Si hay algo que me irrita, me encabrona, me vuelve mala persona, es esa parte de mi curro en la que tengo que lidiar con el retraso mental de los encargados de lo público. Consejerías que luchan porque su logo salga más grande al final del spot, cuñas radiofónicas en las que la mención de los organismos participantes acaba siendo más larga que la propia cuña, concejales de urbanismo que de pronto saben de gamas cromáticas, directores de Hacienda que creen saber controlar la composición audiovisual mejor que Kurosawa o Spielberg, asesores de Presidencia que se creen los nuevos Dalton Trumbo, en resumen, ególatras que se consideran la última Coca Cola del desierto y que son incapaces de respetar el trabajo creativo.
Personas que, dado su carácter autoritario y su elevadísima autoestima, merced a años de vivir rodeados de pelotas y mamadores, serían incapaces de aceptar un solo consejo sobre su trabajo, pero que, paradójicamente, sin ningún pudor, se meten a publicistas, guionistas, fotógrafos o diseñadores como el que entra en un bar a pedir una caña. Esquizofrénicos que ven una barbaridad gastarse 100 euros de más en un spot, pero que derrochan millones en árboles de navidad gigantes o en poner un tobogán para bajar una escaleras. Cretinos todólogos que creen ser poseedores de un mágico talento, cuando lo único que han hecho ha sido estar en el lugar y el momento adecuado o pelarse las rodillas comiendo pollas, y que te tratan con ese paternalismo garrulo de colegio religioso, que tanto abunda en este país, para destrozar cada uno de tus intentos por salvar una campaña y acabar convirtiéndola en un horror en el que nunca mencionarás a nadie que participaste.
Es el eterno cáncer cultural de este país, que cronifica las jerarquías. Esa minusvaloración constante del trabajo que se sale de lo económico, de lo pragmático, de lo manual. Una enfermedad espantosa de la que nunca logramos curarnos. Si el hijo quiere estudiar Derecho, perfecto. Si el chico quiere estudiar violín, ALARMA.
El eterno retorno de la mediocridad cuñada y prepotente que domina la inmensa mayor parte de las estructuras laborales y sociales de este país. Un país que no se va a la mierda por la crisis o el covid, sino porque vive presa de estos jefes, directores, presidentes, alcaldes, que se mueven como peces en el agua en esta distopía casposa, paleta e ignorante de poder, núcleo irradiador de mediocridad y de inmovilismo, alejados de toda realidad, ajenos a los nuevos tiempos, reticentes a cualquier soplo de aire fresco, alérgicos a la disrupción o el atrevimiento. Pusilánimes que solo se mueven de sus posiciones cuando ven que algo "nuevo" comienza a “estar de moda”. Jefes cool que se hacen pasar por amigos, por amigos que siempre tienen la razón. Adoradores de términos grises repetidos hasta la saciedad, desustanciados de todo significado desde hace años luz, como la economía circular o la sostenibilidad, objetivos de desarrollo del milenio y otras mamonadas interempresariales que las compañías y administraciones esgrimen, no para mejorar el mundo, sino para limpiar su reputación. Idiotas al mando de un barco que se conforma con no estrellarse. Cretinos que confunden aguantar con destacar, trepar con liderar, copiar con crear y rendirse con delegar.
Bienvenidos al paraíso de los idiotas, los lameculos, los incapaces, los ignorantes, los déspotas, los inmorales, los pelotas y los mediocres. Bienvenidos a sus Consejerías, a sus Ministerios, a sus Presidencias, a sus empresas, a su país. Bienvenidos a España.