Cantos de sirena de un coche patrulla (4)

III

CRISTINA SALCEDO

Parece mentira cómo pasa el tiempo. Fue hace sólo seis años, o siete como mucho, y tengo la impresión de que sucedió en otra vida, o que lo leí en una de esas novelas históricas que tanto se llevan ahora. Pero si lo leí en una novela fue en una de egipcios, como la de Sinuhé; así de lejos lo veo. Lo que le aseguro es que me cuesta trabajo convencerme de que toda esa historia de la Operación Wonder tiene algo que ver conmigo. Quizás no me crea, pero cuando me pongo a mí misma en aquella situación tengo que hacerlo más con la imaginación que con la memoria, así que no sé si le serviré para lo que usted quiere. Porque usted quiere deshacer un enredo, o aclarar esa especie de misterio doméstico, ¿no? El mundo está lleno de cosas mucho más interesantes que esa pobre historia, pero si a usted le parece buen tema para un relato no voy a ser yo la que le diga al artista lo que debe elegir y lo que no para su obra.

Cuando me llamó para preguntarme si me importaba hablar de aquello pensé que se había equivocado de persona, se lo juro, y precisamente por eso no tengo inconveniente en que charlemos un rato. En el fondo, entiendo que le parezca una anécdota interesante, porque puede dar para un relato, o para un culebrón venezolano incluso, si se estiran los hechos y se entrecruzan unos cuantos personajes.

En aquel momento me pareció todo una porquería, como supongo que le parecen las aventuras a los que las corren, o las exploraciones a los que tienen que aguantar a los mosquitos del Amazonas, pero ahora incluso le encuentro gracia. Y creo que cuando algo que te pareció lamentable llega a tener gracia con el tiempo es porque vale la pena contarlo. De pequeñas tragedias que con el tiempo te hacen sonreír es de lo que se escriben las memorias, ¿no? Y de las grandes, aunque no sonrías, porque vivir es eso, me temo. El caso es asumir las cosas y darles distancia, por lo menos si se quiere ser un poco objetivo. Y eso es lo que voy a intentar, de eso puede estar seguro: para contarle cualquier tontería inventada por conveniencia me hubiese sido mucho más sencillo despacharle con unas frases por teléfono.

Lo que no me gusta tanto es que no quiera contarme lo que han dicho los demás. Y no es que me importe, porque el tiempo y la distancia tienen también ese efecto: que la opinión de las personas que fueron referencia en un momento se convierten casi en resultados de una encuesta. Una encuesta sobre los resultados electorales en Letonia, por ejemplo. De todas maneras, me gustaría saberlo, peor si usted cree que eso desvirtuaría mi punto de vista, pues no insisto más y le cuento lo que recuerdo.

Fue allá por el 2001, creo, cuando estaba de moda la academia de Operación Triunfo, con sus lagrimillas, sus cantantes vocacionales y la chica aquella que adelgazó un montón de kilos y acabó representando a España en Eurovisión. ¿Rosa, se llamaba? Casi ni me acuerdo. De aquella hornada salieron también Bisbal y Bustamante, que han tenido carreras musicales mucho más prolongadas y con más éxito, pero me pareció justo que fuese Rosa la que ganase el premio, no sé si gordo o de consolación, de acudir al Festival. Porque se lo había ganado a pulso. Y porque esas gestas son las que emocionan e implican al público, que es de lo que se trata, supongo.

La escena que pinta en el despacho del comisario fue más o menos como usted la describe, aunque a lo mejor se ciñe mucho a los hechos y da poca importancia a los pequeños detalles, que muchas veces son los que mejor ayudan a hacerse una idea del ambiente. Por ejemplo yo hubiese dicho que el comisario estaba sentado detrás de una mesa como un barco de vapor y que los demás lo escuchábamos de pie, porque del otro lado de la mesa sólo había una silla y ninguno de nosotros quiso sentarse y dejar de pie a los otros. Eso era algo que siempre hacía el comisario Martínez: cuando entraba alguien en su despacho lo invitaba a sentarse, aunque no hubiese sillas, o aunque fuese un grupo y sólo hubiese asiento para uno. Entonces pensaba que era simplemente despiste, quizás cierta desconsideración, pero ahora que he visto y vivido algo más creo que era intencionado, para observar la reacción de la gente y poder catalogarla al primer vistazo. Una especie de test instantáneo de ánimo y personalidad. Detrás de su aparente campechanía, el comisario era un hombres bastante retorcido y mucho más malicioso de lo que mucha gente le habrá dicho. 

En el despacho del comisario olía siempre a demonios. Yo no sé si ponía el ambientador para disimular el olor de los puros, o se fumaba los puros para disimular el ambientador, pero era horrible. A Martínez le gustaban las explicaciones largas, de las que había que ir cribando la información que te daba como un buscador de oro de una película del Oeste. Al final terminabas enterándote de lo que quería, pero te dejaba la impresión de que te habías perdido algo, y aún peor, de que te lo habías perdido por tu culpa. En este caso recuerdo que me pareció extraño que alguien de las alturas se preocupase por una tontería como los fraudes de las falsas carreras discográficas, pero luego, según he ido conociendo algo más de mundo y tratando con algunos políticos, me he dado cuenta de cómo funcionan en realidad las cosas: si medio país estaba enganchado en aquella época a la Operación Triunfo, una noticia en televisión sobre la detención de delincuentes relacionados con la promoción musical de noveles tendría más peso en la opinión pública que la desarticulación de toda una banda de traficantes. La estrategia de todos los políticos es clara: dar al ciudadano impresión de eficacia. Es la táctica lo que los diferencia a unos de otros y esta era una operación táctica.

Recuerdo que cuando salimos del despacho del comisario fuimos a la cafetería a echar un vistazo a los anuncios por palabras de los periódicos, y que nos dieron un ejemplar hecho un asco, de los que usaban para encender la calefacción. No sabíamos muy bien en qué sección buscar, pero después de reírnos un rato con las piruetas que redactaba la gente para ofrecer o pedir según qué cosas, encontramos lo que buscábamos en la sección de oportunidades de negocio.

El hombre que se puso al teléfono cuando llamé, porque tuve que llamar yo, como siempre, sonaba extranjero. Esa era una de las cosas que más me molestaba de aquel ambiente: que había ciertos roles que siempre me tocaban a mí, y no me refiero sólo a cachear sospechosas, que me parece normal, sino a todo lo que oliese de lejos a secretaria. El comisario, por ejemplo, tenía una extraña inclinación a encargarme a mí los informes y las cuentas cuando participábamos varios en un operativo. Sin embargo, cuando nos mudamos de planta, no tuve que mover ni una caja, así que no me quejo por trabajar más, sino por la clase de mentalidad y de trato que tenía que aguantar, que no es lo mismo.

Cuando acudimos aquella misma tarde a la cita que conseguí con el promotor musical, nos llevó un buen rato encontrar el lugar concreto en el que nos había citado, y eso que nosotros estábamos acostumbrados a buscar direcciones casi imposibles. Recuerdo que conducía Olite y que estuvo dando vueltas media hora por una especie de polígono industrial entreverado de viviendas y hasta alguna pequeña huerta. 

El estudio era un sitio feo y oscuro, pero tenía la ventaja de la discreción, porque no corríamos el riesgo de encontrarnos por allí con alguien que nos conociese y diese al trasto con toda la operación. Supongo que para el supuesto manager, que dijo llamarse Hardford aunque el nombre nos sonó a todos a alias, era un lugar conveniente por la misma razón.

Hardford era un hombrecillo rubio de unos cuarenta y tantos años, con algo de sonrisa de conejo y las maneras escurridizas del que lleva huyendo toda la vida de algo. Si hubiese que compararlo con un animal, a mí no me parecería un zorro, como decía a veces Olite, sino un ratón de laboratorio escapado al campo, pero con los incisivos venenosos a consecuencia de algún experimento genético. Para que se haga una idea más gráfica, le diré que tenía un aire a Truman Capote, al de la película, que no sé hasta qué punto se parece al auténtico, aunque supongo que mucho. Cuando más adelante se lo preguntamos dijo que era irlandés, y seguramente era cierto, porque de vez en cuando se le escapaban palabras en un idioma rarísimo, que seguramente era gaélico.

Aquel primer día nos dijo que cantásemos algo, cualquier cosa que en nuestra opinión nos quedara bien. Justel cantó cien gaviotas y esos ojos negros, dos canciones maravillosas de Duncan Dhu, y lo hizo de pena. Olite hizo lo que pudo con Ave Lucía y otra más que no recuerdo, también de Alejandro Sanz, aunque en lo único que se parecía su voz a la de Sanz era en la ronquera. Lo vi tan negro, que eché allí mismo los restos con un año de amor, y piensa en mí, de Luz Casal. Temía que si alguno de nosotros no hacía un papel un poco digno se diese cuenta de que estábamos allí buscando cualquier cosa menos una carrera musical. Porque Hardford podía dedicarse a la estafa y ser un caradura, pero precisamente por eso tendría alguna precaución, y quizás unos aspirantes que llegaban en grupo y eran todos tan malos le daban que sospechar. 

Al terminar nos dijo que tenía que analizar las grabaciones, y cuando yo le pedí escucharlas allí mismo, porque me hacía ilusión oír como sonaba mi voz grabada en un equipo de verdad en vez de en el radiocasette de casa, se escabulló alegando que eso no era posible, porque para él era casi una superstición no escuchar las grabaciones hasta al menos cuarenta y ocho horas después de haberlas realizado, cuando ya no podía interferir en su juicio la primera impresión. Como se puede imaginar, cuando oímos semejante tontería tuvimos que hacer grandes esfuerzos para no lanzarnos guiños entre nosotros, porque estaba claro que ni había grabado la actuación ni nada de nada. Aliviados por no tener que cantar más, volvimos a comisaría y le contamos la historia a Martínez, que nos dio la enhorabuena y nos aseguró que en poco tiempo el falso promotor empezaría a pedirnos dinero por unas cosas u otras. El momento culminante llegaría cuando nos ofreciera grabar un disco, porque ahí estaba la cantidad verdaderamente importante y ahí era donde podíamos conseguir pruebas contundentes para detenerlo y darle a los políticos la noticia que buscaban.

Según sus cuentas, la operación no podía durar más de cinco o seis semanas, pero luego la cosa se prolongó durante meses. Medio año, casi, porque la propuesta del disco no acababa de llegar.

Pero perdone: sigo por donde iba.

Hardford nos llamó a los pocos días y dijo que nos aceptaba a todos, porque los tres teníamos muchas posibilidades aunque en géneros distintos. A Olite le recomendó que cantase country, a Justel música moderna y a mí canción suave y sentimental. Yo en aquel momento creí que se guiaba por el aspecto más que por otra cosa y que si el primer día me da por ir vestida de lunares acabo cantado flamenco, pero al final resultó que no tenía tan mal ojo. De hecho, creo que era muy bueno en su oficio, porque para hacer con nosotros lo que hizo había que ser casi un portento.

No nos dejó tiempo para pensarlo y arrepentirnos: en un par de días empezaron los ensayos y luego, casi enseguida, llegaron los primeros gastos, como pensaba el comisario Martínez, pero fueron cosa de muy poco y siempre perfectamente justificados, así que no nos quedó más remedio que seguir cantando y aprendiendo canciones, porque en eso Hardford era muy estricto. Decía que no se puede salir a un escenario sabiendo cuatro o cinco canciones, porque si llega el día en que el público se entona y pide que cantes algo más no puedes empezar otra vez por el principio. Antes de subirse a un escenario hay que saber interpretar perfectamente treinta canciones como mínimo. Esa era su norma.

Yo lo tuve más fácil, porque cantaba en español, pero Justel, y sobre todo Olite, las pasaron negras con la pronunciación del inglés. Porque Hardford sería un timador, que lo era, pero exigía que las letras se cantaran perfectas, y no por aproximación, como hacen algunos. Además, traducía párrafo por párrafo todas las canciones que proponía, para que supiésemos en todo momento lo que estábamos diciendo y acompañásemos las palabras con la expresividad. Y hacía bien, porque no hay nada más ridículo que un cantante gritando que se muere de amor mientras sonríe como un faro, ¿no cree? Ya le digo que Hardford era bueno en su trabajo. No hay que confundir la calidad moral de la gente con su calidad profesional.

Al comisario no le gustaba el cariz que estaba tomando el asunto, y le gustó todavía menos cuando dimos nuestros primeros conciertos y en vez de perder dinero empezamos a ganar algo. Después de hablarlo entre nosotros, decidimos llevarle al comisario la recaudación, que era poca, pero si el Ministerio del Interior había pagado nuestras clases y hasta el vestuario de lentejuelas, lo justo era que el Ministerio se llevase también los ingresos, al menos hasta compensar. Me acuerdo de este detalle concreto porque Martínez pensó que le estábamos tomando el pelo y nos echó de su despacho con cajas destempladas. Él lo que quería era que grabásemos el disco de una maldita vez para poder detener a Hardford, porque desde arriba le preguntaban de vez en cuando por el tema y lo más que podía responder era que iba bastante bien, pero despacio.

Y es cierto que fue despacio, aunque a nosotros, o al menos a mí, nos daba igual, porque se estaba mejor trabajando en eso que en cualquier otro caso. Martínez se dio cuenta y nos empezó a asignar otros trabajos. O sea que hubo una temporada en la que en realidad trabajábamos doce o trece horas diarias: las de comisaría y luego las de la música, que eran también parte de una operación policial aunque nos resultase divertido.

A mí al menos me divertía mucho, y me vino muy bien estar tan ocupada en aquella época, porque cuando comenzó la operación hacía seis meses que me había divorciado y me encontraba en un momento bastante duro a nivel persona. Era una de esas épocas en las que se te echa la casa encima, y notas que en cualquier sitio te falta aire, porque no consigues romper con la vida anterior ni empezar con la nueva. Mi divorcio fue totalmente pacífico en lo judicial, porque no había hijos, pero en lo personal fue bastante traumático, así que no me avergüenza decir que me volqué en la música para pasar en casa el menor tiempo posible y para conocer otra clase de gente. Mi primer marido era abogado, así que entre policías y abogados, me tiraba el día entero nadando en delitos, faltas, y esa clase de ambiente. Conocer el mundo de la noche, orientado a la diversión, aunque también tenga su faceta fea, y muy fuerte, fue para mí como un soplo de aire fresco.

Eso, y lo otro, por supuesto, porque ya le habrán contado que estuve saliendo un tiempo con Justel. Conociéndolos, es imposible que lo hayan callado, porque aunque lo llevamos con toda discreción seguro que alguien se enteró. De esta clase de cosas siempre se entera alguien. Hay policías que no serían capaces de detener a un paralítico, pero olfatean una relación entre compañeros a cien kilómetros.