"Los genios cargan, a menudo, con la soledad, la maldad y la locura más atroces y es de ella de la que nacen las cosas más hermosas que el hombre pueda crear. ¿Hay que perdonar sus errores por ello? A un verdadero genio no le importa el perdón de aquellos que no son capaces de entender su soledad". Adolf Hitler, sobre Richard Wagner (Treblinka, Jean Francoise Steiner)
¿Qué extraña pulsión nos lleva a ser incapaces de entender que la gente más malvada, más corrupta o más miserable puede alcanzar cotas de inspiración y perfección imposibles para el resto de los mortales?
Ayer pude terminar por fin "Leaving Neverland", un documental que, dejando de lado su excesiva duración, no me interesa tanto por los casos repugnantes de abuso infantil, ni tan siquiera por la figura de ese Jacko enfermo mentalmente, completamente solo en la cima del mundo, infantilizado e incapaz de controlar sus monstruosos impulsos o por la la dolorosa evolución de aquellos dos niños que sufrieron sus abusos y no fueron capaces de decir (y decirse) la verdad hasta que fueron padres y comprendieron la dimensión de su propio infierno, ni la imperdonable irresponsabilidad de sus padres.
No. Y no es que no me parezca interesante, es que ya lo conocía por otros casos y jamás he defendido la inocencia de un señor que se pasó dos décadas durmiendo con niños preadolescentes.
Lo que me llama la atención de este trabajo es la cruda exposición de una incapacidad social atroz: la de no distinguir obra y autor. Esa parte en la que los fans, tras un juicio estrambótico y varios sobornos probados de Jacko para evitar más procesos judiciales, defendían la inocencia del cantante, con un fanatismo tan avergonzante e infantil como agresivo y reaccionario, en base a su enorme talento.
Son muchos los casos de grandes artistas e intelectuales malvados, sádicos, maltratadores, tóxicos hasta la náusea, insoportablemente caprichosos, débiles, enfermos mentalmente, acosadores, violadores...que han pasado a la historia por legar a la humanidad maravillosas obras que quedarán para siempre en nuestra historia. Desde Disney a Lennon, pasando por Picasso, James Joyce, Heidegger, Koestler, Naipaul, Simenon, Paz, Pound, Hamsun, Dalí, Elvis, Flaubert, Mailer, Burroughs, Wagner, Bob Marley...la lista de hijos de puta con un legado sagrado es interminable.
¿Puede uno emocionarse con El Principito de Saint Exupery sabiendo que el francés era un sociópata insoportable? ¿De qué forma puede uno sentirse estafado al leer poemas de amor de Neruda, sabiendo que destrozó la vida de su hija por el solo hecho de ser discapacitada? ¿Deberíamos borrar de nuestro recuerdo toda la bondad, pureza e inocencia que provocó en nosotros "El guardián entre el centeno" al descubrir que Salinger era un cínico de proporciones épicas?
Decía Dos Passos, que una obra deja de ser del autor en cuanto pone el último punto en la versión final del manuscrito. Es a partir de entonces, cuando uno deja a su "hijo" en las manos del mundo y este comienza a caminar solo, con total independencia de su padre. ¿Puede el hijo ser mejor que el padre? ¿Completamente distinto? ¿Ser capaz de tener una entidad y personalidad propia? ¿Acaso no hay hijos que no quieren saber nada de sus padres y viceversa?
Dudo seriamente del criterio de aquellos que defienden a capa y espada a un autor, no por su obra, sino por ser quien es. Esas personas que no entienden que, precisamente, son esas debilidades y no las fortalezas, las que hacen a las personas más diferentes.
¿Habría compuesto Jackson muchos de sus éxitos sin vivir en ese infierno que lo convirtió en un monstruo? ¿Y Dalí? ¿Habría creado lo que creó sin ser un impotente sexual misógino? ¿Habría creado Lennon lo que creó sin tener esas enfermizas carencias emocionales?
La ética y la moral nada tienen que ver con el talento. La gente quiere que sus ídolos sean perfectos porque son incapaces de entender que, desgraciadamente, la grandeza muchas veces tiene más que ver con el mal, que con el bien.