Históricamente, el petróleo ha sido un fiel termómetro de la salud económica. Y en esta ocasión, los síntomas que lanza no son alentadores. La caída de los precios refleja el temor a una desaceleración brusca del crecimiento, un enfriamiento del mercado laboral y, en el peor de los casos, una recesión global. El desplome bursátil de más de 5,4 billones de dólares la semana pasada ha reavivado esos miedos, y el crudo no ha tardado en recoger ese nerviosismo.
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