
La concesión del Premio Planeta 2025 a Juan del Val, colaborador televisivo de El Hormiguero, representa un punto de inflexión que debería avergonzar a cualquiera que conozca mínimamente la historia de este galardón. No se trata simplemente de un premio más en la larga lista de controversias que rodean al Planeta en los últimos años. Se trata, por el contrario, de la consumación de una deriva que ha convertido lo que un día fue el premio literario más prestigioso de España en un instrumento de promoción comercial al servicio de los intereses mediáticos del Grupo Planeta y, más concretamente, de Atresmedia.
Cuando José Manuel Lara Hernández fundó el Premio Planeta en 1952, con una dotación de 40.000 pesetas, su intención era clara: promocionar la literatura en lengua castellana sin cortapisas ideológicas. Lara, pese a sus simpatías franquistas y su pasado como capitán de la Legión, mantuvo siempre una línea editorial que hoy calificaríamos de ejemplar pluralismo.
Tal como él mismo declaró en su momento: "Puedo tener mis ideas políticas, las que quiera, pero si me llega un libro que está escrito correctamente y es bueno no debo fijarme en la ideología del autor". Esta máxima no era mera retórica. El catálogo de Planeta durante la era del fundador incluía tanto a autores franquistas como a marxistas declarados. Jorge Semprún, Manuel Vázquez Montalbán, Juan José Mira o José María Gironella compartían sello editorial bajo un mismo paraguas que priorizaba la calidad literaria sobre la militancia política.
Lara padre era, ante todo, un vendedor de libros, un empresario con olfato comercial, pero también un hombre que supo rodearse de asesores culturales de primer nivel: Martín de Riquer, José María Valverde, José Manuel Blecua o Pere Gimferrer. Este equilibrio entre negocio y cultura, entre éxito comercial y rigor literario, fue lo que otorgó al Premio Planeta su prestigio durante décadas.
Todo cambió con la llegada de Josep Creuheras a la presidencia del Grupo Planeta en 2015. Creuheras no es un Lara. No pertenece a la estirpe fundadora, aunque administra los intereses de dos de las cuatro ramas de la familia. Su nombramiento como presidente tras la muerte de José Manuel Lara Bosch marcó el inicio de una nueva etapa caracterizada por una creciente politización del grupo y una subordinación de los criterios literarios a las estrategias de negocio mediático.
Creuheras es, ante todo, un hombre del establishment. Miembro del Patronato de la Fundación Princesa de Girona (presidida por Felipe VI), del Comité Ejecutivo de la Cámara de Comercio de España y del Consejo Consultivo de Fomento del Trabajo, sus vínculos con el poder político son evidentes y notorios. Durante el proceso independentista catalán, Creuheras se convirtió en una de las voces más beligerantes del unionismo empresarial, llegando a trasladar la sede social de Planeta a Madrid en 2017.
Esta implicación política ha tenido consecuencias directas en la línea editorial del grupo. La compra y consolidación del diario La Razón, la gestión de Atresmedia (con el control conjunto de Antena 3 y La Sexta) y las relaciones cada vez más estrechas con el Partido Popular han configurado un entramado mediático donde el pluralismo que caracterizó a José Manuel Lara Hernández brilla por su ausencia.
La concesión del Premio Planeta a Juan del Val no puede entenderse sin analizar la estructura de poder mediático del Grupo Planeta. Del Val es colaborador habitual de El Hormiguero, programa estrella de Antena 3, cadena que pertenece a Atresmedia, donde Creuheras es presidente. El mismo grupo empresarial que edita los libros de Del Val, que promociona sus novelas en sus medios televisivos y radiofónicos, y que ahora le concede el premio literario mejor dotado de España.
Este conflicto de intereses no es nuevo. En 2023, Sonsoles Ónega, presentadora también de Antena 3, ganó el Premio Planeta. Antes, en 2021, Carmen Mola (seudónimo de tres guionistas de televisión) se alzó con el galardón. La tendencia es clara: el Premio Planeta se ha convertido en un instrumento de promoción de rostros televisivos vinculados al grupo, en una operación que combina marketing editorial y fidelización de audiencias.
Lo grave no es que Del Val sea mal escritor (cuestión que cada lector debe juzgar), sino que el premio ha perdido toda credibilidad como reconocimiento literario independiente. Cuando un grupo mediático premia a sus propios colaboradores televisivos, la sospecha de amiguismo y estrategia comercial se convierte en certeza.
Pero el problema va más allá del conflicto de intereses. La deriva derechista del Grupo Planeta bajo la presidencia de Creuheras es evidente. El Hormiguero, programa que durante años ha mantenido una tertulia política claramente escorada a la derecha, se ha convertido en una plataforma desde la que colaboradores como Juan del Val lanzan críticas sistemáticas contra el Gobierno de Pedro Sánchez y contra cualquier expresión política progresista.
Esta instrumentalización política del entretenimiento televisivo, y ahora de la literatura a través del Premio Planeta, representa una traición frontal al espíritu fundacional de José Manuel Lara Hernández. Allí donde el fundador apostaba por el pluralismo y la convivencia de voces diversas, Creuheras ha construido un ecosistema mediático homogéneo, ideológicamente alineado con las posiciones más conservadoras del espectro político español.
La comparación es dolorosa: donde Lara padre publicaba a Semprún y Vázquez Montalbán junto a autores del régimen, Creuheras premia a tertulianos de su propia cadena de televisión que cada noche arremeten contra la izquierda desde el programa de máxima audiencia. La pluralidad ha dado paso al pensamiento único, el rigor literario al oportunismo comercial.
El caso del Premio Planeta no es un hecho aislado, sino el síntoma de una enfermedad que afecta al conjunto de la industria cultural española: la progresiva subordinación de la cultura al poder económico y político. Cuando los premios literarios se convierten en herramientas de promoción comercial, cuando los grupos mediáticos premian a sus propios empleados, cuando la línea editorial de una casa que se pretende plural responde a intereses políticos evidentes, la cultura pierde su función crítica y transformadora.
José Manuel Lara Hernández fue muchas cosas: un franquista, un empresario implacable, un hombre con fama de duro en los negocios. Pero también fue alguien que entendió que la literatura trasciende las ideologías, que un buen libro merece ser publicado independientemente de las convicciones políticas de su autor. Su legado se basaba en la convicción de que "las empresas no tienen ideología", como él mismo solía decir.
Creuheras, por el contrario, ha convertido al Grupo Planeta en un actor político de primera magnitud, con una línea editorial clara que favorece a la derecha española y castiga cualquier expresión de disidencia. El Premio Planeta 2025 a Juan del Val no es un accidente ni una casualidad: es la consecuencia lógica de esta deriva.
La concesión del Premio Planeta a Juan del Val debería servir como llamada de atención sobre el estado de la cultura en España. No podemos permitir que los galardones literarios se conviertan en operaciones de marketing televisivo. No podemos aceptar que los grupos mediáticos premien a sus propios colaboradores sin que ello genere rechazo y crítica.
El legado de José Manuel Lara Hernández merece algo mejor que esta degradación. El Premio Planeta, que durante décadas representó una oportunidad para autores emergentes y consolidados, se ha convertido en un premio a la popularidad televisiva y a la afinidad política con los intereses del grupo.
Recuperar la independencia cultural, el rigor literario y el pluralismo que caracterizó a Planeta en sus orígenes no será fácil. Pero es una tarea imprescindible si queremos que la literatura española recupere la dignidad que está perdiendo a manos de ejecutivos más preocupados por las audiencias televisivas y las alianzas políticas que por la calidad de lo que publican.
José Manuel Lara Hernández estaría, sin duda, profundamente decepcionado con lo que su legado se ha convertido bajo la gestión de Creuheras. Y los lectores españoles deberían estarlo también.
La trayectoria del Partido Popular en el gobierno de España ha dejado una huella profunda en nuestro país, pero no precisamente del tipo que debería enorgullecer a sus responsables. Desde los gobiernos de Aznar hasta los de Rajoy, el PP ha demostrado una capacidad asombrosa para priorizar los intereses de unos pocos sobre el bienestar de la mayoría, envolviendo sus decisiones en una retórica de responsabilidad que la realidad se ha encargado de desmentir una y otra vez.
La gestión económica del PP ha sido, en el mejor de los casos, errática, y en el peor, deliberadamente perjudicial para las clases trabajadoras. Durante el gobierno de Rajoy, los recortes en sanidad, educación y servicios sociales se presentaron como medidas "inevitables" de austeridad, mientras los grandes patrimonios y las corporaciones disfrutaban de un trato fiscal privilegiado. La reforma laboral de 2012 precarizó el empleo de millones de españoles, debilitando los derechos de los trabajadores bajo la promesa incumplida de crear empleo de calidad. Lo que obtuvimos fue precariedad institucionalizada.
Pero si hay algo que define la era del PP en el gobierno es la corrupción sistémica. No hablamos de casos aislados, sino de una trama que alcanzó las más altas esferas del partido. El caso Gürtel, la caja B, los papeles de Bárcenas, la Púnica, el caso Lezo, el caso Montoro con sus amnistías fiscales que beneficiaron a defraudadores... La lista es tan extensa que resulta agotadora. Un partido condenado por financiación ilegal en sentencia firme del Tribunal Supremo. Eso no es un detalle menor: es la confirmación judicial de que el PP se benefició de una estructura corrupta durante años. Y aun así, sus dirigentes nunca asumieron verdadera responsabilidad política.
En política social, el conservadurismo del PP ha frenado avances necesarios en igualdad de género, derechos LGTBI y justicia social. Su oposición sistemática a medidas progresistas, desde la ley de violencia de género hasta políticas de igualdad efectiva, demuestra una visión anclada en un pasado que la sociedad española ya ha superado. La famosa "equidistancia" del PP ante el machismo y la violencia de género ha sido, en realidad, complicidad disfrazada de moderación.
Y cuando parecía imposible caer más bajo, el PP generó de su propia matriz ideológica a VOX, una escisión ultra que surgió precisamente por la falta de firmeza del partido en postulados reaccionarios. Lejos de marcar distancias, el PP ha ido normalizando el discurso de la ultraderecha, compitiendo por ver quién es más radical. El caso Ayuso es paradigmático: convirtió Madrid en un laboratorio de populismo fiscal y enfrentamiento institucional, repartiendo contratos a dedo durante la pandemia, atacando al gobierno central con mentiras y bulos sistemáticos, y utilizando la sanidad pública como arma electoral mientras la desmantelaba. Ayuso no es una excepción en el PP, es su expresión más pura: todo marketing, cero escrúpulos, corrupción normalizada.
La gestión territorial también merece mención aparte. La respuesta del PP al desafío independentista catalán fue un ejercicio de torpeza política sin paliativos. En lugar de tender puentes y buscar soluciones dialogadas, optaron por la confrontación y la judicialización, alimentando precisamente lo que decían combatir. El resultado: una fractura social que tardará décadas en sanar.
Y qué decir de su gestión de las crisis. Durante la crisis económica de 2008-2014, el PP rescató a los bancos con dinero público mientras desahuciaba a familias. Miles de personas perdieron sus hogares mientras las entidades financieras responsables de la debacle recibían miles de millones de euros. La privatización encubierta de servicios públicos y la desprotección de los más vulnerables completaron un cuadro desolador.
La llegada de Feijóo al liderazgo del PP se vendió como renovación, pero ha resultado ser continuismo con mejor traje. Su gestión como líder de la oposición ha sido un ejercicio de bloqueo institucional y confrontación permanente. La crisis de la DANA en Valencia en 2024 mostró el verdadero rostro del PP autonómico: negligencia criminal en la gestión de alertas, tardanza inexcusable en activar protocolos de emergencia, y después, el cinismo de culpar al gobierno central por sus propios errores. Mazón y su gobierno del PP convirtieron una tragedia natural en un desastre político por incompetencia absoluta, y Feijóo, en lugar de exigir responsabilidades, cerró filas defendiendo lo indefendible.
Y como si la incompetencia no bastara, el PP madrileño de Ayuso ha llevado la guerra contra los derechos reproductivos a un nivel obsceno. La campaña contra el aborto, el acoso a mujeres en clínicas, la obstrucción sistemática al ejercicio de un derecho fundamental... La gestión de la pandemia con miles de ancianos abandonados a su suerte, con el macabro resultado de 7.291 muertos. Todo ello con el silencio cómplice de Feijóo, que prefiere mirar hacia otro lado mientras su partido convierte Madrid en un laboratorio de retroceso en derechos de las mujeres. La supuesta moderación de Feijóo es una farsa: es el mismo PP de siempre, con los mismos vicios, la misma hipocresía y la misma falta de escrúpulos.
El balance es demoledor: el PP ha convertido la política en un negocio para amigos, la administración pública en una red clientelar y la corrupción en un sistema de financiación. No son errores, son decisiones conscientes que han empobrecido a millones mientras enriquecían a unos pocos. Cada vez que el PP habla de regeneración democrática, insulta nuestra inteligencia. Cada vez que se presenta como garante de la economía, escupe sobre quienes perdieron sus empleos, sus casas y su dignidad bajo sus gobiernos. La historia juzgará con dureza a quienes permitieron que un partido condenado judicialmente por corrupción siguiera presentándose como alternativa viable. Porque lo que el PP representa no es conservadurismo legítimo, sino la degeneración absoluta de la función pública. Y eso, sencillamente, no puede volver a gobernar España.
menéame