Oswaldo amaba el mar. Nació y se crió cerca de él, y de él vivía ahora.
Esa día salió temprano, un punto antes del amanecer, hacia la playa de Poneloya, con su equipo y sus pertrechos, en su vieja moto, una Norton destartalada que él cuidaba mucho, era herencia de su padre.
Se llegó hasta lo de Doña Hilda, al final de la playa, a la que saludó con la mano mientras aparcaba, y agarró su equipo: las gafas de buceo en la frente, el arpón y la red a la espalda y las pataletas de la mano. No necesitaba más.
Apenas 50 metros hasta la orilla: se fija las gafas, las pataletas a los pies y agarra el arpón.
Al echar a andar, oye como un rasguido: una de las pataletas se ha enganchado en algo metálico, rajada de arriba abajo. De no llevarla puesta, hubiera sido su pie…