Tengo que reconocerlo. Hasta ahora, los avisos de Isabel Díaz Ayuso sobre el armagedón sanchista que se nos venía encima de manera inminente me producían entre hilaridad y piedad. Invitaba al humor como terapia el desparpajo de su contenido y llevaba a la ternura su puesta en escena tan llena de mohines. Pero esta semana, una sucesión de catastróficas desgracias me ha llevado a replantearme la cuestión.