Tuve que parar. Encorvé la espalda, de por sí encorvada, apoyando las manos sobre las rodillas. Cerré los ojos.
Yo había crecido en aquel valle. Aves de múltiples colores trinaban desde las altas copas de los árboles, y el agua descendía en riachuelos, saltarina y centelleante. El susurro del viento mecía las hojas, y transportaba un fresco olor a vida.
La voz del capataz restalló como un látigo a mi espalda. Abrí los ojos. Barro. Contemplé el valle, ahora un agujero inmundo, una herida en la tierra. El aire sofocante hedía a muerte. Traté de mover las piernas, hundidas hasta las rodillas en el lodo.
—¡Esos metales no se extraerán solos! ¡Tierras raras, tierras raras! —El capataz decía aquello como quien aprende una palabra nueva y trata de emplearla a toda costa. Yo ni siquiera sabía qué era eso. Solo sabía que mi familia tenía que comer; debía seguir paleando.