El exceso de explicaciones: una enfermedad juvenil

Es malo no saber explicar las cosas y actuar porque sí, como se hizo en España durante siglos. De eso va la cerrazón y el oscurantismo. De eso va el fanatismo, y las consecuencias han sido francamente mejorables.

Pero a fuerza de desconfianza, o de instinto sobrado, hoy tengo la impresión, sobre todo cuando escucho a los más jóvenes, de que les sobra capacidad de explicar cosas, de que existe una tremenda habilidad para argumentar cualquier idea o cualquier acto, y de que esa habilidad no viene de una apertura de mente, sino de un reblandecimiento de la voluntad de obrar. O dicho menos fino: tengo la impresión de que la dialéctica, más que una virtud inteligente, se está convirtiendo en un pretexto o parapeto.

Porque explicarlo todo, sin mover un dedo, era precisamente lo que hacía la teología. Lo suyo, su rasgo distintivo, era explicar el Universo desde la esterilidad. Lo explicaba desde argumentos que ya nacían castrados, incapacitados para construir ni cambiar nada en este mundo.

Hoy no apelamos a otro mundo espiritual, pero seguimos diciendo, con dos cojones, que otro mundo es posible, que ningún ser humano es ilegal y que hay un violador en tu autovía, sin que eso suponga el menor intento de cambiar nada, porque el que lo dice no se juega nada personal en ese acto y con la explicación del problema da por concluida su aportación al remedio.

Por eso, en vez de marxistas, tenemos marxólogos.

En vez de solcialistas tenemos sociólogos.

O esta sección de artículos, sin ir más lejos. Para qué nos vamos a engañar...