Groucho, Enrique IV y el sanchismo líquido

Pedro Sánchez ha demostrado con creces que carece de escrúpulos. Es un tipo devorado por la soberbia que se aviene de buena gana a cualquier trama, componenda o viraje que lo mantenga por encima del común. Todo lo fía a un objetivo personalísimo: seguir siendo, en palabras de Óscar Puente, "el puto amo". Para ello, justifica el empleo de cualquier medio, recurriendo con soltura a medias verdades, falsedades y cambios de opinión. De estos últimos hemos tenido a porrillo. Una montonera. Tantos que, nuestro presidente, podría suscribir sin dificultad aquella célebre ironía atribuida a Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”.

Y, cuando no cambia de opinión, retuerce las reglas del juego a su antojo. Tomás Gómez, exsecretario general del PSOE de Madrid, declaraba hace poco: “He visto a Sánchez coger una urna y meterla detrás de un biombo para intentar cambiar el resultado de una votación. Alguien que hace eso delante de todos los dirigentes del PSOE fíjese usted el sentido que tiene de la democracia y de las instituciones". No parece que Gómez le tenga mucho aprecio. Por lo visto, lo considera un fullero de marca mayor que carece de los más elementales principios éticos. La acusación siembra dudas sobre un estilo de liderazgo que algunos consideran opaco y calculador. A cambio, hay que reconocerle a Sánchez una capacidad poco común de resistencia ante las vicisitudes del juego político, a la que ha sabido sacarle, además, partido editorial.

Escribió para la imprenta su ya famoso Manual de resistencia, pero podría haber escrito con mayor autoridad un Manual del perfecto arribista porque sabe un rato largo de alcanzar objetivos a cualquier precio. Al precio incluso de desmentirse, apelando sin el menor rubor a aquella vieja máxima popular que reza: donde dije digo, digo Diego. Resulta rara la afirmación que no ha sido negada a posteriori por otra en sentido contrario: desde el rechazo a incluir ministros de Podemos en su gobierno hasta la inconstitucionalidad del procés, por poner sólo dos ejemplos notorios. Todas estas mudanzas responden a su enorme ansia de poder, que es un motor potente que tira millas dejando atrás principios y valores. París bien vale una misa, que diría Enrique IV de Francia.

Lo siguiente es una obviedad: a Pedro Sánchez le gusta más presentar credenciales de presidente que vestir de fiesta. Tiene una alta opinión de su persona. Muy alta. Cree a pies juntillas que nadie sobre el suelo patrio merece más que él la poltrona presidencial. Y combina esa nitroglicerina del ego con un empeño obsesivo por dejar escritas de su puño y letra dos o tres páginas de la Historia. Màxim Huerta, ministro fugaz de su Gobierno, y testigo circunstancial de sus ínfulas, no me dejaría mentir sobre el particular. Vanitas vanitatum, omnia vanitas. Y es que el actual jefe del Ejecutivo se considera un líder providencial; un elegido de los dioses que, además, luce cañón en los salones del poder. Sin embargo, vista la degradación de las instituciones del país desde su llegada a la Moncloa, más parece que fuera, a ojos de muchos, un troyano enviado por el destino para reventar nuestro sistema político desde dentro.

No obstante, en los últimos días crece la sensación de que la legislatura agoniza. Los casos judiciales que salpican al entorno más próximo del presidente, el desgaste social, las tensiones territoriales y la parálisis legislativa dibujan un panorama sombrío, casi inevitablemente abocado a las urnas. Aun así, Pedro Sánchez se empeña en seguir al frente del pandemonio dos años más. A estas alturas, nadie sabe si le alcanzarán las fuerzas -ni los apoyos parlamentarios- para cumplir su propósito. Hay serias dudas al respecto, incluso entre los suyos. Mientras tanto, traga quina y resiste, intentando ganarle días a un final que se intuye próximo y fatal. Todo apunta a que, más pronto que tarde, se verá obligado a convocar elecciones anticipadas y a retirarse a regañadientes a los páramos de la irrelevancia. Su despedida, más que solemne, será turbia. No en olor de multitudes... sino de corrupción.