Relatos cortos
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La Musa Comprada

La Musa Comprada

Como había acordado por el teléfono de número oculto, allí estaba el traficante en el callejón, a las dos después de medianoche. Fijaron sus miradas y él terminó de acercarse. El tipo olía a tabaco, y llevaba una pelliza antigua, parcialmente iluminada por la farola inclinada que surgía del muro tras su espalda.

—Vamos al grano —dijo el traficante—. Te presento a las chicas.

Movimientos se intuyeron en la zona oscura de la calle. Era como si las sombras cobraran vida y comenzaran a traspasar un manto intangible. Una decena de mujeres de varias edades se mostraron, colocándose en paralelo como soldados.

Vestían ligeras, algunas con ropas más propias de una obra de teatro, y sin embargo no mostraban un ápice de frío. Estaban serias, entre disgustadas y preparadas para reaccionar. El traficante le dejó tocar una en el hombro desnudo, comprobando que poseían la misma textura que una persona.

—¿Para qué tipo de historia la necesitas? —preguntó el comerciante desde las sombras de la esquina—. Todas te sirven para el sexo, por si quieres dejarte de rodeos.

—No, no busco ni erotismo ni pornografía. Desearía una para novela negra. Investigación.

—¿Más tópica o alternativa?

—Punto medio.

—Sabía que dirías eso.

El traficante se acercó para hablar con las musas. Éstas comenzaron a desplazarse, regresando a las sombras del muro, dando la impresión que realmente desaparecían. Quedó una, observando a ambos hombres con un temor verdaderamente inspirador.

Una vez en casa, la musa se mostraba reacia a moverse del sitio. Se quedaba de pie contra una pared del comedor mientras él realizaba los quehaceres del hogar. Costó llevarla hasta allí, arrastrada a empujones hasta el coche por el vendedor y a insistencias verbales del comprador para que bajase del coche y entrara a la pequeña casa apartada de la ciudad. No hablaron durante el trayecto, a pesar de que él le preguntaba y la animaba. Le explicaba que se trataba de un trabajo sencillo: le faltaba la inspiración en esos días, arrastrando ya un mes. Ella sólo tenía que dar su toque.

Se deslizó un día entero y la musa seguía de pie en el mismo punto del comedor. Él desayunaba y la seguía animando. Ella enarbolaba el mismo rostro. Decidió darle su tiempo, ignorándola.

Una semana después, la descubrió en la cocina examinando dentro de las puertas. Tenía colocada una cacerola en la cabeza. La observó palpar los envases y las frutas. Días después la chica se movía por toda la casa, aunque de un modo como si él no existiese. De mientras, él trabajaba en la novela con insistencia. A pesar de no sentirse creativo, debía escribir a diario para no perder la costumbre. Al fin, cierto día, la musa se colocó detrás de él para observar qué escribía.

—Coloca una vía más.

—¿Cómo? —El hombre se giró. La musa llevaba casi dos horas detrás observando en silencio. La expresión había surgido en parte al descubrir cómo sonaba su voz.

—Dos vías de opción es poco desafiante para la mente. Cuatro en ocasiones demasiado. Tres es el número.

Su leve discurso sonaba propio de un científico. Decidió hacer caso y escribir que el protagonista tenía tres vías por escoger.

 En los siguientes días la musa fue mostrando su carácter variable y forma de ser con la que cualquier persona se podría identificar. Algunas noches la descubría semidesnuda en el comedor realizando una especie de performance. Él observaba en silencio, sin miedo a ser descubierto, analizando esa figura que no malgastaba su energía en ningún movimiento en vano. Un giro, otro… varias ideas brotaban en su mente, y por primera vez en mucho tiempo, se sentó a escribir de madrugada.

Dos meses después, convivían con la naturalidad propia de quienes han compartido durante años. A ella le gustaba preparar café, bebiendo un par de tazas en cada vez. A él le maravillaba verla beber, acompañando la extrañeza sobre el hecho de que jamás iba al baño.

—Báñate conmigo.

La musa lo miró y su rostro fue evolucionando al mismo de temor de cuando la conoció.

—¿He dicho algo malo? —Quedó un momento callado—. Perdona.

—Todos comienzan igual. Se empieza por ahí…

La musa se levantó del asiento y corrió hacia el pasillo. Se escuchó cerrarse la puerta de lo que intuyó que era el cuarto habilitado para ella. El escritor se quedó pensativo, decidiendo darse un baño para despejarse.

Era la madrugada y el comienzo de capítulo seguía en blanco a contraste de los ojos rojizos. Permanecía en una posición encorvada, apoyando el codo en la pierna. El título figuraba solitario siendo un “De delitos y bendiciones”. Sabía cómo tenía que enfocar, jugando con esas dos palabras como si fuesen las dos caras de la misma moneda. El investigador, con tal de atrapar a uno de los asesinos (que en juego paródico uno se trataba de un mayordomo), se proponía delinquir para comprender mejor la mente criminal. Sabía de un compañero anterior, cierta leyenda, comenzó robando y terminó atando a una prostituta en el sótano de su casa. El protagonista no pretendía llegar tan lejos, sólo comprar droga para vender parte y meterse el resto, entonces con ese colocón culpable lograr robar o asaltar a algún transeúnte…

—¿No te das cuenta de lo ridícula que resulta esa idea?

Se giró. Allí estaba ella, analítica hacia la mente de él.

—Puedes leer mi pensamiento.

—Sólo la parte creativa.

—Comienzo a entenderlo —dijo y escupió un poco de aire—. Eso es peor que poder leer el pensamiento.

El silenció los vistió.

—Todos y todas —dijo la musa—. Todos y todas —repitió asumida— termináis realizando el mismo acto. He pasado gran parte de mis días en la cama.

Él se levantó sin apartar sus ojos de los suyos. Le acarició una mejilla. Ella pensó que esta vez sería diferente, y él supo interpretar aquella impresión. La silueta de ambos se alargaba hasta el balcón, quedando unidas a la sombra de las rejas sobre el suelo.

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El caso de Ernest Ian King

Hace unos diez años escribí este relato a petición de una editorial que estaba haciendo un homenaje a Lovecraft, no pagaban un céntimo pero me animé por el reto de intentar imitar el estilo del maestro del terror cósmico. Por supuesto la editorial cerró antes de publicar este recopilatorio de relatos así que la historia quedó en el limbo de un disco duro escondido entre subcarpetas de contenido incierto... Así que lo comparto con vosotros.

*************

           El presente diario está escrito en el camarote del barco que me devuelve a casa. Lo entregaré a mi tío, el profesor Jonathan Archibald King, de la Universidad de Manchester en New Hampshire. Única persona en este mundo que tendrá en seria consideración lo que voy a narrar en las siguientes páginas y que tuvieron lugar en junio de 1923.

           Me llamo Ernest Ian King, soy profesor adjunto de psicología en la misma universidad donde mi estimado tío imparte clases. Nací y me crié en Havencold, en una antigua casona de la calle Hillman, cerca de Silver Road; y no fui a Manchester, en el condado de Hillsborough, hasta que ingresé en la Universidad del mismo nombre en 1895, como estudiante de psicología. En 1900 pasé a ser profesor adjunto del prestigioso psicólogo William H. Webster y pronto comencé a prepararme para asistir a los cursos especiales en universidades europeas, ya que en ningún momento me faltaron contactos con personas doctas, gracias al renombre de mi tío y al buen hacer del señor Webster. No puedo olvidar la extraña relación que unía a mi tío y al prestigioso profesor: confusa, iracunda, tensa, afable, como si dicha relación oscilara según la época del año o las lluvias.

           Estudié minuciosamente libros como El Grimorio del Conde Du Bois, sobre un análisis científico de Peter Craft o los fragmentos conservados de Totentanz de Bern Diermissen, y sobre todo los trabajos del psicólogo italiano Bartolomeo Migliore, quien llamó más mi atención al saber que mi viejo amigo Arrigo Panettiere había sido internado, hacía pocos meses, en el nuevo sanatorio mental construido en la pequeña isla Poveglia, situada en la Laguna de Venecia. Mi interés por ampliar mis estudios con los novedosos métodos del profesor Migliore y el hecho de que mi colega y amigo hubiera ingresado en la institución que dirigía el afamado profesor, hicieron que mis deseos por conocer de primera mano las técnicas y conocimientos usados en dicho sanatorio me hicieran emprender un viaje de quince días en el Aquitania hasta Londres y de allí, llegar a Venecia una semana después.

           La isla de Poveglia está dividida por un pequeño canal y no escapan a mi memoria los libros que encontré en la biblioteca semanas antes de partir, donde se narraba con macabro detalle la oscura historia de la isla. En época romana fue usada para aislar víctimas de enfermedades contagiosas de la población general y siglos más tarde, con Europa asolada por la peste negra, todas las fuentes que consulté indicaban que hubo un lugar donde la muerte se cebó especialmente, Venecia. Las montañas de cadáveres se apilaban como horrendos cúmulos informes de seres humanos de todas las edades y en diverso estado de descomposición, y aún así la gente seguía muriendo, por lo que ante tal desgracia, las autoridades de la ciudad decidieron que los cuerpos fueran trasladados a la isla de Poveglia. Según cuenta en su obra A solis ortus cardine, de Giacomo Palermi, el enorme e inhumano crematorio parecía obra de un dios pagano olvidado dadas las proporciones dantescas de humanos calcinados. A día de hoy, el oleaje aún arrastra restos, despojos irreconociblemente humanos a las costas más cercanas a la isla.

           Según narra el reconocido historiador y filósofo, las autoridades de la época tomaron la terrible decisión de que no sólo fueran llevados a la isla los muertos, sino también los que padeciesen los síntomas. Todos los enfermos fueron llevados a la isla, entre gritos de agonía y lamentos eternos, hombres, mujeres y niños enfermos, aún vivos, eran arrastrados y arrojados a las piras crematorias.

           Muchos años después, la isla quedó totalmente abandonada, pero en junio de 1922, hace ahora un año, se levantó allí un sanatorio mental. La carta que recibí de la familia Panettiere no hizo más que avivar mis deseos de conocer no sólo el estado de la salud mental de mi amigo sino poder estudiar nuevas técnicas en el campo de la psicología.

           En la tarde del sábado 26 de mayo me alojé en el Hotel Ca' Doge, situado a pocos metros de Santa Croce, donde a la mañana siguiente un hombre delgado, de tez extremadamente pálida, mirada ausente y acuosa, llegó en automóvil, para llevarme a mi cita con el afamado experto Bartolomeo Migliore.

           La llegada en barca a la isla dejó una fuerte impresión en mi alma, algo indescriptible que atenazó mi espíritu y que, en ese momento, no fui capaz de identificar. El sanatorio era amplio, de ladrillo sólido y paredes gruesas, ventanales con sólidas rejas, frondosos setos y árboles de aspecto cuidado. Reparé en una construcción elevada, que más tarde descubrí que era conocida por el nombre de "el Octágono," desde la altura del campanario se podía ver el insólito hecho de que ni una sola planta crecía sobre la amplia zona con forma octogonal. Mi silencioso chófer y barquero me dejó en el pequeño muelle donde me esperaba una de las asistentas del eminente médico y psicólogo, una mujer de aspecto recio, de nariz firme y perfilada, de ojos oscuros y de rasgos latinos que me recibió interesándose por mi interés en los avances del profesor, ya que a todas luces éste no le había dado más información que la que pudiera obtener de mí.

           El profesor Migliore me esperaba fumando una pipa a la puerta de su despacho, resultó ser un hombre mayor, agradable e inteligente, y sus conocimientos de psicología le permitieron entablar larguísimas discusiones conmigo sobre el mundo de los sueños y sus estudios realizados en el sanatorio con ciertos pacientes, me explicó que la mayoría tenía pesadillas informes y recurrentes, inconexas narraciones que él atribuía a la desconocida sensibilidad de la pseudo-memoria.

           Amablemente, me invitó a acompañarle en una ronda por los pabellones de sanatorio, el olor en el ala sur, destinada a los casos más horribles, era un hedor que no guardaba parecido con nada conocido y que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero sé que los sanatorios mentales suelen tener las huellas de los gritos descarnados, las emociones inhumanas de la locura en su estado más primitivo. Nos dirigimos a una de las terapias que tenía dispuesta para un paciente. En la habitación, atado a la cama con fuertes correajes un hombre de tez oscura y mirada perdida balbuceaba palabras sin sentido. El profesor me indicó la costura en el cráneo por donde se había hecho el primer acceso con un taladro manual para anular el senso primordio, un término que había creado el psicólogo para definir la zona del cerebro que somete y contiene los sueños preternaturales, con todo lujo de detalles me contó las visiones que el paciente había descrito en caótico desorden, arquitecturas imposibles, seres gigantescos y deformes.

           En el mismo instante que el profesor me señaló con su propia pluma la boca sin dientes del atormentado paciente, un destello de formas extrañas se formó ante mis ojos y comprendí que me hallaba en una habitación grotesca distinta de la de un sanatorio. Mis palabras se separaron de las ideas y éstas a su vez de los pensamientos, encadenando una desconexión de las sensaciones, ese breve instante fue suficiente para que un sabor acre se me formara en la boca. Me disculpé del profesor y pedí descansar en mis habitaciones, alegando el largo viaje y el haber dormido mal la noche anterior.  

           Ya en la cama, cerré los ojos y me desperté ya bien entrada la noche, encendí el pequeño candil y me asomé a la ventana de mi austera habitación, desde allí se veía el ala sur del sanatorio y una parte del “octágono”. Un grito sobrecogedor se oyó en alguna parte, salí corriendo hacia el pasillo, donde una enfermera, candil en mano, me saludó inclinando la cabeza mientras se dirigía veloz hacia alguna parte del sanatorio. Seguí a la enfermera movido por la curiosidad y con la intención de ayudar en lo que fuera posible, vi que el profesor estaba entrando en una habitación justo cuando otro desgarrador aullido salió de allí. Dentro, el horror me esperaba, contemplé la familiar forma humana de una persona que no parecía tal cosa, y en el rostro una expresión congelada de alivio, como de haber superado un temor infinito. Sus facciones eran extrañas, el pronunciado mentón, la nariz perfilada como el nudo de un árbol, la expresión de los ojos, grandes y oscuros, sus carnosos labios, su tez porosa y sus orejas increíblemente alargadas, hacían un conjunto atrozmente feo. Pregunté al profesor por su caso y me dijo que había tenido que extirpar a golpe de cincel y martillo una parte del cráneo para que la mejoría fuera notoria ya que este paciente se devoraba a sí mismo, dándose dentelladas y comiéndose su propia carne, cosa que pude comprobar cuando levantó el camisón para mostrarme la falta de carne en brazos y piernas. A continuación me explicó que hundiendo la parte petrosa del hueso temporal en el cerebro había conseguido que dejara de infringirse daño, y que este hecho pudiera haber dado paso a las pesadillas, los gritos y el habla inconexa, cuando es bien sabido que el habla no se aloja en esa parte del cerebro.

           No quedé demasiado convencido de las técnicas del profesor, pero en aquel momento me embargó la duda de que quizás estuviera delante de uno de los grandes avances en materia mental y delante de un genio, de ahí que anotara todos los datos en mi cuaderno para su posterior análisis. En el camino de vuelta a mis habitaciones, me detuve en una habitación de la salía luz y la puerta estaba entreabierta, por simple curiosidad, empujé la puerta y dentro encontré una sala vacía y sin ventanas, iluminada por candiles en las paredes, en el centro de la estancia había una maquinaria que era una rara mezcla de palancas, espejos, cristales, ruedas y engranajes, mediría un metro de alto, por treinta de ancho y unos cincuenta de profundidad. Uno de los espejos era convexo y circular, otro era plano y hexagonal, había también una pirámide de cristal ambarino que estaba engarzada a una suerte de palanca dorada y plateada y ésta a su vez a innumerables engranajes. La voz de Bartolomeo Migliore a mi espalda me sobresaltó y encendiendo una pipa me contó que esa máquina la había construido Arrigo Panettiere, mi antiguo amigo.

           Continuó explicándome, camino de nuestras habitaciones, cómo en uno de los primeros delirios de Panettiere se le dieron algunas herramientas y materiales como parte del proceso de terapia mental, pero que nunca descubrieron de dónde sacó los espejos, los cristales y algunos metales para tan extraña construcción. Sospechaban que algún otro demente le habría facilitado algunas de esas cosas. Cuando le pregunté cuándo podría verlo y en qué estado lo encontraría, me dijo que a la mañana siguiente y que sobre su estado poco podía contar. 

           Al filo del alba, una terrible pesadilla dominó todo mi ser, lo primero que sentí fue la abstracta sensación de profundo e inexplicable horror, como si mi propia mente sintiera mi cuerpo ajeno e inconcebiblemente extraño. Me encontraba en una cripta sin ventanas, adornada con una extraña sillería pétrea y con una primitiva bóveda redonda. Una abertura en el muro daba acceso a un pasillo oscuro con una fuerte corriente de aire muy húmedo, allí y unos pocos metros más adelante, llegué a un sobrecogedor y vasto espacio vacío en el que mi candil no revelaba la existencia de muros ni de bóvedas. Volví sobre mis pasos para encontrar un cruce en el pasillo que no había visto antes, quizás abrumado por la sensación de terror que dominaba mi alma, dirigí la luz del candil hacia el final de ese corredor y vi una cripta baja y circular con arcos que se abrían sin orden geométrico. Las paredes, o las partes que quedaban al alcance de la luz, estaban casi por completo cubiertas de jeroglíficos y cinceladas con símbolos curvilíneos, toque una de las paredes y un grito estremecedor llenó la sala. Me desperté abriendo los ojos sin mover un sólo músculo del cuerpo, aterrorizado.

           Esa mañana, tras un frugal desayuno, me dispuse a dar un paseo antes de ver al profesor, intentando borrar de mi mente la aterradora pesadilla que había tenido. Salí al jardín exterior, bordeando enredaderas de parra virgen primorosamente cuidadas y dirigiéndome sin rumbo hacia el ala norte del sanatorio. Cuando ya me disponía a regresar encontré una puerta en el extremo norte del edificio, así que decidí ir hacia el despacho del profesor atravesando el interior del sanatorio. La puerta parecía no haberse usado en mucho tiempo, aún cuando el edificio había sido terminado de construir el año pasado. Empujando con el hombro, conseguí abrirla y me encaminé pasillo abajo hacia el sur hasta que un olor indefinido, parecido al de hierro oxidado y aguas pútridas, hizo que tuviera que taparme las fosas nasales y la boca con el pañuelo. Una de las puertas se encontraba entreabierta y la empujé ligeramente para ver si de allí provenía el fuerte olor. Un estanque de cemento de un metro de alto y unos diez por diez metros era todo lo que había en la sala. Su interior estaba vacío pero había restos de limo y de algas y en el centro de la alberca había una trampilla de hierro oxidado con dos candados a cada lado del pasante que mantenía cerrada la extraña compuerta. Semi borrado por el óxido se podía ver un rostro a medio camino entre un simio y un pez grabado en el frontal de la trampilla, hice un pequeño esbozo en mi cuaderno de notas con la intención de preguntar al profesor qué uso tenía esta habitación.

           Me dirigí a buen paso orientándome hacia el sur en todo momento, los pasillos estaban jalonados de puertas cerradas, las pocas que se encontraban abiertas dejaban ver en su interior camastros conectados a bobinas eléctricas de uso desconocido, o a habitaciones con grandes cilindros a modo de calderas pero sin tubos o conexiones a ninguna parte, estaba abocetando una de esas extrañas calderas en mi cuaderno cuando escuché unos pasos claros y un murmullo de voces en aumento, claramente una de las voces pertenecía al profesor y la otra debía ser de alguna de las enfermeras que lo asistían. Guardé mi cuaderno y al doblar una esquina en dirección a las voces, los vi venir hacia mí, ambos parecieron sorprenderse de verme, pero al instante el profesor esbozó una sonrisa y se dirigió con paso firme hacia donde me encontraba. Cuando ya estuvo a mi lado hablamos de banalidades a las que no otorgué importancia, sólo cuando me preguntó por cómo había pasado la noche me di cuenta de que algo no terminaba de parecerme racionalmente adecuado. Así que mientras le contaba la pesadilla que había sufrido la noche anterior estuve pendiente de sus respuestas y sus expresiones, valorando cada una a medida que le iba narrando el horror del pasado sueño. Se interesó mucho por ciertos aspectos arquitectónicos que para mí carecían de importancia o no recordaba y me pidió si, tras visitar al señor Panettiere, me prestaría a una sesión de hipnosis para poder vislumbrar el sentido profundo de mi pesadilla. No podía dudar de las cualidades del profesor ni de sus intenciones, acepté insistiendo en que tomara nota de todo para poder analizar yo mismo los datos resultantes de la hipnosis.

           El cuerpo estaba sentado muy tieso en la silla de metal que había en su habitación junto a la ventana. Me acerqué a ver la cara de mi colega y amigo y sólo vi uno ojos vidriosos y desorbitados, unas facciones irreconocibles en un rostro sobrecogido por el terror. El profesor me explicó que había intentado sacarlo del trance en el que se encontraba con técnicas de electroconmoción, de ahí las marcas en sus sienes y las zonas rapadas de su cabeza. Llegó al sanatorio aquejado de sobrecogedores dolores de cabeza que sólo le hacían gritar día y noche, balbuceando palabras extrañas y en un estado que el profesor sólo podía calificar de demencia extrema, me reconoció que todos sus intentos habían resultado infructuosos y le preocupaba que llevara semanas con los músculos contraídos en esa misma expresión.

           Le pedí unos instantes a solas con Arrigo y el profesor asintió indicándome el pabellón donde estaría, recordándome la propuesta de usar sus técnicas de mesmerismo para intentar arrojar algo de luz sobre lo que me había sucedido. Me senté en la cama contemplando la expresión de terror en su cara, como si el tiempo se hubiera paralizado en ese instante eterno lleno de horror y miedo indescriptible. La carta de sus padres no me había aclarado qué sucesos podrían haber desembocado en el estado mental actual de su hijo, tan sólo una vaga frase que venía a decir que estaba obsesionado con un trabajo que estaba realizando para la Sapienza-Università di Roma.

           De pronto, mi mente dejó de estar allí, recorría a toda prisa los pasillos pintados de verde del ala norte hacia una escalera de caracol que descendía interminablemente hasta una estancia con un agujero informe en el suelo, y en su interior, y a mucha profundidad, llegué a vislumbrar bloques de piedra negra de ingente tamaño unidos con algún material de increíble dureza, formando una masa tan firme como extraña, una especie de espiral imposible coronada por una pétrea figura humanoide, a su lado yacía el cuerpo destrozado de Arrigo, sin brazos ni piernas y apenas media cabeza, vivo y consciente. El horror de la visión me hizo volver a la habitación donde me encontraba, Arrigo se había movido de la silla y se encontraba sentado a mi lado en la cama, inexpresivo, impasible en su mueca de terror ignoto. 

           En ese instante, comencé a entender que algo extraño e insano me estaba sucediendo, ahora ya no eran meras dudas o fantasías, sentía que algo estaba apoderándose de mi ser en contra de mi voluntad.

           Pasé la mañana tomando notas sobre las técnicas del profesor, fui testigo de una extracción del puente de Varolio en el cerebro de un paciente aquejado de rigidez y espasticidad motora, mientras hacía pasar una corriente eléctrica por el torrente sanguíneo para estimular, según el profesor, la regeneración mental del movimiento. Acompañé a su despacho al profesor, donde estuvo preparando la lista de fármacos y sus dosis para los ciento doce enfermos que había en el sanatorio. Tras un ligero tentempié nos dirigimos a una habitación donde me pidió que me vistiera con una de las batas del sanatorio mientras me explicaba que su técnica recogía lo mejor del mesmerismo y las técnicas más depuradas de la hipnosis moderna, me narró con todo lujo de detalles que si todo el universo se había desarrollado de una sustancia homogénea primordial, se podía acceder a esa corriente ancestral mediante el uso de brazaletes magnetizados, maderas aislantes, bebidas saturadas de sales y piedras como la geoita, que ayudaban a entrar en trance de modo inequívoco.

           Bebí una solución de color cetrino y sabor ácido, me colocó un brazalete de metal en cada muñeca, estos estaban conectados a una intrincada red de cables que terminaban en una máquina con una bobina de cobre de un metro de diámetro. Me encontraba sentado sobre una plancha de madera de cedro que se había colocado sobre la cama y tenía los pies sumergidos en un barreño de metal con una solución salina y otros minerales. El profesor se puso unos gruesos guantes de cuero y una asistenta le abrió una cajita de madera donde dentro había una piedra de color negro que me señaló como geoita. Una ligera corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo cuando se activó la máquina conectada a docenas de cables, mientras el profesor pasaba la piedra por diversas partes de mi cabeza, por dónde esta tocaba el cuero cabelludo parecía que una parte de mi mente quisiera irse hacia la extraña piedra negra.

           En uno de esos pases sólo vi negrura y al instante noté una corriente de aire frío y muy húmedo, me veía envuelto en una tenue luz y a mi lado estaba la presencia del profesor, sabía que era él, pero su apariencia era la de algo deforme, con la piel verdosa con zonas amarronadas, la cara totalmente deformada y colmillos saliendo de bocas situadas en hombros y cuello. El profesor musitaba palabras que no podía reconocer y algunas de las que más repetía se me quedaron grabadas a fuego en el alma. “N’graht Yopghog Sothoth”, repetía cada cierto tiempo como si quisiera llamar a alguien o buscar a alguien en un escenario de irreal locura.

           Estábamos en una estancia de techo altísimo, con grandes ventanas redondas dispuestas simétricamente, rampas y cilindros de piedra repartidos en caótico orden, una de esas rampas se dirigía a la titánica altura donde se vislumbraba una plataforma pétrea, a través de las ventanas se podían ver extraños jardines, rodeados de edificios gigantescos, me sentía incapaz de calcular las proporciones de lo que veía y la sensación de abotargamiento ante lo que contemplaba sólo era rota por la creciente sensación de voces en mi mente. Las construcciones en el exterior podían medir cientos de metros de altura, todas hechas de esa piedra negra de aspecto viscoso. El brumoso cielo estaba cubierto por una especie de vapor violeta y en el horizonte se divisaban enormes torres cilíndricas negras, cuya altura superaba la de cualquier otro edificio. Los jardines provocaban desasosiego, la desconocida vegetación tenía una fantasmal palidez amarillenta, las flores eran irreconocibles y parecían hongos floreciendo caóticamente. Mi acompañante se dirigió con paso irregular hacia una de las entradas y me hacía toscas señas para que lo siguiera, algo en mí me obligó a ir por otra de las gigantescas arcadas de la estancia, ignoraba por qué había tomado aquel camino en particular, pero mi acompañante me siguió repitiendo frases incongruentes. 

           Cuando llegué a la siguiente estancia, tras recorrer un lóbrego pasillo, vi una trampilla situada en el suelo y un sinfín de estructuras parecidas a estanterías llenas de bloques de piedra de extraordinarios colores y formas. Una nueva oleada de pánico se apoderó de mí.

           Con una seguridad que no parecía mía, me dirigí al mecanismo curvo de apertura de la trampilla, y la abrí con un movimiento sencillo. El profesor parecía estar muy alterado y hablaba con una rapidez inhumana. Dentro, había un pasillo de geometría imposible que ascendía incomprensiblemente, sin dudar un instante el profesor, o su representación mental, entró en el pasillo que había en la trampilla del suelo y comenzó a ascender por la rampa, sin mirar atrás, con paso irregular pero firme. Seguí al profesor por el irreal pasillo hacia arriba hasta que lo encontré detenido ante otra trampilla, parecía no querer o no poder tocarla y se acercaba y alejaba de ella como deseoso y temeroso a la vez. Su cara informe me miró en silencio, la boca de su hombro derecho lanzó una dentellada al aire, puse la mano sobre el gancho de la portilla, lo giré y entonces sólo vi negrura.

           No sabía qué había ocurrido entre el momento de la hipnosis y el 15 de junio, fecha que supe después cuando me recogió una barca en las aguas entre Venecia y la Poveglia. Me desperté sentado en la misma cama donde hacía minutos había estado el profesor y su ayudante, el horror me nubló la vista al ver su cuerpo esparcido por todas las paredes, sangre seca, carne putrefacta y huesos mezclados en horrible desorden por toda la habitación, noté que la sangre me había dejado el pelo pegajoso, y aunque parecía estar ileso, tenía tremendos dolores musculares. Atardecía en el exterior así que aprovechando los últimos rayos de luz, me vestí y salí al pasillo donde sólo pude ver destrucción y muerte, paredes destrozadas, muros caídos, escombros por todas partes, agua borboteando de tuberías destrozadas y suelos levantados por una fuerza indescriptible. Como pude, avancé entre el derruido pasillo, encendí una cerilla con la intención de buscar algo con lo que iluminar mi camino en la cercana noche. En una habitación, también destrozada, encontré en el suelo un candil con aceite y lo usé para intentar descubrir qué hechos tan terribles podrían haber creado la locura allí reinante. En una de las esquinas, en el suelo, me encontré con una abominación, dos hombres mezclados de cabeza a pies, como si una mano fantasma los hubiera partido en dos y unido de nuevo con las partes del otro. El pánico en su estado más puro se apoderó de mi ser cuando el engendro humano comenzó a hablar. “Abrió la luz del infierno y de ella entró galopando el dolor en sus formas carnosas.” Como pude, olvidándome de toda ética profesional o científica, huí despavorido de semejante monstruo inhumano.

           Aún no había terminado de correr cuando un ser viscoso y con forma semihumana se plantó delante de mí, fue tal el terror que sentí que se me cayó el candil al suelo, y la negrura se apoderó del pasillo. Sólo podía oír los siseos que emitía la criatura y el goteo constante de agua de una tubería del techo sobre el suelo. Una mano viscosa y seca me apresó por el cuello y me levantó en el aire como si fuera de papel, luego se oyeron otras voces hablando en lengua extraña y caí al suelo liberado del apresamiento. Como pude, me arrastré por el pasillo huyendo de la criatura y en mi cabeza estallaron cientos de voces gritando, pidiendo ayuda, todas a la vez en caótico babel de gritos y lamentos. En mi atropellada huida a oscuras llegué a un pasillo con escalinata y hacia una luz que parecía venir de alguna habitación, un zumbido extraño salía de allí.

           Entré atropelladamente en la habitación y cerré lo que quedaba de puerta apilando piedras y restos del derrumbe del techo. Me encontraba en la sala donde ya había estado, la del estanque de cemento, sólo que ahora estaba lleno de agua putrefacta. Toda la estancia estaba manchada de sangre como si se hubiera rociado con ella la sala. El extraño fulgor verde azulado provenía del interior del estanque, concretamente el brillo era más intenso donde estaba la trampilla. En mi apresurada huida no me había fijado que en una esquina, agazapado tras una contraventana rota había un paciente del profesor. Balbuceaba frases inconexas, me acerqué a él y se puso de pie como movido por un resorte, de pronto sus ojos cobraron vida y comenzó a relatar que se habían abierto las puertas del infierno, que por fin el profesor había hablado con ellos, que el único lugar seguro era el campanario y que si le ayudaba podríamos subir hasta allí ahora que ya habían saciado su hambre de almas. Luego se puso a hablar sobre plasticidad monstruosa y de ruidos semejantes a silbidos y chasquidos. Intenté calmarlo pero sólo conseguí que se pusiera a liberar de piedras el modesto parapeto que había fabricado tras la puerta, intenté detenerlo, pero su fuerza era muy superior a la mía. De pronto, el puño de uno de esos seres viscosos atravesó la puerta y después toda la puerta salió despedida con gran fuerza, al pobre hombre que se encontraba frente al monstruoso ser apenas le dio tiempo a gritar antes de que los brazos ciclópeos de esa cosa lo partieran en dos tirando de los hombros. Unos ojos sin pupila y de color ámbar se clavaron en mí, me miraba mientras cogía por una pierna el cadáver del paciente y de un chasquido se lo metía en la boca, donde una colosales mandíbulas con dientes como cuchillos destrozaban carne y huesos. Seguía mirándome y yo seguía paralizado, escupió sangre sobre el suelo así como algunos huesos de la pierna mientras esos ojos inexpresivos no me perdían de vista. Antes de que pudiera pensar en nada, o fuera consciente de lo que hacía me zambullí en el estanque y buceé con todas mi fuerzas hacia la trampilla ayudado por el intenso fulgor que de allí salía, buceé lo que para mí fueron horas, hasta que las fuerzas me abandonaron sabiendo que mi hora había llegado.

           Abrí los ojos y me encontré en un bote de pescadores, los allí reunidos me miraban como si hubiera vuelto de la misma muerte. Me explicaron que me encontraron flotando a poco metros de Venecia, traído por las extrañas corrientes que a veces fluyen desde la ciudad a la isla. Me dirigí a mi hotel sin dar más explicaciones, caí en la cama, y la fiebre y los dolores musculares se apoderaron de mí, durante tres días yací en cama, débil, temiendo que la fiebre me hiciera volver a tener pesadillas, la sola idea de que eso pudiera suceder me estremecía.

           Cuando por fin me recuperé, comencé a completar en mi cuaderno todos los hechos que me sucedieron intentando no perder los detalles que recordaba, aun cuando muchos otros fueran borrados de mi memoria. No creo poder expresar de manera aproximada el horror y temor contenido en tales recuerdos. Días más tarde, en el comedor del hotel, supe de los terribles hechos que habían sucedido en el sanatorio, entre susurros y habladurías me contaron que el profesor enloqueció y empezó a ver los torturados espíritus de los muertos por la peste, que la locura se había apoderado de su alma y que subió a la torre del campanario desde donde había saltado y, según un paciente que sobrevivió a la locura allí desatada, el profesor no murió con la caída y mientras se retorcía de dolor en el suelo, una especie de niebla salió del suelo y lo estranguló hasta la muerte.

           Tengo que contarle a mi tío lo que vi o creí ver, y dejar que utilice su criterio como científico para analizar la realidad de mi experiencia. Todavía no me siento dispuesto a garantizar la verdad acerca de lo que creo que encontré en la isla de Poveglia. Hay motivos para creer que mi experiencia fue una alucinación, para la cual, existían algunas causas. Y, sin embargo, su realismo fue tan horrendo que, a veces, encuentro imposible seguir viviendo.

 --FIN--

 

 

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Los tarareos de un ciego

Andrei Voloshimin no se preguntaba nunca por qué sucedían las cosas. Había nacido campesino, cerca del Dnieper, y su tierra no admitía preguntas, como un orador altivo que se limitase a declamar su doctrina de trabajo y privaciones. Si la crecida del río se llevaba animales y cosechas, respiraba hondo, se echaba al hombro la pala para retirar el barro y volvía a comenzar. Si los hielos abrasaban los brotes tiernos de los frutales, acariciaba las llagas negras de los árboles a la espera de que más tarde volviesen a verdecer. 

Cuando le dijeron que los alemanes habían invadido su patria se encogió de hombros, y no cambió de actitud ni siquiera cuando lo reclutaron para participar en la mayor hecatombe de todos los tiempos: la guerra total en las estepas, sin cuartel, sin un montículo tras el que guarecerse, sin esperanza de que el enemigo dejase de luchar un instante antes de haber vertido la última gota de sangre. De la propia y de la ajena.

Participó en la batalla de Kursk, a bordo de un T34, uno más de los miles de carros de combate que se enfrentaron sin descanso y sin esperanza a las divisiones panzer germanas, ya convencidas de que no podrían ganar, pero de todos modos entregadas a consumar su inmolación: sólo les importaba luchar. Sonaron las trompetas de Jericó de los Stukas, tronaron los millares de cañones antitanque emboscados en cada arbusto, y el mundo se pasmó, no tanto ante la destrucción, ya conocida, como ante el feroz encono con que se emplearon los contendientes. 

Después de aquel desastre común, la guerra rodó cuesta abajo para los rusos, pero Voloshimin comprobó, sin sorpresa, que aplastar al enemigo no significa alejar la muerte: a cada batalla que iba ganando con su ejército se multiplicaban las tumbas; a cada victoria le sucedían interminables millares de entierros. Los rusos no se detendrían jamás, como los ríos, que sólo en el mar se calman; los alemanes no se rendirían nunca, como la roca en la playa, indiferente a las olas, que se convierte en arena en cada arremetida pero no vuelve la espalda.

Muchos se preguntaban dónde o cuándo terminaría aquello, pero Voloshimin no: él no hacía preguntas. Había nacido en el Dnieper, campesino, hijo de siervos, emancipado de la tierra por la misma revolución que lo encadenaba a las armas.

En una orgía de fuego y locura los rusos liberaron su patria, cruzaron el Vístula, cruzaron el Oder, y se plantaron finalmente en Berlín. Allí tenía que acabar todo; aquel era el mar que por fin los acogía. Entre las casas derrumbadas, y los hombres derrengados, y los restos de los libros, y las estatuas, y las universidades, y los patíbulos, les salieron al paso las mujeres y los viejos de Alemania. Y allí aprendió Voloshimin que las armas también matan cuando las dispara un niño, y que da igual que hayas recorrido cien o cinco mil kilómetros desde tu casa, o que nada pueda ya arrebatarte la victoria, porque también los perdidos pueden perder a otros.

El cuatro de mayo de 1945 hacía ya tres días que se había suicidado Hitler. Aquella misma tarde se firmaría al fin la paz. Por la mañana, un hombre sin piernas, sentado en una silla de ruedas, asomó tras una esquina y disparó su panzerfaust, el bazoka alemán, contra el tanque de Voloshimin. Con aquel, eran ya treinta y dos los tanques que destruía el excombatiente, lisiado en la Gran Guerra, la del catorce. El artillero murió en el acto. Voloshimin, envuelto en llamas, consiguió salir del tanque y trató de apagar el fuego que consumía su cuerpo revolcándose en el barro y en sus propios gritos. Cuando al fin lo consiguió, su carne abrasada quedó tendida exhausta sobre los cascotes. Sobre la victoria.

Despertó diez días después en un hospital de campaña construido a toda prisa con jirones de rapiña y retales de miseria. Había quedado tan desfigurado que nadie en su pueblo podría reconocerle. Él ni siquiera tuvo la oportunidad de intentarlo porque se había quedado ciego.

Tampoco entonces Voloshimin se preguntó por qué le había sucedido aquello.

Durante meses arrastraron sus despojos de un hospital a otro, en camiones, en carromatos, en trenes que iban siempre hacia el Este. Paraban de vez en cuando en hospitales y pasaba días, o semanas, postrado en una cama sin echar de menos el aire libre ni agradecer el reposo. Algunas enfermeras se acercaban a veces a hablar con él, pero Voloshimin descubría en su tono el espanto y la compasión, y las dispensaba del deber de su simpatía guardando silencio.

A mediados de 1946 percibió en el aire el aroma de la genista y el eneldo y supo que había llegado al Dnieper. Allí, en alguna parte, vivirían seguramente su madre y sus hermanas, y por primera vez sintió miedo del daño que aún podía hacer. Pero entonces lo subieron a otro tren, camino del Este, y siguieron avanzando hacia el nacimiento del sol en un rodar infinito, en una machacona letanía de bielas y chirridos que a veces rezaba y a veces maldecía, y a menudo, casi siempre parecía hipnotizada por el polvo y el olvido.

Entonces Voloshimin perdió la cuenta de los días y las noches y extravió el último calendario de su memoria. Ya no supo si estaban en invierno o en verano; ya no pudo imaginar en qué región, o en qué remota provincia de tártaros cetrinos o jinetes mogoles le habían dejado a reposar hasta el siguiente viaje. Conoció habitaciones gélidas, y cuartuchos diminutos donde enseguida se viciaba el aire. Conoció habitaciones como hangares, con eco lejano; inventarió olores a cuadra, olores a mujeres de otras razas, olores a aceite de camión, de oliva y de linaza; aprendió los sabores de todas las tierras posibles, de las tierras blancas de cal, de la sílice, de la arcilla, y de los campos que nunca, jamás habían sido cultivados ni esperaban el arado en los próximos milenios.

Y entonces, un día, años o siglos después de Berlín, escuchó, olió y saboreó algo imposible: era el mar. Habían llegado al Pacífico.

Poco después lo subieron a un barco y, tras una corta travesía, le dijeron que estaba en Sajalín, una isla remota a la que los japoneses llaman Karafuto, habitada sólo por unos cuantos pescadores, descendientes de otros que, en tiempos remotos, dieron por muertos después de alguna tormenta. 

Allí le devolvieron a Voloshimin su uniforme y le comunicaron que había sido ascendido a sargento. No era un inútil sino todo lo contrario: tenían para él una misión de gran responsabilidad y esperaban que supiera cumplirla con el espíritu de sacrificio y la dedicación de que hablaba su impecable hoja de servicios.

El oficial que se lo comunicó esperaba seguramente que Voloshimin preguntase qué era lo que podía hacer él, ciego y cojo, con sólo tres dedos útiles de una mano y dos de otra, pero tuvo que contentarse con prolongar su silencio antes de proseguir su explicación.

Lo habían trasladado a la marina. Aprendería Morse y se ocuparía de una de las modernas estaciones de escucha, recién instaladas. En aquel lugar remoto poco podía importar su aspecto exterior. Su condición de ciego, con lo que eso suponía de desarrollo del oído, sería una ventaja para la misión que debía desempeñar. Su trabajo consistiría en informar puntualmente de todo lo que escuchase en sus auriculares. Los imperialistas occidentales patrullaban aquella zona con sus barcos y submarinos y era imperativo detectarlos a tiempo. Para ello, se habían colocado centenares de micrófonos en el mar, y un buen operador de radio debía distinguir el sonido de los motores de un submarino de los de un simple carguero, un barco de pesca, o incluso un navío propio.

Voloshimin era el hombre adecuado. De vez en cuando debía emitir también grabaciones de motores para confundir a los micrófonos adversario, y estar muy atento para que los señuelos sonoros de los norteamericanos no lo confundieran, obligándolo a transmitir informes falsos.

Voloshimin se cuadró como mejor pudo y se llevó a la frente su mano mutilada.

Aprendió Morse, y recibió las felicitaciones de su instructor por la rapidez y el empeño con que lo hizo. Aprendió en pocos meses a distinguir los motores chinos de los japoneses, los rusos, los norteamericanos y los británicos, y pronto supo descartar, por el siseo de fondo, los falsos motores procedentes de grabaciones emitidas por boyas militares occidentales.

Cuando ocupó su puesto, los tres hombres que compartían con él la estación de escucha lo saludaron amablemente, pero Andrei supo enseguida que sólo uno de ellos era también ciego, pues era el único al que no le temblaba la voz al dirigirse a él.

Y allí, sobre una roca infestada de antenas que sólo las gaviotas visitaban, dejó correr los años. Cuanto más aprendía de motores, más tiempo pasaba pegado a sus auriculares, negándose a ser relevado hasta que el sueño lo vencía.

Los otros, uno a uno, fueron pidiendo el traslado a otros lugares menos azotados por los vientos o más frecuentados por otros seres humanos con quien poder compartir sus pocas alegrías y sus muchas frustraciones, pero Voloshimin permaneció en su puesto, ganando pericia, distinguiendo ya no sólo el tipo de navío y su nacionalidad, sino también la unidad concreta, su tonelaje, y su nombre. Cuando aparecía en el espectro un barco que no conocía llamaba a la central de mando, pedía que identificasen al buque y ya no se olvidaba de su nombre ni del año en que había sido botado.

En 1957 su único compañero, el otro ciego, contrajo una pulmonía y fue evacuado al interior. Se recuperó, pero ya no volvió a Sajalín, y Voloshimin se quedó solo.

Los hombres de la base de la marina que le llevaban la comida, le lavaban la ropa y se preocupaban de cubrir sus escasa necesidades observaron que a veces hablaba solo y canturreaba a todas horas. Preocupados porque estuviese empezando a perder el juicio, elevaron un informe a sus superiores y la marina soviética envió un equipo médico para comprobar el estado de salud mental del ya conocido radioescucha que siempre, a cualquier hora, permanecía en su puesto. Lo examinaron durante dos días enteros, convencidos de que sus heridas y la clase de vida que había llevado durante tantos años tenía que haber minado necesariamente su cordura, pero no pudieron encontrar nada más allá de las rarezas y las manías de un hombre que no hace preguntas, acepta lo que le toca vivir y cumple con su deber sin reservas. 

La historia de Voloshimin empezó a correr de boca en boca hasta llegar a oídos del almirante Kirilenko, que quiso darle un descanso. En Crimea. En el sur, en un lugar cálido. Donde hiciese falta y sin reparar en esfuerzos. Voloshimin, sin abandonar la posición de firmes, rogó al almirante que no lo devolviese a su casa ni lo alejase de su puesto, pues sólo allí sabía orientarse y sólo allí sabía cómo ocupar el tiempo.

El almirante accedió, y transmitió la historia y el deseo del radioescucha a su sucesor, y este al siguiente. En 1970, Voloshimin tenía cuarenta y ocho años y llevaba veintitrés en Sajalín, doce de ellos completamente solo.

Canturreaba a todas horas, pero había aprendido puntualmente a distinguir los nuevos motores, uno a uno, de todos los barcos que atravesaban el Pacífico Norte. Su habilidad para confundir a los micrófonos adversarios con grabaciones hábilmente mezcladas y moduladas era ya tan proverbial que los soviéticos llegaron a temer que Norteamérica acabase por enviar un comando para asesinarle. 

En 1987, con la URSS en pleno proceso de reformas y a punto de abandonar el comunismo, llegó el momento de la jubilación de Voloshimin. Aquel día estuvieron en la isla dos almirantes, un ministro, y una banda de música. Le impusieron a Voloshimin la medalla al mérito militar y le ofrecieron el retiro que deseara. Por decoro, se impidió a los reporteros gráficos participar en el acto, pero ni uno solo de los medios escritos oficiales, ni de los pequeños periódicos libres que comenzaban a surgir, dejó de enviar su representante. Con el paso de los años se habían agravado las manías del radioescucha, sus soliloquios y sus extrañas canciones, y aunque todos los presentes trataban de pasar por alto el delicado asunto de su salud mental, se percibía en el ambiente el temor a algún incidente que empañara el acto.

Los temores se materializaron cuando Voloshimin, después de recibir la medalla, solicitó la palabra. El almirante al mando de la zona marítima, como superior directo, le dio permiso para hablar. Entonces, delante de todo el mundo, y como el que quiere jugar su última carta, Voloshimin rogó, casi suplicó, que le permitieran seguir con su trabajo. Sabía que no tenía derecho, pero solicitaba el privilegio de poder seguir en la base y esperaba que, en atención a su hoja de servicios, se le concediera este favor al margen del reglamento.

El ministro era el único que podía otorgarlo, y aunque no quería negarse, dijo que la salud de hombres como Voloshimin, ejemplo para la nación, eran una prioridad para el Gobierno. Y que quizás, por el bien de esa salud, fuese mejor retirarse a descansar después de tantos años de heroica entrega a la patria.

—¿Debo irme, entonces, señor ministro? —preguntó el radioescucha con la barbilla temblorosa.

—Puede hacer lo que quiera, por supuesto —respondió el ministro, conmovido—. Pero díganos, por favor, qué es lo que tanto le fascina de este lugar, si ya conoce todos los buques que viajan por este océano.

Voloshimin, agradecido, no dudó en explicar entonces que no tenía familia, ni amigos, y que la única conversación que de veras le interesaba era la que, desde hacía treinta años, mantenía con las ballenas. No estaba loco. No tenían nada que temer: eso eran solamente sus inocentes canturreos.

A la prensa se le pidió que no reflejase este último comentario.

Voloshimin murió en 1999.

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Sujétame el cubata (7)

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Ya mismo terminamos.

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Los médicos me han dado seis meses de vida. Uno me dijo que quizás fueran tres meses y otro que hasta un año podría estar vivo. Al del año le pregunté que en qué condiciones y me dijo que con poca calidad de vida. Menuda mierda. Jodido y con morfina. Eso no es estar vivo, coño. Aunque tengo pasta para pagar una de esas residencias en la costa para los condenados a cáncer, prefiero palmar en casa. A tomar por culo todo.

Hablando de palmar. El día de Reyes Magos de aquel año que Ana me había dicho que había que ejecutar su plan, comenzó la cosa. El rocambolesco plan. Y me han pasado cosas raras, pero ésa... No sé ni qué pensar. A ver cómo lo explico para que se entienda. Ernesto tenía en su casa un ático donde guardaba las obras de arte que iba comprando y que no tenían sitio en paredes o estancias, que ya es decir, pero bueno... las almacenaba allí con mierdas de temperatura y humedad. Iba cambiándolas según se levantaba ese día, ahora quitaba el cuadro de esos dos borrachos apoyados en la farola y ponía el de unos garabatos en blanco y negro... estilo futurista decía, estilo menuda cara, decía yo. En fin, usaba el ático como almacén de las piezas que iba comprando y las iba alternando según su criterio. O la mala leche que tuviera ese día. También tenía esculturas. Había una hecha con hierros oxidados que daba pena, un Henry Nosecuántos. Una pasta, decía. Una plasta, le contestaba, mientras él se reía de mi cultura y yo de la suya.

El plan de Ana era sencillo pero extraño, tenían que coincidir ella y él en el club. Hasta que eso no sucediera nada se podía hacer y debía ser que fueran los dos a petición de Ernesto. Así que el mismo día seis de enero se la llevó al club para presentarle a unos tipos de Londres para una pasarela de moda punk, debía de estar de moda allí esa mierda de cadenas y cuero barato, ni puta idea. Ese día, tras su aviso, fui a la nave de mi escayolista de cabecera. Allí estaba, no le quedaba otra. Ana tenía que echarle a Ernesto en la bebida una mezcla de Libaris y Margedon. Adormecedores sencillos pero potentes. No lo dejarían frito pero sí le impediría conducir. Tenía que ser un día que no llevara armarios. Y ese día no los llevaba. Ana tendría que llevarlo porque se estaba quedando medio dormido, pero tan suavemente que no notaría nada.

A eso de las diez de la noche apareció en la nave. Juan, el escayolista, estaba que se subía por las paredes y se metió tanta coca para aguantar el tirón que casi se le rompe la nariz. Ana, vestida de blanco, estaba alegre, como si no fuera con ella lo que iba a pasar allí aquella noche; se iba a trabajar a Londres, a una pasarela de verdad. Estaba tan pasada que para seguir el ritmo se puso a meterse en la nariz el polvo del colega. Fiesta. Supongo que no creía que los ingleses también la pondrían mirando para el este o para el oeste antes de darle el trabajo. Estaba espantosamente deseable con un mini vestido blanco, supongo que sin sujetador, unos labios rojo vivo y una nariz ahora empolvada de blanco. Juan y yo sacamos al dormido Ernesto del coche y lo plantamos en la mesa de trabajo. El plan era envolverlo en un armazón de alambre y luego cubrir todo con vendas y escayola, dejando un espacio hueco para cuando los líquidos del cuerpo estallaran. Previsores. Antes había que matarlo para que no molestara en los trabajos técnicos. Con un trapo en la boca y la nariz tapada lo ahogué, pataleó un poco al final y me dio un rodillazo en el estómago, pero débil como estaba poco podía hacer.

Ya se había preparado un pequeño pedestal con cemento. Se le metió en el armazón de alambres y para que estuviera de pie se le ató una cuerda al cuello y a la parte superior de la estructura de metal. Brazos y piernas por allí, como un muñeco de trapo. Juan empezó envolviendo con vendas mojadas en escayola el cuerpo y luego siguió con la capa externa sobre la maraña de alambres, más vendas y escayola. Cuando el cuerpo estallara, los líquidos quedarían dentro de la escultura. Dos horas después ya estaba listo. Ahora a esperar que secara. Juan fue a hacer otro viaje a donde la coca y volvió blanco, pero no de polvo. No. Todo siempre es tan complicado en la vida real. Siempre pasa algo. Me llamó moviendo la mano como si llamara a un fantasma. En la salita donde estaba la mesa con el montón blanco estaba Ana, en el suelo. Tenía espuma blanca en la boca. El corazón parado. Muerta. El mío había aguantado en su día el abuso, el suyo más joven, no había aguantado tanta mierda encima. Pero, coño, podría haber muerto otro día, no precisamente esa puta noche, no. Ese día. No sé por qué pero creo que me acordé de alguna de esas frases idiotas que me largaba Inés de la Biblia. “Debes dar un paso de fe y Dios se encargará de lo demás.” Siempre he pensado que mejor que no se encargue de las cosas, que me la lía de mala manera siempre, coño, cagonsandios. ¿Señal divina? ¿De qué? Yo seguía vivo. Ella no. Punto.

 Juan estaba fuera de sí y se metió más coca para sobrellevar el marrón. Algo se me tenía que ocurrir. Así que algo se me ocurrió. Ampliar la malla de alambre y meterla a ella también, además ya tenía título para la escultura: “Los amantes”. Se cortó el alambre y se amplió un poco para dos cuerpos. Se amplió la base con madera, no había tiempo de hacerla de cemento y se la recubrió de escayola. Se colgó a Ana de la misma manera pero pegada al cuerpo de Ernesto. Cuando esos cuerpos se hincharan, la explosión llenaría de mierda... Y aquí fue cuando el escayolista dijo que se podía echar un poco de cemento en polvo sobre la escayola húmeda exterior para darle aun más consistencia. Un artista. A las siete de la mañana se terminó la faena. A las siete y cinco, Juan tenía abierta la cabeza del golpe que le di con una palanqueta. Lo dejé sobre la mesa del polvo del demonio. Ajuste de cuentas, pensarían los maderos. Y aquí paz y mañana gloria.

 Cogí el coche de Ernesto y lo dejé donde ya tenía el mío. En un callejón de mala muerte donde solía ir a buscar nuevas víctimas, nuevas futuras modelos. Ni muy escondido, ni muy descarado. Lo encontrarían, claro. Volví en mi coche a la nave. Esa noche no iba a dormir. Claro. Cuando llegué, me quedé mirando la obra de arte, una forma sin forma de algo que no parecía nada. Contenido sin forma. Me tuve que reir. Tardaría venticuatro horas en secar. Así que cerré y me fui a casa a dormir. No dormí. Estuve atento por si recibía visitas o tenía gente en la calle buscándome. Nada. Ni una llamada de teléfono. Nada. Había pasado un día de Reyes Magos de los raros. Ana ya no existía y Ernesto tampoco. En alguna parte, alguna gente empezaría a preguntar por él. Aunque por otro lado, que desaparecieran los dos a la vez era un golpe de suerte. “Dios se encargará de lo demás.” Me tuve que reir y abrí una botella de coñac. Recuerdo que no sentía absolutamente nada por Ana, por su muerte. Nada. Nada.

Dos días después me acerqué a la nave del escayolista. Allí lleguía donde lo dejé. Cerré esa habitación y esperé a la empresa de transporte especialista en obras de Arte. Embalaron en un cajón de madera, forrado con material de protección la escultura. Unos profesionales. Caros, pero muy buenos. En el albarán puse “Los amantes, obra de Fedes Inland.” El primer nombre que se me ocurrió. La dirección de envío era la de Ernesto y una vez allí lo subirían al ático hasta que se diera la orden de abrirlo. Nadie lo haría, ya que el dueño y señor iba dentro, enlatado en escayola. Un plan rocambolesco.

Estuve tentado de llamar a la policía para que descubrieran al escayolista y la coca, y así cerrar el círculo. No lo hice. Menos mal. Una semana después los traficantes se comieron todo el marrón, los pillaron allí mismo mientras le llevaban un kilo de coca y se encontraron además con un cuerpo. Suerte la mía. Los maderos contentos.

Mientras, yo seguía con todo el tinglado como si nada. Taxis, peluquerías, lavado por aquí, por allí. Alguna vez llamaba a casa de Ernesto y siempre me decían que no estaba. En fin. Lo normal.

Inés estaba más amable de lo normal. Eso me mosqueó. Incluso propuso un viaje a Roma para primavera. Una semana romántica. Miedo. Mientras me preguntaba más de la cuenta por Ernesto. Y lo mejor fue cuando estábamos en la agencia de viajes para lo del viaje romántico y me dejó caer que una empresa suya había comprado la casa de Ernesto. No tenía ni idea de que no era suya, no sabía que era de alguna empresa de alguno de los barandas que se la cedía para uso propio. Un grupo de esos con nombre inglés raro. En ese momento recuerdo que pensé dos cosas. Tenía que buscar con más ganas las maletas de pasta de Ana y comprar matarratas.

(Continuará...)

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La noche que besé a Rita Hayworth

Yo quisiera ser poeta y vivir de lo que escribo. Me gustaría sentarme bajo la sombra de un sauce y llorar por los amores que perdí o que imaginé. Fingir las tardes marchitas en los claustros de otra mente y apurar hasta los posos el beleño de los besos y el azar de las ortigas.

Eso quiero algunas veces, pero luego me convenzo, quizás por necesidad, de que es mejor tramar versos o andamiar relatos cortos sin más previa cortapisa ni más temprana intención que escribir lo que ese día me interese, me atraviese, me endemonie, o empuje mi curiosidad.

Es mejor ser fontanero, dijo la zorra a las uvas. Quizá el racimo sea usted, que está leyendo este cuento, y eso mismo le repito: es mejor ser fontanero, después de acabar un módulo de formación profesional con casi treinta años, tirar de soplete y grifa y poder celebrar de vez en cuando que vendiste lo escrito en vez de devanarte la mollera para escribir lo que venderías.

Mientras haya grifos que cambiar, tuberías que se piquen y desagües que se atasquen, las letras de la hipoteca y la cesta de la compra no dependerán de si mi estilo llega mejor o peor a los lectores, o de si están o no de moda los temas de mis obras.

Y además, la fontanería también es una fuente de inspiración. Todo lo es, para el que cambia la herramienta que lleva entre las manos, pero no la mirada que arrastra sus ojos.

Fue hace años. Si muchos o pocos, no importa. Los bastantes para que la verdad se haya transformado en relato pero no tantos como para que sus protagonistas hayan cambiado tanto que no puedan reconocerse por la calle e intercambiar un saludo, o una sonrisa. Yo aquí sigo, con mis cañerías. Y también ella, por ahí, en algún lado. 

Fue una de esas tardes de invierno, con media lluvia perdiendo media apuesta y un frío completo ganándolas todas. Una de esas tardes que sólo necesitan tres golpes de hisopo para convertirse en cementerios.

Hacía ya rato que había oscurecido cuando me llamaron de un restaurante de las afueras para decirme que el friegaplatos echaba toda el agua fuera. Yo miré el reloj y sugerí que llamasen al servicio técnico del electrodoméstico, pero el dueño del establecimiento no se dejó desviar tan fácilmente y repuso que al aparato no le pasaba nada y que estaba seguro que era cosa del desagüe. Ya había intentado desatascarlo él por los método habituales, pero sólo había conseguido empeorar la avería. Esa noche tenía reservada una cena para treinta personas y no podía permitirse cerrar por avería, así que me rogaba que el echara una mano, aunque le cobrase un poco más de lo corriente. 

Resignado a salir con aquel tiempo, tomé nota de la dirección y le aseguré que estaría allí en media hora, armado de los ácidos más corrosivos y los alambres más largos que pudiese encontrar. Si las cosas iban bien, o razonablemente tranquilas, podía hacerme un buen pellizco en una hora, y siempre era bueno anotarse un tanto con un empresario de la hostelería, que seguramente volvería a llamarme en la siguiente oportunidad o daría mi teléfono a algún otro profesional.

No fue voluntario, lo puedo jurar, pero media hora justa después de la llamada estaba en restaurante, un local donde los fluorescentes temblorosos, más que dar luz, acentuaban el aspecto de trabajoso decoro de mesas, sillas y baldosas fatigadas por los años y la administración con tres decimales de un negocio demasiado a las afueras para ir andando, demasiado céntrico para los clientes de paso por la ciudad.

El dueño, un hombre gordo, calvo y con bigote teñido, me condujo a la cocina y me señaló el desagüe por donde debería evacuarse el agua sucia del fregaplatos. Lo hizo con un solo gesto, como una presentación en sociedad: aquí el desagüe, aquí el fontanero. Espero que disfruten ustedes de las horas que van a pasar juntos. A la chica, alta y con el pelo recogido con horquillas, no se molestó en presentarla.

Yo la saludé con media sonrisa e intenté decirle algo mientras sacaba la herramienta, pero enseguida me di cuenta de que era extranjera y que sólo a duras penas conseguía entender lo que le decía mientras troceaba verdura en una fuente grande y oxidada como el casco de un pesquero alcanzado por la reconversión del sector.

Cuando fallaron los alambres y tuve que echar mano de los ácidos, le dije que saliera de la cocina para evitar los vapores y tuve ocasión de hablar un rato con ella mientras la química intentaba lo que no había podido la física.

Supe entonces que se llamaba Ludmilla y que era húngara, concretamente de Debrecen. Hablaba español mucho mejor de lo que lo entendía, lo que tampoco es mucho decir cuando soy yo el interlocutor, pues reconozco que vocalizo poco, mal y entre muelas.

Había venido a la ciudad a estudiar castellano, pero llegado el momento de regresar había preferido quedarse a trabajar en aquel restaurante antes de volver a su ciudad a buscar un trabajo parecido, pero peor pagado y con menos expectativas de mejorar. Llevaba dos meses en el trabajo y estaba un poco cansada, pero según ella valía la pena.

hablamos un cuarto de hora. A mí me gustaba mirarle los ojos, que se sobreponían al delantal, la blusa de trabajo y las zapatillas, y a ella le gustaba que se los mirase. Tenía una sonrisa que no fui capaz de descifrar y cuando al fin el ácido deshizo lo que fuese que bloqueaba el desagüe le pregunté a qué hora salía de trabajar.

Ella negó con la cabeza y me dijo que nunca salía de trabajar. Que trabajaba todo el día. Toda la vida. Que había sido muy mala y ese era su castigo.

Nunca había oído rechazar una cita de una manera tan original. El gesto de humo me resultó tan atractivo que me prometí intentarlo de nuevo otro día.

Lo hice aquel mismo domingo y luego algunas otras veces, pero parecía cierto que trabajaba todo dos los días, hasta las dos o las tres de la mañana. Me recibía siempre con una sonrisa, me daba las gracias por acordarme de ella y charlaba un rato conmigo mientras seguía trabajando en la cocina.

Un mes después volvió a fallar el desagüe y el dueño del restaurante me llamó de nuevo, un sábado por la noche. esta vez le dije que estaba muy ocupado y que era mejor que llamase a otro. Un sábado a aquellas horas no encontraría a nadie, ni siquiera de los servicios de emergencias, que tardase menos de un par de horas en acudir. Eso mismo dijo él, y cuando vi que estaba medio desesperado le propuse un trato: si me prestaba a su cocinera el domingo por la noche para ir a una fiesta, estaría allí en veinte minutos. Si no, que llamase a Superman.

No lo dudó ni un momento: era más fácil encontrar cocinera para el día siguiente que fontanero para ese mismo momento, así que aceptó.

La más sorprendida fue ella. Tuve que explicarle que al día siguiente tenía una cena, la de todos los años, con los compañeros de Facultad, porque antes de hacerme fontanero había empezado una carrera, y que ya estaba harto de ir sin pareja. Tuve que conseguir que lo considerase un pretexto barato para poder pedirle realmente un favor y que creyese lo que en el fondo era la pura verdad. Así le sucede a menudo a la verdad, que se viste de carnaval para atreverse a salir de la boca.

Al final aceptó. Y cuando aceptó me dio las gracias, como si nunca se hubiera opuesto, y me dijo que ya tenía ganas de descansar algún día. Le pregunté dónde quedábamos y cundo le dije dónde sería la cena me dio una dirección y me dijo que fuese a buscarla a su casa.

No pensé nada. No di nada por hecho. No me hice ilusiones. No sabía siquiera lo que pensaba de ella, salvo que estaba sola, trabajaba demasiado y planeaba volver en cuanto ahorrase algo de dinero a un país demasiado grande y demasiado lejano. No sabía casi nada de ella, pero me bastaba lo que veía: unos ojos grandes, una sonrisa inteligente y alguien con quien evitar el incómodo número impar de tantos años.

Al día siguiente me puse el traje oscuro de las cenas y los entierros y me comprometí conmigo mismo a disfrutar de lo que surgiese, sin darle demasiadas vueltas.

La cena era a las nueve y media y tenía que pasar por su casa a buscarla a las nueve. Cuando llegué estaba aún en vaqueros y zapatillas, y con el eterno atado de horquillas, pero prometió que no tardaría mucho. 

Me fui a la salita a esperar que se cambiara, y cuando regresó diez minutos después casi me caigo de espaldas.

-¿Qué te parezco? - me preguntó apoyada con cuidadosa indolencia bajo el marco de la puerta.

Era Gilda. Tal cual. Con la misma melena roja, el mismo vestido negro y los mismos guantes hasta el codo. Era ella.

No sé lo que tardé en responder. Sólo pude decirle que estaba increíble, o alguna vulgaridad por el estilo. El poeta que se supone que soy no había logrado volver en sí y tuvo que responderle el fontanero. Luego me contó que su país se ganaba algún dinero extra posando como doble de la Hayworth para las revistas o imitándola en pequeños espectáculos locales. Por eso tenía el vestido y había aprendido a maquillarse como ella.

Lo único que pude hacer fue acercarme y besarla suavemente, como quien besa a un santo en su hornacina.

Quizás otro hubiera pensado que era falsa, que sólo era una pobre chica húngara sin amigos, asustada por sus penurias de inmigrante. Algún otro hubiese encontrado patético el remedo, pero yo no la hubiese cambiado por la auténtica.

Porque nunca hubo una Rita Hayworth auténtica.

No más que la mía.

Feindesland. 2011

 

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La leyenda del saco de cebada

Cuentan que hace muchos, muchos años, en un reino muy lejano, las autoridades decidieron que la gente no podía viajar salvo por causas de necesidad, y que salvo estas excepciones, bien tasadas, no podían desplazarse a los feudos de otros condes y marqueses. Unos dicen que fue por causa de la peste, otros que por la escasez de de levadura y hay quien afirma, incluso que fue sólo pro capricho, por ver si la gente se rebelaba o sería dócil ante las nuevas servidumbres que los señores maquinaban en sus cancillerías.

Fuera como fuese, el caso es que la norma cundió, y se impuso, y se publicó con gran abundancia de pregoneros y henchida pompa de heraldos reales.

Encantados de obedecer haciéndose obedecer, los nobles, celoso cada cual de su dominio y su dignidad, controlaban puentes y desfiladeros al acecho de quienes contraviniesen la recia norma, si bien habían acordado que no se interrumpiese el comercio, ni las peregrinaciones extranjeras, ni las labores diarias de los muchos peones que, por razón de su servidumbre, debían moverse con su jumento río arriba o río abajo, montaña abajo o montaña arriba.

Y así se hizo, aunque cada cual fue buscando el ingenio y el artificio que le permitiese cubrir sus necesidades o dar satisfacción a sus gustos. Y de entre estos, de entre los que apelaron al ingenio, dicen que el más popular fue un tal Formoso, tocayo y familiar del Papa del mismo nombre, y tan amigo como este de meterse en camisas de once varas. O aún de doce.

Porque Formoso forjó su leyenda viajando de Compostela a Bizancio, y no al revés, por el simple procedimiento de cargar en su jumento un saco de cebada. Cada vez que lo detenían en algún puente o en algún paso, afirmaba que iba a dar de comer a sus gallinas, una legua más allá, y como dar de comer a los animales era norma forzosa, porque siempre fue gran delito y gran pecado dejar perecer de hambre a los animales domésticos, lo dejaban pasar, sin mayores comprobaciones.

Los dueños de una vaca o un caballo debía portar la bula que justificase la propiedad del animal. Y casi otro tanto los dueños de un perro o un gato, pero las gallinas y los conejos, hasta número de seis, no necesitaban documentación alguna.

Y así salió Formoso de Compostela, y tres veces fue parado antes de Cebreiro, y otras cinco antes de Sahagún, y tres más antes de Burgos... Y hasta setenta veces siete lo pararon y preguntaron, antes de entrar en la vieja Constantinopla, cargado con su saco de cebada que, finalmente, se comió su burro. Allí lo recibió Agapito Coprónimo, haciendo honor a su nombre y al del viejo Constantino, y extendiendo el apelativo a la norma que impedía desplazarse por las tierras de la Cristiandad.

Desde entonces, Coprónimas son todas las leyes que se ponen por poner, sin intención de hacer que nadie las cumpla, ni voluntad de hacerse respetar.

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Por qué dimitió el presidente de los espiritistas

Como un pastor despidiendo afablemente a los fieles a la puerta de su templo, Sir Benjamin Malory estrecha la mano de los miembros de la Society for Researching of Unexplaineden el jardín del sólido edificio que sirve de sede a la Sociedad, una de las más reputadas, ya que no de las más antiguas, del Edimburgo elegante. Absolutamente decidido a no ofrecer ninguna explicación sobre lo ocurrido, acaba de presentar su dimisión como presidente, e incluso ha solicitado la baja como miembro.

Sólo una hora antes maldecía el infausto momento en que se ocurrió invitar a aquel condenado Dr. Shore, geólogo y psiquiatra, a la sociedad paracientífica que dos semanas atrás le brindara el honor de la presidencia. No había sido una imprudencia, ni siquiera una decisión poco meditada: los muchos y celebrados experimentos del doctor en el campo de la detección de presencias paranormales parecieron un inmejorable aval para elegirlo como primer conferenciante dentro del ciclo programado. De hecho, todos los miembros de la Sociedad que vivían a menos de cien millas acudieron puntualmente para ocupar su sitio en el salón. A la hora de inicio de la conferencia sólo quedaba media docena de sillas vacías, tantas como cartas de disculpa dirigidas a Si Benjamin felicitándole por su criterio y aclarando que la inasistencia se debía a otras razones, y nunca a desinterés por el acto programado.

Cuando el doctor Shore se presentó en la sala fue recibido por una cerrada ovación que dio paso enseguida a un silencio casi ritual, somo si el eminente especialista en fenómenos paranormales se dispusiera a conjurar un espectro sobre la tarima en vez de a exponer sus conocimientos sobre los procedimientos técnicos.

Los primeros treinta minutos, destinados a explicar la metodología de sus experimentos, resultaron verdaderamente sustanciales, brillantes hasta el punto de obligar a la concurrencia —poco dada a reconocerse lega en tales materias— a tomar notas sobre la marcha del torrente de novedades que desde el estrado se exponía. Concluida la detallada descripción de los procedimientos, pasó acto seguido a enumerar los hallazgos a que estos habían dado lugar, deteniéndose muy especialmente en las magníficas fotografías de hectoplasmas que se habían ido acumulando en su laboratorio. Tres de ellas fueron arrancadas ansiosamente de mano en mano por los asistentes, que no pudieron evitar romper el casi sacro silencio mantenido hasta ese momento. 

Si la conferencia hubiera concluido en ese punto, Sir Benjamin Malory hubiera podido seguir dedicando su tiempo a la gratificante desocupación de presidir la Sociedad, y con todos los parabienes además, pero el Dr. Shore pasó a continuación a precisar, aún más minuciosamente si cabe, las técnicas con que los mediums profesionales falsificaban tales pruebas. No menos de una docena de ellos estaban presentes, pero ninguno quiso ser el primero en darse por aludido mientras desfilaba ante el público una veintena de fraudes, trucos de magia, prestidigitación, manipulación de placas fotográficas y cuantas añagazas pasaron alguna vez por mente humana: los fuegos fatuos fueron acumulaciones de fósforo, la maldición de Tutankhamon envenenamiento por esporas de un hongo venenoso y hasta la resurrección de Jesucristo se convirtió allí en un simple acto de profanación de sepulcros. El irrefrenable doctor había conseguido en sólo quince minutos poner en su contra a los mediums, los investigadores de la magia egipcia y hasta a los cristianos en general, pero el malestar se tornó ya en estupor cuando, tras recoger las fotografías que con tanto agrado acababa de contemplar su auditorio, pasó a describir los métodos que él mismo había empleado para conseguir aquellas falsificaciones. Y lo dijo así, textualmente.

El altercado que contemplaron los adustos salones de la Royal Society diez años antes con motivo de la poco diplomática teoría de William Walham fue una tibia protesta comparado con el que allí se formó. Acaso los caballeros de la Royal conservaran cierta compostura en aquellos momentos por débito a su linaje y posición, también porque vivían casi todos de otra cosa (rentas, principalmente), pero la abigarrada colección de tahures, quiromantes, mediums, egiptólogos, hipnotistas, astrólogos, espiritistas, hechiceros, adivinos, telépatas, exorcistas, curanderos y levitantes, se tomó mucho peor que fuera tan directa e impúdicamente vituperada su medio de subsistencia. No se pararon tales personajes en apelativos cultos: fue mencionada allí la madre del doctor, la compleja identificación de su padre, sus gustos sexuales, el consentido adulterio de su esposa y su extraordinario parecido con no pocas especies animales de poco recomendable aspecto y cualidades.

El Presidente, Mr. Malory, más por sentirse en su deber que por desacuerdo con lo escuchado de labios de sus administrados, trató de poner orden, pero sólo lo consiguió cuando los insultaros comenzaros a ser repetitivos. Al fin, tras arduos esfuerzos, logró imponer su voz sobre el griterío, y la severidad judicial de sus palabras decretó al fin una pizca de orden en aquel injurioso maremágnum.

—Abandonar la conducta que dos mil años de civilización nos han enseñado como la más apropiada entre personas sensatas no va ayudar en absoluto a demostrar lo veraz de nuestras posturas. Guarden, por tanto, silencio, y escuchemos lo que el doctor tenga que decirnos.

—Gracias— empezó el doctor, que se había mantenido absolutamente indiferente al escándalo de la platea—. Quería decir hace un momento que mis investigaciones no han hallado más que fraudes porque no es posible otra cosa en el campo que nos ocupa. No sabemos qué hacer con los muertos y como nuestra conciencia no nos permite abandonar a los seres queridos en el cementerio y dejar que allí se pudran tranquilamente, inventamos mil historias distintas con que resucitarlos a medias. Y los resucitamos, eso sí, con poderes extraordinarios, con conocimiento e inteligencia superlativas, de lo que resulta que la muerte da más de lo que quita, pues hasta el fantasma del más imbécil puede responder a las difíciles inquisiciones de un espiritista avezado. Pero no es así, señores; se impone la seriedad: los muertos pueden ir al cielo o al infierno, según los creyentes, o a ninguna parte, según los ateos, pero de ninguna manera es admisible pensar que se quedan por aquí, flotando en el vacío, apareciéndose estúpidamente sin mensaje alguno que comunicar. Reconozco, cierto es, que a lo largo de la historia son tantos los casos en que se informa de su presencia que sólo ese motivo es suficiente para dar crédito a su existencia, pero si por un momento se deciden a razonar, convendrán conmigo en que tan perenne es su presencia en la historia como las causas que a mi parecer originan la alucinación que les da vida: el miedo a la muerte y el ansia de justificar lo injustificable.

Nuevos murmullos, atajados sin piedad por la presidencia.

—Cuando se es una persona importante, un rey digamos, resulta doloroso reconocer que el día en que nos abrace la tierra se acabará nuestra influencia, nuestro poder y nuestro dominio sobre las decisiones ajenas. Los que en tal coyuntura no se conforman con escribir testamentos, que es la forma en que habitualmente tratan los muertos de seguir imponiéndose a los vivos, suelen ser los más propensos a ver las almas de quienes les antecedieron, o a creer a quienes dicen haberlas visto; y si el rey lo cree mejor será a sus súbditos hacer otro tanto. Nace así un mito que de puro conocido llega a ser indiscutible: la literatura no hace más que darme la razón, y ustedes que lo niegan, mejor harían en leer a Shakespeare en vez de esos burdos folletones que tan ajados descansan ahora en la biblioteca de esta sociedad.

  Regreso de los gritos, sofocados sin necesidad de intervención alguna al margen de quienes querían seguir escuchando, así fuera por curiosidad, el resto del razonamiento.

—Si, por contra, una persona ni ha sido rey, siquiera en su casa, ni ha hecho nada en la vida, ni encuentra posibilidad alguna de hacerlo, parece lógico que el deseo de prolongar la existencia, y no en mundo superior alguno, sino al lado de parientes, conocidos y enemigos, le impulse a creer que es posible vagar por las casas, los campanarios o los cruces de caminos. De ese modo no es extraño que esas gentes, que de pura abundancia son legión, suelan creer lo que otras más imaginativas les cuenten acerca de lo visto u oído en tal o cual abandonado paraje. Porque convendrán conmigo en que los fantasmas jamás son vistos por muchedumbres.

Dos docenas de discursos brotaron entre el público, tratando de contradecir al orador, pero Sir Benjamin quería acabar con aquello cuanto antes y con un gesto ordenó silencio. Con menos partsimonia de la habitual, secó el sudor que coronaba su frente e indicó al doctor que podía continuar. 

—Pero hay otras muchas causas que producen las apariciones que hoy nos interesan. Una de los más interesantes partos de un fantasma es el del que sabe algo que no debe saber o quiere decir algo que no debe decir, y se libera de las crueles ataduras del sigilo o la prudencia atribuyendo sus palabras al oráculo de un muerto. ¡Bravo por su osadía!, pero si bien está creerlo en público para evitar otras investigaciones, siempre enfadosas, no han puesto aún los lingüistas nombre a la superlativa estupidez que constituye seguir creyéndolo en privado. Tal sería seguir defendiendo la existencia de Papá Nöel o los Reyes Magos después de que los niños se hayan acostado.

Los gritos que siguieron a esta aseveración tardaron en ser silenciados algo más que los anteriores. 

—Por último, porque observo que poco tiempo más podré dirigirme a ustedes, está el aburrimiento. La gente se aburre, terrible, espantosamente se aburre, y en tales sofocos de fastidio está dispuesta a buscar lo que sea, cualquier superchería capaz convencerles de que la vida que llevan es algo distinto de la porquería que en realidad es. Los fantasmas cumplen la doble misión de prometerles una prolongación más allá de la fosa y entretenerles mientras viven, ¿qué más se puede pedir?

Y para que no digan que no dejo una puerta abierta a la posibilidad, porque posible lo es todo, quiero terminar diciendo que si alguien tuviera una existencia posterior a la muerte sería alguien con una gran obra inconclusa, y los hombres con grandes obras son gente de talento o de coraje, gente muy ocupada que ni se dejaría convocar por mediums ni fotografiar por espantajos como ustedes, de lo que resulta que el famoso Más Allá del que esta Sociedad se ocupa está habitado por las almas de los tontos muertos que se dedican a dejarse interrogar y retratar por los tontos vivos. Muchas gracias.

Como nadie recordaba otros distintos, los insultos del principio se repitieron de nuevo, aunque diez veces magnificados en volumen.

Viendo que allí no tenía nada más que hacer ni que decir, el doctor Shore se puso tranquilamente su abrigo, dio la mano a su anfitrión, se calzó los guantes y atravesando la pared, se fue.

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Cuatro plumas y un relato (1): El club de los suicidas involuntarios [+18]

Eso es lo que alguien había escrito en el sobre que había encima de su mesa: "El club de los suicidas involuntarios". Ramón arqueó una ceja mientras pensaba si aquello era otra broma de Javi. Javi siempre estaba haciendo el payaso, o mejor dicho, era el tío más payaso de la redacción. Del mundo quizá. Miró en dirección a la mesa de su compañero, y cuando vio la silla vacía, recordó haber visto a Javi caminando en dirección al archivo del periódico. Con toda seguridad iba a surtirse de fotografías. Las necesitaba para poder realizar su ejercicio favorito en horario laboral: un pajote en el baño. Tenía más vicio que una garrota el mamón.

—Anita, cariño, ¿Javi ha dejado este sobre aquí?—le preguntó a su compañera de al lado.

—Hasta el coño me tenéis los dos con vuestras gilipolleces. Y yo aquí haciendo el trabajo de los tres. —bufó sin levantar la vista del teclado.

—Joder Ana, que solo he ido a mear. Luego te invito a un pincho y un pelotazo.

Ana suspiró, y levantó la vista del teclado mirando a Ramón con una mezcla de ternura y hastío.

—Javi ha dicho que iba a repasar no sé qué de Sofía Loren en el archivo. Eso lo ha dejado en tu mesa un mensajero que preguntaba por ti. Ahí tienes también el albarán. Y que sean un pincho y dos pelotazos mejor, que estoy viendo que me vais a dar el día.

Ramón miró el albarán y cantaba de lejos. Era más falso que un duro de madera. Él figuraba como destinatario, pero no se habían molestado en escribir ni la dirección, ni el nombre del periódico, ni redactor de sucesos ni nada más. Esto era cosa de Javi seguro. Esa dejadez le delataba.

En estas cavilaciones estaba Ramón, cuando de reojo le pareció ver una sombra que pasaba a toda velocidad por detrás de la ventana que daba a la calle. Casi inmediatamente después, llegó a través de la ventana entreabierta, un estruendo de metal chocando con cristales. Ramón corrió hacia la ventana, se asomó, y dos pisos más abajo observó estupefacto la marquesina de la entrada destrozada. Encima de aquella ensalada de aluminio, sangre y cristales rotos se recortaba en una postura imposible, el cuerpo retorcido de un chico. Llevaba puesto un casco de moto. Mierda. El mensajero. Ramón se fijó en que el chico no había muerto en la caída porque movió el brazo izquierdo hacia su pecho, en un gesto que parecía querer proteger algo que apretaba con fuerza dentro de su puño.

CONTINÚA

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____4____

Nunca olvidaré la madrugada del 4 del 4 del 2004. La Presa de las 4 Gargantas cuando abre sus compuertas no hace más ruido que la cisterna (del cuatrero) de mi vecino del 4º. Me despertó. Me giré, me puse a 4 patas con cuidado de no despertar a mi mujer en nuestro 4º aniversario, ni a mis 4 hijos, alcancé mi Nokia 4444. Vi la hora, eran las 4:44 y.... 44 segundos, momento exacto en el que la batería estaba al 44%. Todo cuadraba. Esa misma mañana fui al concesionario de la marca de los 4 aros a comprarme ese S4 Quattro. Me cautivaba su potente motor de 444 caballos que lo impulsaba de cero a cien en 4 segundos, era un rápido 4 puertas de 4 plazas y por supuesto tracción 4x4. Nunca olvidaré mi 44 cumpleaños.

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En lo profundo de la noche, he llorado

En lo profundo de la noche, he llorado. He recordado que también soy ser humano, que amar no está vetado.

He anhelado desde que te fuiste, y por vez primera he vuelto a llorar. He cortejado a las sombras para que me maten y aún no lo he logrado. Te echo de menos y duele que nunca puedas saberlo.

Soñé contigo. Triste, distante, una persona profunda que pocos conocieron de verdad. Mirada inteligente, creadora de mundos desconocidos. Tu imaginación impregnaba el hogar, con aquellos mandalas y la cascada de melodías. Una vieja radio moderna confesaba el interior; tu interior; nuestro interior.

Los solitarios con naipes, tus cartas del tarot, ritual inquebrantable. Era tu momento de reflexión, la buda junto al río. Un hogar sólido que empezó a deteriorarse el mismo día que te fuiste. Aves muertas en la calle fueron testigos de un juicio que nadie comprendió.

Te llevó el humo desde dentro. Se expandió y formó la silueta de tu cuerpo como si fuese una segunda sombra. El negro más puro carcome. Y desde siempre ya sabías que podría ocurrir, esa fue la verdadera maldición. Una calada tras otra y de repente, oscuridad. Una eterna noche desde el día hecho diagnostico. Un sol negro en tu interior, penumbras a nuestro alrededor.

Y mi historia con el hospital se prolonga por culpa de que me alimento de recuerdo. Bucles me azotan. Pero debo borrar las huellas que son el rastro para aquel día. Debo lograr hasta que tus cenizas sean parte del paisaje idílico, y el mejor modo de hacerlo es recordar lo bueno: siempre, para siempre.

Recordar que también reías...

Siempre.

Recordar tu sabiduría,

Así siempre.

Recordar que eras bella.

Por siempre.

Creo que te lo debía, un texto, el testimonio que te merecías. Quiero que descanses en las mentes de los demás, que seas guardián. Sonríe, porque no hay final, esa es la realidad. Sigue leyendo y sigue creciendo junto a la cultura que nos diste. Sigue paseando y sigue siendo la persona más responsable. Sigue luchando y sigue siendo consciente, con ese sentido común de mujer valiosa que vivió la época equivocada.

Sigue siendo. Por ti, por nosotros.

Para siempre.

Y en lo profundo de la noche, he llorado.

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El corrector de estilo

“Llovía sobre el epitafio que amaneció cubierto de escarcha.”

Si empezamos así vamos a acabar mal, Cristina.

Una frase y dos tonterías: acabamos mal.

....

Si no pones una coma en medio, resulta que sólo llovía sobre un epitafio: sobre el que amaneció cubierto de escarcha. Esa coma ausente da a entender que había otros. ¿Sobre los otros no llovía?

....

Y a ver cómo explicas la lluvia y la escarcha, todo a la vez. Primero la escarcha, al amanecer, y luego, a las cinco de la tarde, la lluvia. Muchos cambios de tiempo para tan poca cosa.

No sé si quieres fijar la atención en el amanecer, la lluvia o la escarcha, o sólo hacer ilusionismo con palabras biensonantes. La frase es hueca. La frase es una bobería.

Y no me mires así, como si te estuviera pegando. Tu padre me contrató para eso: para corregirte y para hacer de ti una escritora de provecho.

....

No sé de quién va a ser el provecho. Eso pregúntaselo a tu padre que es el que paga.

....

Venga, mujer. No pongas esa cara. Ven.

....

No. Tu padre no me paga también por acariciarte. No seas venenosa. Esto es de balde.

....

Vaya: veo que algo has aprendido. Si: de balde significa también en vano. ¿No vas a darme un beso?

....

¿Ni siquiera uno?

....

¿Y a mí que más me da que tengas novio formal y vayas a casarte en marzo? Eso es un matrimonio de conveniencia.

....

De mi conveniencia, no, por supuesto. No seas injusta. ¿Cómo puedo presentarme a pedir tu mano con lo que gano? ¡Me echarían a patadas!

....

Mira: hago lo que puedo. Sigo mi vocación. Qué más quisiera yo que vender mis libros y no tener que dedicarme...

....

Lo de complacer niñas malcriadas lo has dicho tú. Yo iba a decir a la enseñanza.

....

¡Pero es mi vocación!, ¡debes entenderlo!

....

Pues mira: no lo sé. No sé cómo se llama el hombre que, por no aceptar un trabajo digno, consiente que la mujer que ama se case con otro.

....

No. Ese es el que consiente en el adulterio de su esposa y yo no hago eso. Insultemos con propiedad.

....

Mira: vamos a dejarlo. Otra frase: “Y, sin embargo, murió sola” 

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Por envidia

Marina llegó sin avisar, esas cosas pasan y le pasan a ella más que a nadie. Le dijo a Javier que tenían que hablar, como siempre que había algún pequeño lío, dramatizado como si fuera la caída del muro de Berlín. “Que a la niña la han llamado chinita de mierda en el colegio.”

A Javier se le erizó la nuca, esta vez no era nada ligero ni poco grave. En ese momento recordó, sin venir a cuento, su divorcio y lo amigable que había sido todo, ni escándalos, ni quejas, ni jueces de un color o de otro, nada. Todo fue bien como personas civilizadas.

No es que Marina buscará en Javier que hiciera algo que ella no podía hacer, no, ella se bastaba y se sobraba para resolver esta cuestión, pero sabía que él era el padre de Yeni, su hija adoptada.

Yeni era una niña fuerte, lo era, y podía encajar muchos golpes que la sociedad pudiera intentar lanzarle, pero aquel día llegó llorando a casa de Marina. Ella y Javier compartían el tiempo en casas separadas pero seguían siendo los padres de Yeni, los dos la querían, sin matices.

 -Cuéntame más... ¿qué ha pasado? –dijo Javier mientras le traía un té con hielo a Marina.

-Unos niños, en el patio, cuando estaban jugando al fútbol, le dijeron que a la “chinita de mierda” no la querían en su equipo –dijo ella mirando al suelo con pena.

-Joder, no me jodas... pero si lleva años en ese colegio...

-Aún no he hablado con la dirección del colegio –seguía mirando al suelo, más preocupada por lo sucedido que por lo que él pudiera decir.

-Vamos mañana y hablamos con el tutor... –Javier se sentó a su lado sin saber si cogerla de los hombros afectuosamente o dejarlo correr.     

 Marina comenzó a llorar lentamente, sin voluntad ninguna, como si fuera el acto natural del rocío por la mañana. Sólo apuntó a decir un par de palabras.

 -¿Por qué?

 Tras pensar mucho en lo que quería decir esa pregunta, que evidentemente no tenía nada que ver con ir a hablar con el tutor, Javier, masculló una frase.

 -Los niños son crueles.

 Marina se lo quedó mirando por un instante. Javier corrigió la frase dándose cuenta de la estupidez que había dicho.

 -Es buena en fútbol, por eso la rechazan. Por envidia.

 Ella siguió sin entender la frase y ya estaba pensando que Javier no entendía el problema.

 -Lo sé, lo sé, Marina, es nuestra hija y hay que hacer algo. Hablo con ella esta noche, antes de que vayamos mañana en el colegio.  

 Concretaron hora para hablar con el tutor y enviaron un mensaje al colegio. Mensaje que nadie respondió.

 Esa noche, Javier y Yeni habían quedado en una cafetería debajo de casa de Marina. A una hora prudente. Ella muy preocupada por el tiempo de estudio que estaba dedicando a hablar con su padre.

 -Papi, ya sé que no eres mi padre real, sólo mi padre-padre, el que me ha cuidado todo este tiempo.

-Y yo sé que tú sabes que soy un padre-padre... no quien te engendró. Lo hablamos cuando eras muy pequeña.

-Papi, me gusta mucho jugar al fútbol... –dijo ella con un mohín de incomodidad.

-Lo sé.

-Pero no me dejan jugar con nadie porque marco goles... No lo entiendo.

-Yo tampoco –dijo Javier suspirando porque en el fondo sí entendía el comportamiento humano.

-Tú seguro que sí lo sabes –respondió ella con un ligero brillo de admiración en los ojos.

-Mañana iremos a hablar con tu tutor.

-Ya. Pero seguiré siendo la chinita que marca goles –dijo ella dándole vueltas al vaso de su refresco.

-¿Sabes una cosa? Me encanta que te guste el fútbol y que seas tan buena jugadora.

-Lo sé, papi, y a mami también le gusta.

-Te voy a ser sincero porque sé que no eres nada tonta. No sé qué vamos a conseguir mañana hablando en el colegio en tu defensa de este abuso cultural, racista o simplemente de envidia pura.

-¿Y si dejo el fútbol?

-Hagas lo que hagas algunas personas seguirán faltándote al respeto. La única solución sería... –Javier sabía que no podía terminar la frase.

-Olvidarlo todo y seguir adelante, ¿no?

-Sí, eso, eso mismo... –Menos mal que su hija era más calmada y serena que él.

  A la mañana siguiente, el tutor no tenía mucho tiempo para hablar con ellos. Dos frases educadas y poco más. Fuera, en el patio, se estaban organizando los equipos para jugar un rato al fútbol.

 

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La leyenda equivocada (I)

Hay quien piensa que en tiempo de guerra y de tormento se suspenden las vidas de los hombres, hasta que de nuevo impera al fin la paz y es posible regresar a las pequeñas alegrías y las navegables cuitas cotidianas.

Hay quien cree que las batallas y las grandes hecatombes congelan los años y los alientos a la vez que hacen correr la sangre, y que los tiempos de tumulto y desolación pertenecen a otra cuenta diferente de los días y los siglos, ajena al cómputo somnoliento que rige el transcurrir de las existencias comunes.

Pero están equivocados: nada interrumpe el curso de la vida. Durante el mayor seísmo o la mayor erupción, cuando la tierra eclosiona en grietas y llamaradas, prosigue la primavera, y el arbusto que está en flor se resiste a marchitarse por mucho que la muerte haya devorado ya a todos sus vecinos. 

Lo mismo sucede con los hombres y sus anhelos.

Porque el amor no descansa, como no descansa el odio, y hasta en los años sombríos de terror y destrucción, en los más escondidos rincones de la Tierra, donde la historia y la leyenda se confunden en un aquelarre de sangre, florecen apasionados testimonios de que siempre hay un espacio y un momento para olvidar los pesares y mirar con esperanza los años venideros.

La guerra es entonces un instante entre paréntesis, y cada cual, espada en mano, mientras aguarda el momento de cargar contra el enemigo, piensa en su dama o en sus tierras, en la ofensa del vecino o la herencia del padre anciano, porque morir en la batalla sólo mueren los demás, y en pocas horas todo habrá terminado y cada cual regresará a su casa, al entorno que cada uno haya sido capaz de procurarse.

Porque no hay guerra que valga la pena si no es por defender un hogar, aunque sea una cueva, o un modo de hacer las cosas. Sólo se lucha por lo que se ama, y nadie ama lo que le es ajeno.

« Cada paso que retrocedáis, la muerte se acercará a vuestras casas». Eso les dijo el conde, y señores y villanos, caballeros y escuderos, supieron que era verdad, que no había más remedio que resistir día a día, o pasar a la ofensiva para morir de una vez y quitarse de tanto trasiego como estaban padeciendo.

Pero incluso en los peores momentos, acosado por el hambre y la fatiga, con las manos desolladas de manejar el arriaz, con los hombros en carne viva de sujetar el escudo, cualquier soldado lleva impreso en su cerebro o en sus tripas que hay que volver.

Siempre hay que volver para seguir viviendo, incluso cuando se va a la guerra tras la bandera de un hombre como Vlad el Empalador, hijo de Vlad Dracul, El Demonio. Hay que pensar en el amor y en las cosechas incluso después de haber empalado a cien hombres y cortado las cabezas de otros tantos para dejarlas como mojones sobre el camino. Hay que olvidar para volver.

Y para poder olvidar no hay que ofrecer resquicio a la duda: hay que estar siempre seguro, convencido hasta la médula de que cuando faltan los diez mil soldados precisos para plantar batalla, sólo queda el terror como aliado. 

Y es difícil convencerse de tal cosa porque repugna a la conciencia. Pero los que quedaron en sus casas no esperan deber sus vidas y sus haciendas al peso de tu conciencia, sino al peso tu espada. Y te imaginas el día en que tu esposa o tus hijos sean los degollados, como tantos otros que has visto, y te imaginas ante sus cuerpos exangües tratando de explicar que tal cosa sucedió por temor a ser tachado de salvaje. Y te rebelas. Y comprendes que sólo importa volver y tener un hogar al que volver. Y comprendes que si no es posible alejar a los turcos por las armas se los ha de alejar por el espanto.

Un espanto inolvidable. Un horror tan desmedido que hasta los nervios se aflojen y la historia se estremezca. Eso es lo que está a punto de desatarse. Suenan como tambores los cascos de los caballos: va a comenzar la hecatombe.

A la misma hora, al mismo tiempo que Miguel Ángel nace en Caprese y le es concedido a Da Vinci el título de maestro, cuando Boticelli firma satisfecho su retrato de Giuliano de Medici. En esa inolvidable y precisa hora, Vlad Tepes el Empalador desenvaina su espada y ordena cargar contra el enemigo. 

Dirán de él que es un bárbaro en tiempo de luces, pero él es quien guarda la puerta para que la fiesta pueda continuar en los jardines. Él es quien se enfrenta al turco, batiéndolo por tierra antes de que los españoles lo detengan también por mar en Lepanto. Vlad Tepes no sabe a quién defiende. Ni lo sabe ni le importa: le basta con seguir llamando suya a su tierra. 

Y con perfecta ignorancia de lo que en su campaña se juega el mundo, asegura el broche de su capa, se cala el yelmo y con un horrendo grito se lanza al ataque. Le siguen los suyos, sedientos de sangre, o borrachos de miedo. No importa: le siguen.

El estruendo de los caballos se impone a todos los demás sonidos, y pronto entrechocan las primeras armas. Las mazas silban en el aire, gritan los hombres, arrojando gritos de dolor o maldiciones, y resuenan los escudos al parar cada mandoble. Los turcos tratan de imponer su mayor número, pero ya no hay fe en los ojos de sus soldados, ni sienten en sus corazones la ardiente y santa furia del combate contra los infieles. Porque no se enfrentan en esos campos helados la cruz y la media luna: lucha el mundo contra el infierno, la codicia contra el terror. 

Los turcos se ven perdidos. Son siete contra uno y se ven perdidos. Iban a la Guerra Santa a luchar contra las huestes de Satanás, pero se encontraron con Satanás en persona. Siempre fue así: la sombra negra detiene a la bestia hambrienta; lo que emerge del cementerio intimida a lo que sale del antro; lo feroz se asusta de lo siniestro. 

Ya no hay esperanza de victoria para los turcos, y pronto emprenderán la retirada mientras los heridos, los que no pueden huir, tratan de darse muerte a sí mismos para no ser hechos prisioneros. Esta es la hora que anunció el profeta en que los vivos envidiarían a los muertos. Esta es la hora.

Los capitanes de Vlad Tepes ordenan perseguir a los fugitivos, sin descanso, sin miedo a que puedan reagruparse y tender una emboscada. Saben que el enemigo ha perdido cualquier vestigio de coraje, cualquier voluntad de resistencia. Los que pueden, huyen hacia sus propias líneas; los que no, tratan de escapar hacia los bosques, o hacia los montes, a la espera del momento en que puedan abandonar sus escondrijos. 

Los hombres del conde Tepes no dan tregua en su cacería, celebrando su victoria, celebrando sobre todo que tampoco este año los musulmanes cercarán sus castillos, ni quemarán sus cosechas, ni le exigirán tributo alguno. Se acordarán de la sangre hirviendo, en vez de aceite, que les fue arrojada desde las almenas, y creerán más conveniente probar su fuerza en otro lado. 

Se arrancarán las barbas, rasgarán sus vestiduras recordando a los amigos, a los parientes empalados en los caminos, dejados a la merced de los cuervos y las fieras. Verán en sueños las manos cercenadas colgando de los árboles, pero aunque les arda el corazón de odio y deseo de revancha, no tendrán valor para volver, y la tierra de Valaquia será libre mientras siga bajo la protección de este fiero Lucifer de las montañas.

Tres días duró la persecución después de la batalla, hasta que al amanecer del cuarto llegó la nieve a poner punto final, por unos meses, a aquella orgía de espanto. 

Nieve cerrada, en tupidas cortinas, que en pocas horas cubría los caminos y las copas de los árboles. Nieve que absorbía las palabras de las bocas antes de que fueran pronunciadas, que allanaba las huellas de las pisadas y hasta el relieve del horizonte con su mortaja de frío.

Por fin la nieve de la paz.

—Volvemos a casa —anunció escuetamente el conde. 

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La leyenda equivocada (II)

Fue en aquellos días cuando comenzaron a escucharse extrañas historias, murmuradas entre dientes en las interminables noches de las aldeas, o susurradas con miedo en las perdidas majadas de los pastores trashumantes. Los primeros lugares donde se oyó hablar de tales prodigios fue en los pequeños villorrios donde se detuvieron los hombres del conde Tepes de regreso a casa. Ni caballeros, ni soldados ni escuderos se hubiesen atrevido a despegar los labios de sospechar que sus palabras pudiesen llegar a oídos del conde, pero sin duda algunos aliviaron el peso de sus conciencias en la intimidad de las alcobas o en la camaradería de los campamentos, y pronto la región entera se vio estremecida por un temor sin nombre, distinto al de los turcos, más oscuro y más antiguo que cualquier horror de guerra.

Se decía que unas horribles criaturas formadas de lodo y sombra atacaban por la noche a los animales, sorbiéndoles la sangre. Algunos, los más funestos, saciaban también su voracidad en seres humanos, hasta que sus víctimas morían extenuadas y se convertían en un nuevo engendro sediento de vida. Se decía que algunos hombres dormían en catafalcos, y que después de morir permanecían intactos en sus tumbas, con la piel siempre fresca, y que mantenían su lozanía alimentándose con la sangre de los vivos en un constante aquelarre de tinieblas infernales, sin esperanza de verdadera muerte ni de verdadera resurrección. 

Se decía que los hombres del conde Tepes habían visto tanto horror y tanto espanto en el campo de batalla que muchos se habían vuelto locos y se bañaban en la sangre de los animales, comían carne cruda y aullaban a la luna por las noches, lo mismo que los lobos. Era el precio que el espanto se cobraba a cambio de la fuerza de su brazo en aquella guerra. Era el precio y había que pagarlo a cambio de la libertad: si hasta el más clemente y liberal de los señores exigía un estipendio por su auxilio en la campaña, ¿qué otra cosa podía esperarse del demonio?

Los hombres del conde Tepes regresaban victoriosos, sí, pero se decía que sus almas se habían extraviado en los laberintos de lo atroz y que muchos se habían vuelto locos, arrojándose con sus caballos por los precipicios de las montañas, y que otros habían perdido la facultad del habla. En todas las mesnadas que regresaron a los pueblos y ciudades de Valaquia había un loco, portador de una historia que ya no podría contar. En sus ojos había algo más allá de todo miedo, y los que aún podían hablar y recordar lo sucedido callaban inundándose en vapores de vino o de hidromiel.

Pero el pueblo hablaba. Hablaba de todos modos. Burgueses y campesinos aumentaban a su sabor lo poco que había oído e inventaban lo que no podía saber. Descifraban historias de espanto en los rostros de los que habían vuelto con la misma determinación y la misma fe ciega con que interpretaban la historia sagrada en los retablos de las iglesias. Y crearon así la iconografía del miedo. 

Se decía que algunos de los hombres del conde Tepes, y el propio conde incluso, habían vendido su alma al diablo para poder salir victoriosos de aquella guerra imposible, y el diablo se cobraba su precio impidiéndoles morir para que hicieran otros adeptos a la satánica hueste mordiéndolos en las horas más oscuras de la noche.

No era la primera vez que circulaban tales rumores por aquella región, pero nunca habían causado tanta alarma ni encerrado a los campesinos en sus casas con tantas trancas y cerrojos. Porque la historia era antigua, pero no así el semblante de los hombres que la repetían, ni la milagrosa victoria que la acompañaba. Algunos pensaron que hubiese sido mejor caer en manos de los turcos, pero la mayoría convino en que era una bendición deberse a un señor como el conde Tepes, que prefería vender su propia alma al diablo antes que rendir a su gente al enemigo. Nunca un señor feudal hizo tanto; nunca con otro se contrajo deuda tan enorme.

Las gentes se escondieron en sus casas esperando que la víctima fuese otro, y cuando alguien moría, aunque fuese la más esperable de las muertes, decapitaban el cadáver antes de hacerlo descender a la tierra.

Así, en pocas semanas, la monstruosa historia de los seres de sombra y lodo se extendió por todas las montañas de Valaquia.

El rumor no tardó en llegar también a Kronstadt. Primero lo repitieron las mujerucas que atendían miserables puestos de fruta o de carne en el mercado, pero luego, en poco tiempo se hicieron eco de él también algunas personas de calidad. Sin miedo a empañar su prestigio por unirse a lo más bajo del pueblo en sus supersticiones, repitieron a quien quiso que escucharles que varias veces habían visto a las siniestras criaturas de las que hablaba la conseja intentando abrir las ventanas de sus casas, o merodeando por los callejones. La superstición y el miedo no entienden de diferencias sociales.

Uno de aquellos hombres, un hidalgo medianamente rico, perdió a su hija y a una joven sirvienta en el corto espacio de diez días, ambas aquejadas de una inexplicable languidez, y la leyenda cobró alas.

Se decía que aquellas criaturas, a las que habían dado el nombre de vampiros, no podían subsistir sin la sangre de los vivos. Podían flotar en el aire y no eran reflejados ni por el agua ni por los metales, ni por el azogue de los espejos. Sus víctimas morían poco después de ser atacadas y se convertían inmediatamente en nuevos siervos de Dracul, que en la lengua de aquellas regiones significa Satanás. Así se quedarían, a medio camino entre la vida y la muerte, durmiendo en sus tumbas y saliendo de noche a cometer sus crímenes, hasta que fueran liberados de la maldición, pero nadie conocía la manera exacta de hacerlo: uno decían que bastaba con decapitarlos; otros que se les debía clavar una estaca en el corazón mientras dormían; otros afirmaban que se les debía atravesar de parte a parte con una espada de plata y algunos afirmaban que bastaba exponerlos a la luz del sol, pues semejantes criaturas no podían soportarla y se convertían en polvo en cuanto los rayos solares alcanzaban sus repugnantes cuerpos.

La leyenda prosperó y el miedo se adueñó en la ciudad de tal modo que al caer la tarde pocos eran los que se aventuraban a recorrer las calles.

Entonces, a principios de diciembre, comenzó a nevar, y los que no querían reconocer que preferían quedarse encerrados en sus casas por miedo a las terribles criaturas de sombra y lodo, encontraron en la nieve el pretexto ideal para permanecer en lugar seguro.

Comenzó a nevar a primeros de diciembre y no paró en tres semanas.

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Desorientado

Le dolían la cabeza, la espalda, las rodillas y algunas partes más de su cuerpo: demasiadas para enumeraras todas. Había intentado incorporarse, pero se había golpeado contra el techo. Después de aquello prefirió quedarse inmóvil, tratando de vencer las náuseas. 

Llevaba despierto algún tiempo aunque no sabía exactamente cuánto. Podía ser una hora, o dos, o cinco, porque a ratos volvía sentirse atenazado por el sopor para hundirse en una vorágine de recuerdos y pesadillas en las que todo daba vueltas, confundiéndose en oleadas sucesivas de euforia y angustia. Luego retomaba las riendas de su mente y se obligaba a permanecer despierto buscando respuestas a la larga lista de preguntas que se iba acumulando: ¿dónde estaba?, ¿qué hacía allí?, ¿qué había ocurrido?, ¿por qué se sentía tan mal?

Al fin parecía amanecer y ese mínimo eslabón lo mantenía atado a la consciencia. Tenía que permanecer despierto y tratar de adivinar qué había ocurrido. Y escapar, por supuesto. Eso era lo primero. No necesitaba lucidez alguna para darse cuenta de que estaba atrapado en alguna parte. La fracción más primitiva de su cerebro se bastaba y se sobraba para avisarle de ese peligro.

La luz se colaba por una mínima rendija sobre su cabeza. La apuró con avaricia, e incluso lanzó sus manos hacia ella, como si alguien le hubiese arrojado una cuerda en medio de un naufragio.

Pero con ese gesto desesperado, en vez de atrapar la luz, la cegaba, así que retiró de nuevo las manos, se las pasó por el rostro y comprobó que estaba empapado. No sabía si era sudor. Esperaba que sí. También podía ser sangre o algún tipo de humedad que goteara sobre su cabeza. Podía ser cualquier cosa: se llevó los dedos a la boca y no distinguió sabor alguno: por lo menos no era sangre.

Trató de mirar la hora pero no tenía reloj. Se palpó el resto del cuerpo y comprobó sorprendido que estaba completamente desnudo. No importaba: era verano y los días solían ser lo bastante calurosos para no temer morir de frío. ¿Pero por qué demonios lo habrían desnudado? Para humillarlo, seguramente, y complicarle la huida.

Tal vez lo peor ya hubiera pasado. O no. Seguro que no. En situaciones como la suya lo peor está siempre por venir. Tenía que encontrar la manera de salir, buscar otras rendijas, lo que fuese. Averiguar dónde estaba y pensar el modo de escapar.

Sólo recordaba una discusión, unas cuantas amenazas en un lugar lleno de gente. No podía haber pasado nada allí. Tenía que haber sido después, ¿pero cómo?, ¿y cuándo? No lograba recordarlo. Si pudiese recordar lo que había sucedido quizás eso le diese alguna idea sobre el lugar en el que se encontraba. Un zulo seguramente. Un escondrijo de mierda para mantenerlo fuera de circulación una temporada o pedir algo a cambio de su liberación. 

Quién lo había hecho estaba claro. Había sido Argüelles. Seguro. ¿Quién iba a ser si no? ¿Pero qué demonios podía pedirle Argüelles?, ¿por qué lo tenía allí? Quizás quisiera asustarlo.

Sus pensamientos fluían cada vez con mayor claridad. ¿Lo habían drogado? Posiblemente. No recordaba nada. Sólo la discusión. Quizás alguien le hubiese echado algo en la bebida, y simplemente habían esperado a que perdiera el conocimiento. Muy propio de Argüelles, el miserable. Nada de violencia. Nada de sangre. ¿Qué clase de gangster de medio pelo se puede desmayar al ver la sangre? Había sido Argüelles: era propio de él. Lo habían desnudado, pero no estaba atado, ni esposado. Las típicas chorradas de Argüelles y su repugnancia por todo lo que fuese violento.

A través de la rendija sólo se veía el cielo. No podía localizar el lugar en que lo habían metido, pero si era un maletero, el coche no estaba en movimiento. Probablemente estaría en el campo, junto a un chalé o una finca de las afueras. No se oía ni un ruido. Seguramente lo habrían dejado allí a la espera de que alguien fuese recogerlo, o estaban preparando un sitio donde retenerlo. 

Pensó un momento si debía gritar y decidió que sí. Podían oírlo sus secuestradores y darle otro golpe en la cabeza, como el que aún le dolía, pero era su única oportunidad. Quizás estuviese en una urbanización y lo oyesen los vecinos.

Gritó con todas sus fuerzas y un pájaro le respondió con sus trinos. Estaba en el campo, de eso no cabía duda. Argüelles tenía un chalé, pero no recordaba si en la sierra del Norte, junto a Villalba, o cerca de Toledo. O a lo mejor en los dos sitios. A Argüelles no le gustaban los lugares solitarios, así que tenía que seguir intentando que lo oyese alguien. Gritó de nuevo y aguzó el oído: esta vez ni siquiera escuchó al pájaro. Sólo el rumor de la brisa sobre los árboles.

En las horas que había pasado inconsciente podían haberlo llevado a cualquier sitio, pero seguramente seguía cerca de Madrid. Argüelles no se arriesgaría a dejarlo al cargo de otra persona sin poder ir a comprobar de vez en cuando cómo iban las cosas, y era demasiado vago para tomarse la molestia de viajar muy lejos.

No estaba en un coche. En un coche tendría las piernas encogidas. Estaba en un chalé, casi seguro, ¡y lo habían metido en el hueco del calentador del agua! Por eso la humedad, por eso el techo sobre su cabeza! Volvía a sentir el tacto en los dedos y no era metálico, como había pensando en un principio. Sólo frío, pero no metálico. Empujó el techo con todas sus fuerzas pero no se movió ni un milímetro.

Gritó de nuevo, y nada. Aún era pronto para que pasara por allí ningún excursionista, ni el cartero, ni un coche siquiera. Tenía que reservar fuerzas. Además, si gritaba antes de que pudiera oírlo otra persona, podía alertar a los secuestradores y volverían a golpearlo, o lo forzarían a tomar alguna porquería que lo mantuviese fuera de combate hasta que encontrasen un lugar más discreto. Lo mejor era escuchar, mantenerse atento, y estar listo para simular que seguía inconsciente si aparecía alguien sospechoso. Conocía a casi todos los hombres de Argüelles, por lo menos a los de toda la vida, y seguramente no hubiesen encargado algo tan delicado a un novato o a alguien que no fuese de toda confianza.

Aguzó el oído y nada. Sólo algunos pájaros, algún insecto, y la rendija de luz, que parecía vibrar por sí misma.

La luz seguía creciendo y su ojos trataban de aprovecharla para reconocer el lugar. Era un zulo blanco, húmedo y frío, con algunos árboles en las cercanías.

Haciendo un gran esfuerzo, torció el cuello para mirar por la rendija y tratar de ver los árboles. Los vio al fin y gritó con todas sus fuerzas.

Eran cipreses.

Comprendió de pronto.

Siguió gritando.

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50 por ciento (parte 4)

 Parte 1Parte 2. Parte 3.

El barbudo dijo:

—Quiero grabar ese mensaje para mi familia.

—Adelante.

—Si muero quiero deciros que sois lo que más he querido, y que demandéis a la compañía de aerotaxis. Contratad abogados que cobren un porcentaje de la indemnización.

—Señor, no...

El barbudo continuó mientras mostraba una tarjeta de identificación laboral y un tablet a la cámara del interior del habitáculo.

—Y a los jefes de mi empresa, Medical Industries Inc., recomendar que demanden por daños y perjuicios. Este tablet contiene el proceso de síntesis de una vacuna para la gripe, que administrada una sola vez protege de por vida. Esta vacuna hubiese salvado millones de vidas.

El habitáculo quedó en silencio unos segundos.

- Señor, no será necesario enviar el mensaje ni negociar indemnización alguna. A la vista de los nuevos datos disponibles, el dron de rescate interceptará su vehículo en 5 segundos y le pondrá a salvo. Recibirá atención médica en cuanto aterrice. Lamento todo este incidente y le pido disculpas en nombre de Aerotaxis Asociados.

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Continuará... 5

Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.

A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.

Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.

Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillar, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo los que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.

La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.

Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico: Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”

Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás. 

Cuando llegó a uno de los puentes que atravesaba parte de la riera que unía esa parte con el cauce del río, vio que las cañas y muchos arbustos habían aguantado el embate del agua, lo malo es que se había formado un pequeño dique con barro y objetos arrastrados por la corriente, sillas destrozadas, dos bicicletas viejas, medio frigorífico oxidado, palos y barro, mucho barro. Otros curiosos rondaban por allí, haciendo fotos o contemplando la fuerza de la naturaleza en forma de lluvia torrencial de las pasadas horas. Incluso había dos “abuelos de obras” apoyados en la barandilla, señalando aquí y allí haciendo supuestamente sesudos comentarios de ingeniería, arquitectura, meteorología... mezclados con pullas sobre política local, nacional y planetaria.

Aunque su paquete seguiría seguro entre las cañas, la maleza y el barro, en algún momento vendrían a limpiar ese murete de barro y acumulados. Aunque, conociendo a su ayuntamiento, tardarían semanas o meses en acudir a limpiar esa zona y lo harían con pocas ganas. Con toda probabilidad, su paquete seguiría seguro. Ahora tocaba esperar a conocer la lista de personas desaparecidas por la riada. Si es que las había, al menos una seguro que estaba desaparecida, y sobre todo, muerta.

En una población de 70.000 habitantes suponía que quizás pudiera haber un par de desaparecidos más, seguro que alguno habría; siempre que llueve a mares en la zona alguien habría intentado pasar por debajo del puente de la vía sin recordar que ahí suelen quedar atrapados los coches por el inmenso socavón que hay y que queda oculto con el agua. Todos los años tenían que sacar de allí a algún listo con su flamante supercoche que se quedaba con el agua hasta la ventanilla. Tres años atrás, ahí mismo, una persona fue arrastrada hasta chocar contra uno de los pilares quedando el coche boca abajo. El cinturón lo dejó atrapado y murió ahogado.    

Volvió a casa tras pasar por la verdulería y pasando por el bazar que había al lado, compró un rollo de cinta americana, otro de carrocero y unos recios guantes de jardinería. Los otros, los que usó anoche, los tiró en un contenedor en la otra punta de la localidad. Los basureros ya se encargarían de hacer desaparecer las posibles pruebas que hubiera dejado en esos guantes. Sonrió para sus adentros pensando en los policías que tuvieran que investigar este caso de la muerta envuelta en plásticos. Camino a casa siguió pensando en qué pruebas podría haber en esos guantes. Como si hubiera un registro nacional de muestras de ADN o incluso de huellas dactilares, se guardaban registros de huellas sólo de las personas fichadas previamente y Juan no estaba fichado. ¿Restos de la víctima? Vale, buena suerte con eso. "Y sobre todo, vete mirando contenedor por contenedor, papelera por papelera, de una ciudad de este tamaño".

Hoy en su plan de comidas había arroz con pollo para el mediodía y una tortilla de setas para la noche.   

 

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La herencia de tía Laura

Lo más fácil hubiese sido dar las llaves a los de la mudanza y esperar en Barcelona a que llegasen los muebles que había decidido quedarse. Lo más fácil hubiese sido limitarse a trasladar lo que valía la pena y dejar que la empresa de limpiezas decidiera qué hacer con el resto. 

Todo es más fácil que la sensatez.

Al final, aunque sabía que no podía llevarse consigo los recuerdos de la tía Laura, ni su ropa almidonada, ni sus libros, no quería desprenderse de ellos sin un vistazo siquiera. Los pisos de hoy en día tienen que ser pequeños, pero su estrechez no ha de trasladarse obligatoriamente a los recuerdos que pueden acumularse en la gente que los habita. Precisamente por pequeños, los pisos actuales inducen a tener buena memoria, porque no es posible ya atesorar aquellos cachivaches que antes se arrumbaban en desvanes y rincones, imposibles de interpretar para quien no conociera exactamente su procedencia, o la razón sentimental por la que en su día no fueron directamente a parar a la basura.

No podía llevarse los papeles, ni las lámparas, ni siquiera más de una docena de aquellos tapetes de ganchillo a los que la tía Laura había dedicado los últimos años de su vida. Pero podía, sentía que era su deber, intentar comprender a aquella mujer hosca y malcarada que le había resuelto la hipoteca.

Las dos o tres veces que trató de entablar conversación con ella recibió sólo frases cortantes y respuestas vagas. No lo intentó más y eso era culpa suya: nadie que se aprecie entrega su vida al primero que pasa. La tía Laura no se había abierto nunca a nadie: ni los más allegados conocían su más detalles de su vida que los que conocía todo el barrio. Solterona empedernida, devota sin misticismo, poco visitadora y menos amiga aún de ser visitada, rápida en la susceptibilidad e implacable con las pequeñas travesuras de los niños. Sin embargo, a pesar de su conocida tacañería, o precisamente por ella, sus sobrinos le debían ahora la resolución de unos cuantos problemas económicos. El testamento era escueto: “Ahí os queda todo. Haced lo que queráis con ello. No mando que me digáis misas, ni espero que me pongáis flores. Haced lo que os dé la gana.”

Una última voluntad redactada en esos términos inducía a un hombre como él a preguntarse si no hubiese valido la pena sentarse alguna vez más frente a ella y buscar algún pretexto para entablar ina conversación que fuese más allá del tiempo, la salud y las pequeñas reparaciones de la casa. La tía Laura no daba facilidades, cierto, pero hubiese sido su deber intentarlo. Un psicólogo es también psicólogo para eso.

A causa de aquel pequeño remordimiento había ido a la vieja casa familiar en lugar de esperar tranquilamente en Barcelona, como ya está dicho. Y por esa comezón dedicó la tarde a hurgar entre los papeles y las cosas de la tía Laura tratando de saber algo más de ella, intentando adivinar qué pasaba por su mente cuando sus ojos grises miraban sin ver la aguja. Estaba convencido de que el carácter hosco de latía provenía con toda seguridad de algún tipo de desengaño, de algún resentimiento oculto. Su rostro siempre contraído parecía más que otra cosa una cicatriz moral, porque así son las cicatrices, que cobran diversas formas: en quien las asume se llaman experiencia; en quien no, sólo rencor y misantropía.

Como si se dispusiera a abrir un codicilo de la última voluntad, desató las cintas que rodeaban la carpeta donde la tía Laura guardaba la correspondencia y fue echando un vistazo a la cartas de todas las épocas que allí se amontonaban.

Al caer la noche, aún no había terminado, pero había llegado ya al convencimiento de que aquellas cartas no eran más que pequeñas crónicas chismosas, intercambios de maledicencias, invitaciones y buenos deseos: escombros de fingimientos sociales, sobre todo.

En toda la carpeta no había nada personal. Ni una mínima coquetería, ni rastro de un beso traicionado en aquellas letras. Ni tampoco en las fotografías. Sólo parientes y alguna amiga. Nada más.

La tía Laura parecía no haber tenido más vida que la pública, más ocupación que sus clases de piano ni más entretenimiento que el café con pastas, la partida de cartas con otras solteronas como ella, y centenares de variaciones, permutaciones, combinaciones de todos los diseños posibles de tapetes de ganchillo.

Dispuesto ya a marcharse y apagar por última vez la luz de aquella casa, decidió elegir media docena de libros para que no todos pasaran a los estantes de la librerías de saldo.

Cogió una vieja edición de la Iliada, otra de los Viajes de Gulliver, Madame Bovary, Rojo y Negro y la Regenta. En este último libro, un tomo importante encuadernado en piel, notó que algo abultaba, y lo abrió.

Era una rosa, una rosa blanca absolutamente seca, prensada hacía décadas. Era la primera nota de ternura que encontraba en aquella casa rancia y polvorienta. Con manos torpes trató de cogerla y se le cayó al suelo, deshaciendose completamente.

Cuando recogió los fragmentos para devolverlos al libro, comprobó que los pétalos de la rosa estaban atravesados por largas marcas, como si alguien hubiera clavado las uñas a la rosa antes de dejarla en el libro.

Esas pequeñas cicatrices en un flor olvidada le hicieron comprender que al fin y al cabo sí hubo una historia oculta. No había ya manera de saber la causa por la que la tía Laura había clavado su uñas en aquella carne blanca, pero el espectro de la rosa había vuelto de otro tiempo a contar su dolor. 

Tarde y cuando no servía ya de nada, salvo para un exorcismo en la papelera.

Del libro "Veinte cuentos que no mienten". Feindesland. 2012

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Continuará... 13

Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.

A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.

 Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él. 

En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?

Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.

Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.

En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.

 -¿Quién es?

-Hola, buenos días, Policía.

Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.

-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...

-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.

-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.

“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.

-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.

-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?

-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.

-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.

“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.

-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.

-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.

-De nada. Buen servicio.

Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.

Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.

Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.

Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.

Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.

Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.

Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.

"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”

¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.   

De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.

-Diga.

-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.

Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.

-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.

-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.

-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...

-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.

-Madre.

-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.

-Vale.

Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?

Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.

A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.

Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.

Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.

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Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.

A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.

 Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él. 

En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?

Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.

Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.

En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.

 -¿Quién es?

-Hola, buenos días, Policía.

Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.

-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...

-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.

-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.

“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.

-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.

-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?

-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.

-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.

“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.

-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.

-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.

-De nada. Buen servicio.

Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.

Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.

Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.

Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.

Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.

Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.

Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.

"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”

¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.  

De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.

-Diga.

-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.

Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.

-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.

-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.

-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...

-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.

-Madre.

-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.

-Vale.

Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?

Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.

A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.

Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.

Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.

A primera hora de la mañana desayunó té, un yogur con miel y media tostada con aceite. Mientras comía repasó la lista de comidas de la semana entrante y cambió un par de cenas y una comida de mediodía.

Cogió otra bolsa llena de tierra y la llevó al coche para tirarla en algún contenedor al paso del hospital comarcal. Tardaría, con suerte, un par de horas en llegar al centro hospitalario. Conectó la radio del coche. Una cadena comarcal donde los anuncios se iban sucediendo intercalados entre noticias de diferente nivel. La inauguración de un nuevo polideportivo por parte del delegado de Cultura y Deporte. Productos en oferta en Supermercados Ala-limón. Campaña anual sobre el uso del preservativo en los institutos. Un nuevo centro dental en la calle Malapartida. La renovación del teatro municipal por 18.942,33 euros. Seguros Libertad a precios imbatibles. El comienzo de la limpieza del cauce tras la riada...

Juan se quedó mirando la radio como si fuera ese objeto el que le había hablado a él y sólo a él. La noticia detallaba que el próximo lunes, mañana, comenzarían los trabajos de limpieza; la urgencia venía provocada por las previsiones de posibles nuevas lluvias de cierta intensidad a finales de la semana entrante, así que el consistorio estaba actuando con precaución y celeridad. “¿Desde cuándo el Ayuntamiento es tan diligente?” Se preguntaba mientras conducía y miraba el cielo despejado sin entender cómo podrían saber que llovería dentro de una semana.

Desde su punto de vista en cuanto encontraran el cadáver comenzaría la caza de verdad, los leones buscando a una gacela en concreto. Juan pensaba que el símil era tosco, ya que ni él era una gacela ni los policías leones. Una sonrisa burlona se manifestó involuntariamente en la cara. 

Al llegar al Hospital Sol preguntó por la habitación de su madre, le dieron un pase de acceso, una pegatina que debía colocarse en la camisa. Cuando llegó a la habitación, su padre estaba medio dormido en la butaca del acompañante. No dijo nada al entrar, se acercó a la cama y la miró, vio que tenía la cara un poco deformada y el labio inferior un poco ladeado y un pequeño hematoma en la frente. Su padre se despertó sobresaltado y se levantó al ver a Juan.

-Creía que no ibas a venir, Juan.

Juan siguió en silencio mirando a su madre, inexpresivo, curioso por ver su semblante dormido.

-Los médicos dicen que aún no saben el daño cerebral que puede haber tenido... –dijo su padre sin acercarse a él.

-Bueno, me tengo que ir –respondió Juan dándose la vuelta para marcharse.

-Juan...

-¿Qué? –preguntó sin volverse hacia él.

-Cuando los médicos sepan más te llamaré.

-Como quieras –dijo abriendo la puerta de la habitación, saliendo.

Pagó el aparcamiento y entró en el coche. Puso la radio donde se estaba debatiendo acaloradamente sobre un conflicto en Cachemira. Su mente estaba repasando posibles cabos sueltos ahora que con toda probabilidad localizarían el paquete. ADN suyo; no sabía qué podrían hacer con eso. Huellas; si hubiera alguna, que lo dudaba, él no estaba fichado, así que, poco podrían hacer. Restos de pelo o piel; lo dudaba. Arma del crimen; objeto contundente, poco más. Plásticos; poca cosa podrían sacar de ahí. Cinta americana; restos de un guante de jardinería. Trapo dentro de la boca; siempre lo cogió con guantes. ¿Siempre? En cualquier caso, insistía en que no estaba fichado y con el ADN poco podrían hacer. Había una posibilidad, que estaba valorando en ese momento, de que pidieran voluntariamente muestras, pero eso no creía que fuera legal a no ser que algún juez tuviera indicios suficientes de que en la zona de su casa y alrededores pudiera estar el asesino. Cosa que dudaba que tuvieran tan claro. 

Móvil apagado, tarjeta sim quitada y tirada en otra parte. Maza limpiada con lejía. Jardín revisado. Eso le recordó que debía acelerar tirando las bolsas de tierra, pero tampoco podía ponerse a horas muy extrañas a hacerlo. Ropa. La ropa no la había lavado aun. ¿Por qué no había pensado en eso? Demasiadas cosas en las que pensar, aún tenía tiempo de lavarlas o quizás tirarlas y evitar problemas. Debía volver a la sala de fiestas esa al menos un par de veces más, para no levantar sospechas. “¿Qué sospechas?” Se preguntó mientras se reía. Sopesaba si sería más sospechoso ir sólo una vez que de pronto acudir cada dos semanas a ese antro de música ensordecedora que ponía al límite los tímpanos de cualquiera.

Juan llegó a casa a la hora de comer. Ensalada, filetes adobados acompañados de puré de patatas y manzana con canela. Después, conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, locales, regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un libro titulado “Mentiras en los datos” de un tal Jonás Víbore, en una web de un centro comercial al que no iría nunca y en una tienda de bajo coste asiática donde vendían ropa desde dos euros. En la información local se daba por terminada la búsqueda de la persona que cayó desde la pasarela de madera y fue arrastrada por la corriente, no había rastro del hombre ni en el cauce ni en la desembocadura de la rambla al mar. Las labores de búsqueda marítima implicarían más medios y no se descartaba que se llevaran a cabo más adelante, había pocas esperanzas de encontrarlo con vida. Se daban más detalles de los trabajos de limpieza del cauce ahora que ya se podía usar maquinaria para liberar el área de barro seco, muebles viejos, ramas y un coche. “Algún listo de los que creen que las ramblas son aparcamientos, siempre hay alguno.” Se informaba que se estaba en contacto con la Agencia Meteorológica para las previsiones a una semana vista, aunque aún sin datos precisos había un porcentaje relevante de lluvias torrenciales desde el sábado siguiente, siempre dependiendo de cómo se movieran las masas de aire en la zona.

Esa tarde tiró las bolsas con tierra restantes, cada una en un contenedor alejado y distantes entre ellos. Como tenía tiempo hasta la cena fue a su taller con la intención de pintar otro cuadro con el mismo motivo de siempre, diferentes formas y texturas de un vórtice que, con mayor o menor expresividad, tendía a un infinito central. Todos sus cuadros eran variaciones del mismo tema y en diferentes tamaños de lienzos, elegidos según el hueco que tenía disponible en el pasillo de las escaleras hacia las habitaciones de arriba. Tenía poco rojo. Azar. La mano era la que pensaba en estos casos, no la mente, el brazo era el mecanismo pensante de sus cuadros. Miró el reloj. Una hora. Siempre tardaba una hora en cada cuadro. A este le llamaría “El túnel al final de la oscuridad”. Firmó el cuadro, como todos, poniendo la fecha del día.

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*****

Al llegar a casa, ni siquiera pensó en comer, su mente estaba enfocada, concentrada en leer toda la prensa posible sobre el caso. Antes de hacer nada en el ordenador, inspiró lentamente y expiró con actitud relajante. Con gran esfuerzo hizo clic en un anuncio de un libro de recetas asiáticas, en un curso de Economía y en una web de viajes al Polo Norte. La noticia, su noticia, estaba en la mayoría de la prensa local y regional. Sospechaba que pronto engrosaría la lista de sucesos nacionales. ¿Reportajes en televisión? Quizás.

Uno de los textos decía: “La ausencia de robo parece un dato clave, ya que la víctima conservaba su reloj y su móvil, alejando la opción delictiva común. El móvil de la mujer ya se encuentra en manos de la Policía Judicial para su análisis. Las actuaciones se mantienen bajo secreto de sumario por orden del juzgado, lo que implica que los detalles específicos de las pruebas y la investigación no se harán públicos por el momento. Todo apunta a que se trata del cadáver de la mujer desaparecida, Ana Ferrer.”

Un robo. No es robo porque llevaba el reloj y el móvil consigo, lo de estar envuelta en plástico le parecía a Juan de poca importancia informativa. Aunque bien mirado en esta noticia no dicen nada de cómo apareció el cadáver. Aun así, el texto le parecía escrito con desgana, prisas y sin mucho interés. 

En otro periódico regional había un artículo cubriendo la noticia con más detalles: “La Policía está centrando sus esfuerzos en reconstruir las últimas horas de la víctima, que casi con toda seguridad se trata de Ana Ferrer, desaparecida hace varias semanas, la funcionaria del Ayuntamiento de 38 años ha sido hallada muerta entre cañas y maleza en el cauce de la rambla, en el curso de las labores de limpieza. Cada elemento de la zona está siendo analizado en busca de pruebas que permitan identificar al responsable o responsables. A los medios locales se unirá la Policía Forense de la capital, y expertos en estas tareas. Mientras tanto la zona sigue acordonada y asegurada."

"Según nos indican fuentes policiales, los investigadores rastrearán grabaciones de seguridad de la zona y las comunicaciones de la mujer para reconstruir sus movimientos previos al crimen, recabarán testimonios de posibles testigos, con la clara intención de disponer de una cronología de los hechos. La autopsia se espera como un elemento clave para precisar la causa y el momento de la muerte."

"Todas las hipótesis permanecen abiertas. La Policía mantiene la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación."

 "La denuncia inicial de su familia y del amigo con el que había quedado (Juan José González), tras no recibir noticias de Ana desde la fatídica noche del jueves al viernes, permitió activar el dispositivo de búsqueda que ha concluido sin éxito hasta el terrible hallazgo del cuerpo."

"Más allá de la investigación, la muerte de Ana Ferrer Rey ha generado un profundo impacto en toda la comarca. Funcionaria del área de Cultura del Ayuntamiento, licenciada en Geografía e Historia y en Historia del Arte, Ana dedicó mucho esfuerzo a la preservación del patrimonio local. El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial mientras la investigación policial busca esclarecer este terrible crimen.” 

Juan pasó rápidamente a otro periódico donde se podía leer:

“Un perro fue el que encontró el cuerpo sin vida de la mujer, según testigos tironeaba de un saco de plástico entre la maleza, hasta que consiguió sacarlo y fue entonces cuando los trabajadores de la limpieza del cauce vieron el cadáver. La familia, que no ha hecho declaraciones, está sobrecogida por los hechos. Algunos vecinos de la fallecida, apuntan a que en fechas recientes tuvo un acalorado encontronazo con los actuales dueños del Palacete de Rivababia, patrimonio local, a cuenta de unas reformas en la fachada a las que se oponía Ana Ferrer y el equipo de arquitectos del Consistorio, llevando ante la Justicia al fondo de inversión, WorldMundo Hainsbach, que lo había comprado.”

Le parecía gracioso que los medios más carroñeros dejaran caer un posible ajuste de cuentas que no tenía sentido, sólo para ganar notoriedad y que la maquinaria del rumor se pusiera en marcha. Se detuvo un instante en la parte del plástico, releyendo las frases. No se indicaba que el cadáver estuviera envuelto en plástico, parecía que estuviera encima, o a un lado de la mujer. Curioso. Pensaba que llamarlo “saco de plástico” o era un error de información de los periodistas o significaba algo más. Algo que bien pudiera estar relacionado con la investigación. Tendría que seguir la pista de todos esos datos para hacerse una idea clara de por dónde podrían ir los pasos policiales.

En TV-1999 cubrían también la noticia. “El cuerpo sin vida de Ana Ferrer aparece en el cauce de la rambla, bajo el Puente de los Descubrimientos. Esta cadena se ha puesto en contacto con fuentes policiales y en breve se ampliará la noticia con un artículo detallado con toda la información disponible.”

Escueto y poco motivado. Pensó Juan mientras analizaba cómo otros medios daban más detalles y en la cadena local donde trabajaba esa periodista fueran tan parcos. Abajo había un enlace a un vídeo. En él se podía ver a varios reporteros con diferentes y coloridos micrófonos, dirigiéndose a una policía en la entrada de la Comisaría de la localidad. Juan suponía que la mujer haría las tareas de Prensa e Información.

-...Ya les he dicho lo que puedo contarles, señores.

-¿Se baraja un posible ajuste de cuentas en relación con el fondo de inversión? –preguntaba apresuradamente una reportera con una alcachofa de color verde intenso.

-No se descarta nada ahora mismo. Todas las hipótesis están abiertas.

-¿Qué se sabe de los trabajadores que encontraron el cuerpo? -preguntaba un reportero con melena apuntando el micrófono de color rojo hacia la policía.

-Mantenemos la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación. Señores, por favor, en cuanto tengamos más información daremos una rueda de Prensa.

-¿Quién se encarga de la investigación? ¿Cuándo estarán los resultados de la autopsia? ¿Cuándo se dará más información? –preguntaban sin orden sabiendo que la policía daba por concluida la atención a la Prensa.

-Muchas gracias –dijo ella dándose la vuelta y entrando en la Comisaría.

Juan ya estaba en la siguiente fase mental de su plan. Ya habían encontrado su paquete y el juego se ponía interesante para él, en su mundo, en su juego de crimen perfecto. Volvía a sentir que tenía el control de la situación. Lo primero, volver a hacer una lista de comidas semanales. Como ya no había comido al mediodía, tras el trabajo, cenaría improvisando. Mañana compraría comida para seguir su plan alimenticio. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, para completar el hueco que quedaba en la pared. ¿Debía incluir en la ecuación a la tal Lucía? Esta noche reflexionaría al respecto.

Fue a la cocina y se sentó en la pequeña mesa de allí para preparar su lista de comidas. A mano, con la cuadrícula que hacía con regla, creando celdas para los días que le quedaban hasta el fin de semana. Incluyendo compra en el Mercado el sábado. Desayuno, comida y cena.

Cuando terminó, miró su obra culinaria, imperfecta porque no cubría una semana. El domingo completaría la semana entrante. Miró la hora y se decidió por una cena antes de hora, con lo que encontrara en la nevera y en los estantes. No había nada que le inspirara a preparar nada. Se le ocurrió que podría ir a un bar a comer un bocadillo, última vez que se saltaba una de sus reglas. Nunca comer fuera. Nunca. Miró el móvil y tenía dos llamadas de números desconocidos, lo dejó en la mesa del salón, como siempre. Comprobó que llevaba veinte euros y algunas monedas sueltas de euro en su cartera. Salió al jardín y ahora la zona sin césped le parecía hasta bonita. Sonrió.

Salió y comenzó a caminar hacia la calle peatonal que estaba a unos veinte minutos andando y donde sabía que había bares de todo tipo, clase, precios y ruido.

El bar que eligió tenía una pantalla de televisión donde se ponían vídeos de no sabía dónde, suponía que de youtube y “shorts” del mismo, donde se iban intercalando sincopadamente bailes de adolescentes y de niñas y niños con coreografía ensayada, pactada y empaquetada. La letra de la canción le llamó la atención. Pidió un bocadillo de carne con queso y panceta; beicon, le corrigieron. Asintió pensando que podría estrangular a tantos idiotas en el mundo real que no habría cárcel para él, pero no dijo nada.

MENTE MÁ – NAKAMA, ponía el subtítulo del vídeo con el tema machacón que se repetía en variantes con bailes y demás movimientos de caderas en pre púberes con kilos de maquillaje, para mayor honra y gloria de sus padres. Así que estaba de moda una canción que hablaba de armas, fusiles y ráfagas de disparos. De moda. Moda, el número que más se repite en una serie, pensaba. “Mira la boca del fusil.” ¿Qué querían decir? Se preguntaba.

El bocadillo resultó ser tan insulso como el camarero que le atendió. Pan seco, tostado pero seco, lomo correoso, el queso grasiento y la panceta, crujiente; un refresco de naranja y cena lista.

Debía pensar en sus siguientes pasos. Aunque ya estaba todo hecho, era imposible que encontraran ninguna pista. Su intención demostrando al mundo que se podía cometer un crimen que quedara impune cobraba fuerzas. Estaba seguro. Vendían un mundo seguro a precio de saldo. Tanto miedo. No podrían encontrar ninguna pista que lo involucrara a él. Un asesino. Tenía planeado, dentro de diez años, volver a cometer otro crimen, otro aviso a la sociedad. Debía ser cauteloso, en realidad, debía fingir ser un tipo normal.

De vuelta a casa, iba repasando, una vez más, todos los detalles que recordaba. Así como otras ideas de su vuelta a un mundo ordenado, sin improvisaciones. Mañana compraría comida en ese supermercado de medio pelo. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, y recogería la pintura roja que había encargado. El punto de inflexión de la aparición de esa periodista, que además la conoció en la discoteca aquella noche. ¿Divorciada? ¿Separada? ¿Soltera? ¿Viuda? ¿Familia? ¿Las casualidades realmente existen? Suponía que sí, por qué no. Cuando andaba por la calle de su casa, notó que alguien venía andando tras él, desde el principio de la calle. Cuanto metió a la mujer en su jardín de un tirón, ¿podría haber habido alguien al principio o al final de la calle que fuera testigo de lo sucedido? No. Habría avisado a la Policía de algo así. No. ¿Era mejor llamar a esa periodista o no hacerlo? Si no la llamaba podría pensar que lo de invitarla a su casa en Xangri-A era algo extraño y que no tenía interés en ella realmente. Si la llamaba podría creer que estaba interesado en conocerla. Decisiones. Dudas. ¿La llamaba, desde el teléfono fijo o desde el móvil?

Entró en su casa pensando que quizás mejor desde el móvil, quedar a tomar un café en un lugar concurrido, mostrar cierto interés por ella pero no demasiado, sonsacarle algo de su trabajo, de su información del caso. Debía ser muy sutil. Recuerda cómo bailaba y cómo estaba disfrutando la mujer. Él sólo estaba haciéndose notar, llegó a descamisarse con un tema musical, ni recuerda cuál era. Estuvo allí y aunque hubiera, que las había, cámaras a la entrada del local, quería segurarse de que se supiera que él, esa noche, esa madrugada estaba en esa discoteca. Aunque la invitó a su casa, sabía que buscaría una excusa en caso de que ella hubiera aceptado. Nadie visita su casa. Cuando tuvo que dejar pasar al técnico de la red de fibra, cubrió con telas los muebles de todo del salón. Dijo que iban a venir los pintores. Nadie visita su casa.

Miró la hora y decidió llamarla.

-Hola, buenas noches, soy Juan, el descamisado –intentando parecer cordial, cercano, tontorrón.

-Ah, hola, Juan, ¿qué tal?

-Nada, para invitarte a un café donde tú me digas y así charlamos un rato...

-Tendría que ser por la tarde o tarde noche, ando liada con el trabajo...

-Yo trabajo hasta las tres todos los días, así que tú me dices.

-Vale, te llamo a este número cuando sepa cómo tengo el trabajo, ¿te parece?

-Me parece. Adiós.

-Adiós.

Le había parecido un poco raro el tono, muy diferente al del otro día cuando se encontraron por casualidad y le dió su tarjeta. Pensó que todos los días no teníamos el mismo ánimo, que a veces estamos preocupados por diferentes cosas o... simplemente que estaba de mal humor por cualquier cosa.

Esa noche volvió a tener un sueño vívido. Se encontraba tumbado en una cama de hospital, de nuevo inmóvil, desnudo. Una mujer vestida con pijama de cirujana, de ese color verde concreto, y manchada de sangre; esa médica lo envolvía en plásticos en la misma cama de hospital. Desde la ventana, nubarrones de lluvia dejaban caer tierra y arena en vez de agua. De pronto empezó a oírse música desde los aparatos de control médico. Una música de un viejo gramófono y repitiendo la misma frase: “Yes, it's a good day for singing a song, and it's a good day for moving alone; Yes, it's a good day, how could anything go wrong. A good day from morning' till night.”

No se despertó del todo. Se dió la vuelta en la cama y siguió durmiendo.      

El día en la sucursal bancaria fue como siempre, menos mal, orden, repetición, rituales, todo previsible y mundano, como debía ser. Ese día no se quedó a tomar un refresco con sus compañeros, fue directamente al supermercado, ese que olía mal, olía a alcantarilla, a desagüe. Compró sólo productos enlatados o envasados al vacío. Pronto sería sábado y podría ir al mercado a comprar productos de verdad. Se pasó a recoger tres tubos de óleo “rojo escarlata 334”, los que había encargado.

En casa, miró la lista provisional y preparó ese día albóndigas que venían en un paquete del supermercado, con tomate, orégano y cúrcuma. Ensalada de una de esas bolsas variadas y malditas que aliñó con aceite de oliva, pimienta molida y muy poco vinagre. De postre un flan de marca local que sabía a colorantes y saborizantes. 

Cuando terminó, fue a mirar el móvil y tenía dos mensajes de Lucía. Preguntando si podrían quedar esa misma noche a las 21:00 en un café llamado Hibris, en una calle peatonal y tranquila. No contestó y se dirigió a ver las noticias del día. Todas eran reciclajes de informaciones previas, nada nuevo.

Fue a su dormitorio buscando algo que ponerse en unas circunstancias nuevas para él, informal, pero no demasiado; formal, pero no demasiado. Debía jugar su papel, pero no tenía disfraces para ese nuevo rol. Usaría la camisa de la discoteca. No. La había tirado junto con el canasto entero de ropa. Así que optó por una vieja camisa azul y unos pantalones tejanos. Pronto llegaría esa nueva tormenta anunciada para el fin de semana. ¿Qué le diría para obtener información sin que ella sospechara nada? ¿Por qué iba a sospechar? Era periodista, curiosos por naturaleza. Y él debía ser más listo, más hábil. ¿Cómo? No se le daban bien las relaciones humanas. Volvía a recordar la letra de esa canción del bar: “Mira la boca del fusil. Vas a llevarte puro rafagón. Dale, toma, toma, toma...” Y una sonrisa iluminó su cara. 

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Gil Braltar, un relato de Julio Verne

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

-¡Uiss, uiss! -silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

-¡Uiss, uiss! -repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman “la rosa cubierta”.

Entonces, el jefe se dio la vuelta, se deslizó entre las hierbas y se arrastró bajo los árboles. La tropa lo siguió mientras se arrastraban al mismo tiempo.

En menos de diez minutos fueron recorridos los senderos del monte, descarnados por las lluvias sin que el movimiento de una piedra hubiera puesto al descubierto la presencia de esta masa en marcha.

Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo. Todos se detuvieron como si se hubieran quedado congelados en el lugar.

A doscientos metros más abajo se veía la ciudad, cobijada por la extensa y oscura rada. Numerosas luces centelleantes hacían visible un confuso grupo de muelles, de casas, de villas, de cuarteles. Más allá se distinguían los fanales de los barcos de guerra, los fuegos de los buques comerciales y de los pontones anclados en el muelle y que eran reflejados en la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, en la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su haz luminoso sobre el estrecho.

En ese momento se oyó un cañonazo: el first gun fire, lanzado desde una de las baterías rasantes. Luego se comenzaron a escuchar los redobles de los tambores acompañados de los agudos silbatos de los pífanos.

Era la hora del toque de queda, la hora de recogerse en casa. Ningún extranjero tenía ya el derecho de caminar por la ciudad, a no ser que estuviera escoltado por algún oficial de la guarnición. Se le ordenaba a los miembros de las tripulaciones de los barcos que regresaran a bordo antes de que las puertas de la ciudad se cerraran. Con intervalos de quince minutos, circulaban por las calles algunas patrullas que llevaban a la estación a aquellos que se habían retrasado o a los borrachos. Entonces la ciudad se sumía en una profunda tranquilidad.

El general Mac Kackmale podría dormir entonces a pierna suelta.

Esa noche, no parecía que Inglaterra tuviera que temer que algo ocurriera en su Peñón de Gibraltar.

II

Es conocido que este gran peñón, que tiene una altura de cuatrocientos veinticinco metros, reposa sobre una base de doscientos cuarenta y cinco metros de ancho, con cuatro mil trescientos de largo. Su forma se asemeja a un enorme león echado, su cabeza apunta hacia el lado español, y su cola se baña en el mar. Su rostro muestra los dientes -setecientos cañones apuntando a través de sus troneras-, los dientes de la anciana, como alguien dice. Una anciana que mordería duro si alguien la irritara. Inglaterra está sólidamente apostada en el lugar, tanto como en Perim, en Adén, en Malta, en Pulo-Pinang y en Hong Kong, otros tantos peñones que, algún día, con el progreso de la Mecánica, podrán ser convertidos en fortalezas giratorias.

Mientras llega el momento, Gibraltar le asegura al Reino Unido una dominación indiscutible sobre los dieciocho kilómetros de este estrecho que la maza de Hércules abrió entre Abila y Calpe, en lo más profundo de las aguas mediterráneas.

¿Han renunciado los españoles a reconquistar este trozo de su península? Sí, sin duda, porque parece ser inatacable por tierra o mar.

No obstante, existía uno que estaba obsesionado con la idea de reconquistar esta roca ofensiva y defensiva. Era el jefe de la tropa, un ser raro, que se puede decir que estaba loco. Este hombre se hacía llamar precisamente Gil Braltar, nombre que sin duda alguna lo predestinaba para hacer viable esta conquista patriótica. Su cerebro no había resistido y su lugar hubiera debido estar en un asilo de dementes. Se le conocía bien. Sin embargo, desde hacía diez años, no se sabía a ciencia cierta lo que había sido de él. ¿Quizás erraría a través del mundo? Realmente, no había abandonado en modo alguno su dominio patrimonial. Vivía como un troglodita, bajo los bosques, en cuevas, y más específicamente en el fondo de aquellos inaccesibles reductos de las grutas de San Miguel, que según se dice se comunican con el mar. Se le creía muerto. Vivía, sin embargo, pero a la manera de los hombres salvajes, privados de la razón humana, que solo obedecen a sus instintos animales.

III

El general Mac Kackmale dormía perfectamente a pierna suelta, sobre sus dos orejas, algo más largas de lo que manda el reglamento. Con sus desmesurados brazos, sus ojos redondos, hundidos bajo espesas cejas, su cara rodeada de una áspera barba, su fisonomía gesticulante, sus gestos de antropopiteco, el prognatismo extraordinario de su mandíbula, era de una fealdad notable, incluso para un general inglés. Un verdadero mono. Pero un excelente militar por otra parte, pese a su figura simiesca.

¡Sí! Dormía en su confortable morada de Main Street, una calle sinuosa que atraviesa la ciudad desde La Puerta del Mar hasta La Puerta de la Alameda. Quizás el general soñaba que Inglaterra se apoderaba de Egipto, de Turquía, de Holanda, de Afganistán, de Sudán o del país de los bóers, en una palabra, de todos los puntos del globo que se ajustaban a su conveniencia, justo en el momento en que corría el peligro de perder Gibraltar.

La puerta del cuarto se abrió de repente.

-¿Qué ocurre? -preguntó el general Mac Kackmale, incorporándose de un salto.

-¡Mi general -le contestó un ayudante de campo que había entrado por la puerta como un torpedo-, la ciudad está siendo invadida!…

-¿Los españoles?

-¡Debe ser!

-¡Se habrán atrevido!…

El general no terminó la frase. Se levantó, arrojó a un lado el madrás que le ceñía la cabeza, se deslizó en sus pantalones, se zambulló en su traje, se dejó caer en sus botas, se caló su bicornio, se armó con su espada mientras decía:

-¿Qué es ese ruido que estoy escuchando?

-El ruido de las rocas que avanzan como un alud por toda la ciudad.

-¿Son numerosos esos bribones?…

-Deben serlo.

-Sin duda todos los bandidos de la costa se han reunido para ejecutar este ataque: los contrabandistas de Ronda, los pescadores de San Roque y los refugiados que pululan en todas las poblaciones …

-Es de temer, mi general.

-¿Y el gobernador?… ¿Ha sido prevenido?

-¡No! ¡Es imposible ir a darle aviso a su quinta de la Punta de Europa! ¡Las puertas están ocupadas, las calles están llenas de asaltantes!…

-¿Y el cuartel de La puerta del Mar?…

-¡No existe medio alguno para llegar hasta allí! ¡Los artilleros deben hallarse sitiados en su cuartel!

-¿Con cuántos hombres cuenta usted?…

-Unos veinte, mi general. Son los soldados del tercer regimiento, que pudieron escapar cuando todo comenzó.

-¡Por San Dunstán! -exclamó Mac Kackmale-, ¡Gibraltar arrebatada a Inglaterra por estos vendedores de naranjas!… ¡No!… ¡Eso no ocurrirá!

En ese momento, la puerta del cuarto dio paso a un extraño ser que saltó sobre los hombros del general.

IV

-¡Ríndase! -exclamó una ronca voz, que más tenía de rugido que de voz humana.

Algunos hombres, que habían acudido detrás del ayudante de campo, iban a abalanzarse sobre aquel hombre que había acabado de penetrar en el cuarto del general, cuando a la claridad del cuarto los individuos reconocieron al recién llegado.

-¡Gil Braltar! -exclamaron.

Era él, en efecto, aquel hombre del cual no se hablaba desde mucho tiempo atrás, el salvaje de las grutas de San Miguel.

-¡Ríndase! -volvió a gritar.

-¡Jamás! -contestó el general Mac Kackmale.

De repente, en el momento en que los soldados lo rodeaban, Gil Braltar emitió un silbido agudo y prolongado.

Inmediatamente, el patio del edificio, luego el edificio todo, se llenó de una masa invasora.

¿Lo creerán ustedes?¡Eran monos, monos por centenares! ¿Venían pues a recuperar de los ingleses este peñón del que son los verdaderos dueños, este monte que ocupaban mucho antes que los españoles, mucho antes que Cromwell hubiese soñado en su conquista para Gran Bretaña? ¡Sí, en verdad! ¡Y eran temibles por su número, estos monos sin colas, con los cuales no se vivía en paz, sino a condición de tolerar sus merodeos, estos seres inteligentes y atrevidos que las personas evitan molestar, pues sabían vengarse (lo habían hecho muchas veces) haciendo rodar enormes rocas sobre la ciudad.

Y ahora, estos monos se habían convertido en los soldados de un loco, tan salvaje como ellos, este Gil Braltar que ellos conocían, que vivía la vida independiente de ellos, de este Guillermo Tell cuadrumanizado, que ha concentrado toda su existencia a un solo pensamiento: expulsar a todos los extranjeros del territorio español.

¡Qué vergüenza para el Reino Unido, si aquella tentativa tuviera éxito! ¡Los ingleses, que habían derrotado a los indios, a los abisinios, a los tasmanios, a los australianos, a los hotentotes y a muchos otros, ahora serían vencidos por unos simples monos!

¡Si semejante desastre llegara a ocurrir, el general Mac Kackmale no tendría otro remedio que volarse los sesos! ¡Era imposible sobrevivir a semejante deshonor!

Sin embargo, antes de que los monos, llamados por el silbido de su jefe, hubiesen invadido la habitación del general, algunos soldados habían podido atrapar a Gil Braltar. El loco, dotado de un vigor extraordinario, se resistió, y no costó poco trabajo reducirlo. Su piel prestada le había sido arrancada en la lucha; se encontraba amarrado, amordazado y casi desnudo en una esquina de la habitación, sin poder moverse ni emitir sonido alguno. Poco tiempo después, Mac Kackmale abandonó su casa con la firme resolución de vencer o morir de acuerdo a una de las más importantes reglas militares.

Pero el peligro en el exterior no era menor. Al parecer, algunos soldados se habían podido reunir en La puerta del Mar y avanzaban hacia la casa del general. Varios disparos se escucharon en los alrededores de Main Street y la plaza de Comercio. Sin embargo, el número de simios era tal que la guarnición de Gibraltar corría peligro de verse muy pronto obligada a ceder posiciones. Y entonces, si los españoles hacían causa común con los monos, los fuertes serían abandonados, las baterías quedarían desiertas, las fortificaciones no contarían con un solo defensor, y los ingleses que habían hecho inaccesible aquella roca, no volverían a poseerla jamás.

De repente, se produjo un brusco giro en el curso de los acontecimientos.

En efecto, a la luz de algunas antorchas que iluminaban el patio, pudo verse a los monos batirse en retirada. Al frente de la banda iba su jefe blandiendo su bastón. Todos lo seguían a su mismo paso, imitando su movimiento de brazos y piernas.

¿Había podido Gil Braltar desatarse y arreglárselas para escapar de la habitación donde se encontraba prisionero? No había duda posible. ¿Pero adónde se dirigía ahora? ¿Se dirigía hacia la punta de Europa, a la villa del gobernador con el objetivo de atacarlo y obligarlo a rendirse, así como había hecho con el general?

¡No! El loco y su banda descendieron por Main Street. Luego de haber cruzado por La puerta de la Alameda, marcharon oblicuamente a través del parque y comenzaron a subir por la cuesta de la montaña.

Una hora después, en la villa no quedaba uno solo de los invasores de Gibraltar.

¿Que había ocurrido, entonces?

Pronto se supo, cuando el general Mac Kackmale apareció en el límite del parque.

Había sido él quien, desempeñando el papel del loco, se había envuelto en la piel de mono del prisionero y había dirigido la retirada de la banda. Parecía de tal modo un cuadrúmano, este bravo guerrero, que logró engañar a los monos. Así fue como no tuvo que hacer otra cosa más que presentarse y todos lo siguieron.

Simplemente, una idea genial, que fue muy pronto recompensada con la concesión de la Cruz de San Jorge.

En cuanto a Gil Braltar, el Reino Unido lo cedió, a cambio de dinero, a un Barnum que hace fortuna exhibiéndolo en las principales ciudades del viejo y el nuevo mundo. El Barnum incluso da a entender de buen grado que no es aquel salvaje de San Miguel quien exhibe, sino el general Mac Kackmale en persona.

Sin embargo, esta aventura constituyó una lección para el gobierno de Su Graciosa Majestad. Comprendió que si bien Gibraltar no podía ser tomada por los hombres, estaba a merced de los monos. En consecuencia, Inglaterra, que es muy práctica, ha decidido no enviar allí, en lo sucesivo, sino a los más feos de sus generales, de manera que los monos volvieran a engañarse si ocurriera otro hecho similar.

Esta medida le asegurará, verdaderamente para siempre, la posesión de Gibraltar.

Julio Verne

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La última cena

La última cena

Aquella era una noche especial. Si todo salía como estaba previsto, uno de los comensales en aquella cena le traicionaría a las autoridades religiosas. No tenía dudas sobre lo que pasaría después, se imaginaba que intentarían eliminarle, ejecutarle.

Pero la autoridad religiosa estaba sometida al poder civil de Roma, y no podía tomarse la justicia por su cuenta, por lo que necesitaban que fuera el gobernador de aquella lejana provincia judía quien le condenara a muerte. Lo que no sabían era que al cumplir la sentencia, probablemente mediante la crucifixión, sus revolución se afianzaría.
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Un encuentro inesperado

Eran los últimos días del verano. Carolina había pasado unos días sola en aquellas playas del sur. Siempre que podía se escapaba a disfrutar de las blancas arenas del Atlántico, intentando alejarse de las zonas más turísticas.

Si había algo que le resultaba agobiante, era la noche de aquellos barrios de copas, llenos de turistas y autóctonos buscando carne fresca, una mujer con la que tener una aventura. Ella no era así, no servía para ello.

Se acercó a ver el ocaso sobre el mar. La tarde había sido muy cálida en aquel mes de septiembre, en aquel final de la época estival. Pronto tendría que regresar a casa, a incorporarse al trabajo. En ello estaba pensando, sintiendo la brisa cálida, viendo el sol bajar hacia el océano en un horizonte rojo de fuego cuando escuchó una voz a su lado.

- La mar
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El último concierto de Sako de Pota

13 de enero de 1984, viernes

Recuerdo que estaba supercolgado. En el escenario ya estaba el resto del grupo haciendo ruido. Entré desde atrás y me tropecé con los cables que iban a los altavoces. El Pipas tocaba la batería a toda hostia, mientras que Pelopintxo aporreaba el bajo.
Txelo estaba a la guitarra. Sólo se sabía dos acordes, pero era más que suficiente, lo fuerte del grupo eran las letras. Bastante teníamos con que el Pipas mantuviera el ritmo de las canciones.

La verdad que no tenía ni puta idea de la canción que estaban tocando como comienzo del concierto, pero tampoco me importaba mucho. Cantaría cualquiera de las letras de las que me acordara y a correr.

Me asomé al borde del escenario. Había un porrón de gente pegando brincos, totalmente borrachos. No se esperaba mucho más de un concierto un viernes por la noche en el gaztetxe de Somorrostro...

menéame