No tengo amigos; todo el mundo me odia, incluso mi madre.
Sin embargo, les comprendo. Yo también me odio.
No puedo controlar los ataques, de verdad que lo intento.
Siento un extraño alivio cuando los insultos brotan de mi boca, como la sangre fluyendo de una herida abierta.
Los espasmos musculares crean posturas imposibles, inhumanas, que deforman y retuercen mi cuello a punto de quebrar.
Aún recuerdo la primera vez que me ocurrió en clase. Mis compañeros me observaron aterrados, en silencio, al verme poseído, emitiendo gruñidos como los de un animal acorralado.
Confieso que he fingido convulsiones para asustar a mis profesores. Después de algunos años, he llegado a disfrutar de su mirada asustadiza y su incapacidad de reacción.
He aprendido a vivir con el síndrome de Gilles de la Tourette. Sé que nunca habrá cura.