- ¡Ese teléfono es mío! - rugió Caín, aferrando el último modelo de un dispositivo ultrafino, capaz de proyectar hologramas en alta definición.
- No lo es, yo lo conseguí primero - dijo Abel, tranquilo, pero firme en su respuesta, intentando recuperar sin éxito lo que su hermano le había sustraído.
Caín apretó los dientes. Desde siempre, su hermano había sido el favorito, el que todo lo hacía bien. Ahora, Abel tenía ventaja: mejor señal, más seguidores, respuestas instantáneas. La envidia le ardía en todo el cuerpo.
Con un movimiento rápido, Caín lanzó el teléfono contra el suelo, rompiendo en mil fragmentos aquella pantalla brillante. Abel lo miró, sin furia, solo con decepción.
En ese momento, algo cambió. Caín no necesitó levantar una piedra ni descargar golpes. Bastó un acto de destrucción mínima para sellar su destino.
Abel tomó aire, se dio la vuelta y se marchó. Para siempre. Caín se quedó solo. Sin Abel, ni siquiera la tecnología podía salvarlo del silencio eterno.