cara se ensombreció a la vez que una sospecha apareció en mi mente.
— ¿Puedo verle el tobillo?
— ¿Cuál de los dos?
— No me acuerdo, los dos.
El operario de la bata verde descubrió la sábana hasta las rodillas. No hizo falta que me acercase. Tenía una cicatriz en forma de media luna en el tobillo derecho.
Entonces recordé ese día de golpe.
Ella había venido a buscarme, era por la tarde, a la finca. Mi padre tenía varios perros, uno de ellos un San Bernardo, enorme, blanco, juguetón. Se lanzó a saludarla. Apenas la conocía, pero le caía bien. Y ella, como loca, se puso a jugar con él. El momento me pareció adorable hasta que caímos en que tenía media pernera empapada en sangre. ¡Ni se había dado cuenta! Debió clavarse un rastrillo o qué sé yo. No se enfadó, ni se puso nerviosa, solo pidió whisky entre risas antes de visitar al vecino, que era veterinario. No sé a quién enamoró más, si a mí o a mi padre.
Era ella.
Hacía treinta años que no la veía y por lo menos veinticinco desde que dejé de preguntar por sus andanzas cuando me topaba con algún conocido común. Me dijo que no y habló de marcharse al extranjero, a ver el mundo. Se ve que lo cumplió y ahí le perdí la pista.
Pero era ella. Seguro.
En Toledo nos vimos un par de veranos. Casi a diario por un tiempo, cuando logré mudarme a Madrid. Un café nos duraba tres horas y luego salíamos de fiesta toda la noche, sin un duro.
Hubo algo. No, hubo mucho entre nosotros. Café y aventuras. Besos y gritos. Y algo que a mis veinte años creí que duraría siempre.
— ¿La conocía? —preguntó una vez más el policía canoso.
¿La conocía? Tardé un instante en recordar su nombre. Se llamaba Tere. Teresa Melero Monzón. Sí, eso es: Monzón. Bromeábamos por la casualidad del apellido. Le encajaba como un segundo nombre, ese que te dan cuando ya te conocen bien. A la India. Quería ir a la India para sentir en la piel el monzón, caliente y explosivo. Un aguacero infinito que dura unos instantes. Pero lo llena todo de vida.
Sentí otra náusea, esta vez mayor. Tuve que llevarme la mano a la boca para contenerla. Pero no era de asco. Era de mis entrañas, que se removían por el golpe, profundo e inesperado. No era solo su muerte. Era todo lo que habría vivido hasta llegar a ella.
— ¿La conocía usted? —repitió el policía.
Tomé una profunda bocanada de aire, con los ojos cerrados, y lo expulsé lentamente.
— Se llamaba Teresa Melero Monzón — dije sin dirigirme a nadie en concreto—. Le pedí matrimonio hace treinta y dos años.
El hombre de la bata verde volvió a colocar la sábana sobre el cuerpo de Tere. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta, buscó la etiqueta en blanco atada al tobillo izquierdo y escribió el nombre con letra inclinada.
— ¿Sabe qué edad tenía? —me preguntó.
— Cumpliría cincuenta y tres en abril.
Cincuenta y dos, escribió.
Luego siguió preguntando algunos datos para facilitar el papeleo posterior. Respondí a lo que sabía, pero ya todo se había convertido en una vorágine de sentimientos y confusión de la que apenas recuerdo nada. El policía del pelo blanco me dio las gracias y me preguntó si quería que me llevaran de nuevo a casa. Preferí tomar el fresco y volví al ruido de la calle. Cuando iban a despedirse, el mismo policía me mostró un papel doblado, empapado en sangre seca, oscura. Era una carta.
— Se la escribió a usted, pero no la llegó a enviar. Su nombre es legible, por suerte —añadió con sonrisa de circunstancia—. Imagino que querrá quedársela.
Asentí. Me la entregó y se marcharon.
He intentado descifrar la carta, pero es inútil. Su sangre lo tapa todo, salvo mi nombre y tres únicas palabras: ojalá te hubiera.
— Sí, Tere, —me digo antes de guardar para siempre la carta en el fondo de un cajón-, ojalá me hubieras…
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Kudos a Feindesland.
Creo que es necesario llegar más allá de lo que dijo Wilbur Scott en sus principios de crítica literaria. Creo, por ejemplo, que 1984 es un libro de ficción, pero contiene más verdad que muchas enciclopedias. Del mismo modo, los Protocolos de los Sabios de Sión son una falsificación burda y miserable, ficción de mala calidad, pero visto lo visto en los últimos tiempos, parece que al mismo tiempo es totalmente verdadera.
La ficción puede ser un modo de contar la verdad. El más potente, quizás.
Alfred Toohey.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la ventana y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja eran la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fuera un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie. Oh, el poder sobre sus víctimas. Menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillarle, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podrías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo lo que las películas quieren vender, donde siempre se pilla al culpable. Claro.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia mental de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la ventana y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica, pero todas tienen sangre roja.
menéame