El origen de «Loren ipsum»

Hubo un tiempo en que los tipógrafos eran dioses menores con bigote, escuadra y divinidad de plomo. Fue entonces, hacia el año 1500 —fecha imprecisa, como todo lo mítico—, cuando un impresor con prisa y probablemente resaca decidió que su panfleto necesitaba algo que se pareciera al pensamiento sin tener que pensarlo. Y así, como quien improvisa una excusa para no ir a misa, nació el Lorem ipsum.

No se trata, como muchos sospechan, de una sarta de latinajos inventados por un gato caminando sobre un teclado romano. No. Su origen es aún más gloriosamente inútil: es un extracto truncado, desmembrado y ligeramente disfrazado de un tratado filosófico de Cicerón llamado De finibus bonorum et malorum, algo así como «Sobre los fines del bien y del mal», que es justo lo que uno no espera encontrar en un folleto de IKEA. El texto original hablaba de placer, ética, virtud. El pastiche moderno dice «Lorem ipsum dolor sit amet…», que suena profundo hasta que uno recuerda que no significa nada.

La maravilla del Lorem ipsum es su capacidad de llenar el vacío con dignidad. Como esos políticos que hablan durante horas sin decir nada, pero con serifa. Es un simulacro perfecto: no ofende, no informa, no inspira. Se presenta como contenido pero es contenedor. Sirve para ver cómo queda el mundo antes de que el mundo se escriba.

Así, entre la filosofía mutilada y la estética funcional, el Lorem ipsum sobrevive como el latín zombie del diseño: muerto, pero útil. Su verdadero mensaje no está en las palabras sino en su silencio impostado, en esa promesa de sentido que nunca llega. Como si el texto dijera: «Aquí podría ir algo brillante. Pero no te emociones».