Lo vio jugar en el suelo, rodeado de coches y monstruos invisibles. Su hijo. Con calcetines desparejados, rodillas amoratadas y el alma intacta.
Desde el sofá, lo observaba en silencio. El niño caía al suelo dramáticamente, se levantaba riendo, gritaba explosiones. Todo en él era ahora.
Y entonces, se sintió viejo.
No por la edad, sino por la distancia entre ese juego y su memoria.
Pensó en quien era antes. En cuando salía sin rumbo, dormía poco y soñaba mucho. Cuando amaba con rabia y lloraba sin vergüenza.
Cuando tenía hambre de vida.
Ahora tenía responsabilidades. Era predecible.
Y eso dolía más de lo que admitía.
Su hijo levantó la cabeza y le miró fijamente. Le brillaban los ojos, como si el mundo ardiera en ellos. Como si no conociera el miedo.
Tragó saliva.
No extrañaba la infancia, ni el tiempo.
Lo que de verdad echaba de menos…
eran esos ojos de fuego.