Nada sabía Sara a sus catorce años de las celebridades de la República romana. Pero, como si fuese una certeza instintiva, descubrió, igual que Julio César, que la victoria solo surge dividiendo al enemigo. Su padre, que vivía felizmente sometido al absolutismo de su mujer, se negó a dejarla ir a la fiesta, alegando que las órdenes venían desde arriba. Sin embargo, cuando Sara sondeó el tema con su madre, comentó, con impecable convencimiento, que el padre, harto de ser ninguneado en su casa, le había dado permiso.
—¿Qué te creías, que no me iba a enterar? —increpó la madre con fiereza desmedida a su marido.
—Trini, cariño, juro que pensaba contártelo… —contestó él antes de deshacerse en un mar de llanto.
—Bueno tampoco es para ponerse así, Paco, con que no lo hagas más me conformo.
—¡Solo una vez, Trini, juro que me acosté con ella solo una vez!