¿Qué pasa cuando un sicario se entera de que su patrón ha muerto? ¿Tiene que seguir adelante con el crimen por el que ya ha cobrado o no? ¿Qué es lo realmente profesional?
¿Realmente el patrón, querría que de todos modos se cometiera el crimen tras su falleciemiento?
Quieres matar a tu exmujer porque no te deja ver a los niños. Vale. Pagas por ello. Ok. Pero coño, si te mueres... ¿De verdad querrías dejar huérfanos del todo a tus hijos?
¿Qué debería hacer un sicario honrado?
El avión temblaba. Las luces parpadeaban con un zumbido intermitente, y los gritos se entremezclaban con el estruendo de los motores forzados al límite. Julia miró por la ventanilla; la tierra se precipitaba hacia ellos como una verdad ineludible.
A su lado, un hombre de unos cincuenta años se ajustaba con calma el cinturón de seguridad. Tenía las manos firmes y los ojos serenos, como si hubiera esperado este momento toda su vida.
—Cuando se viaja en un avión que se va a estrellar, el cinturón no sirve de nada —murmuró Julia, con una sonrisa amarga.
El hombre giró la cabeza y la miró con una media sonrisa.
—Pero consuela —respondió, tirando un poco más de la correa hasta sentirla bien ajustada.
Julia dudó un instante, pero luego hizo lo mismo. Sintió la presión del cinturón contra su pecho y, de algún modo, la desesperación se disipó un poco. Afuera, el suelo se acercaba cada vez más.
Cerró los ojos y exhaló despacio. No podía cambiar el destino, pero sí cómo lo enfrentaba.
Y en ese instante, el silencio lo envolvió todo.
El humo se adensa en negras volutas que vuelan hasta sumarse al tizón del cielo, un cielo plano, estremecido de hogueras, de brillos dolientes, rugidos de motores y explosiones que no cesan. Los bomberos acuden a las llamas a toda prisa, no tanto por temor a que se extiendan los incendios como por aprovechar el lapso de paz que abandonan, como una limosna, las distintas oleadas enemigas. Los que aún pueden se suman a los bomberos; lo que no, lloran y miran, o miran ya sin llorar, espantados por la destrucción, por el diario derrumbarse de un imperio marítimo unido a sus colonias por cargueros y mercantes que sin remedio y a toda prisa van siendo devorados por los feroces submarinos germanos.
Cualquiera que sea el final de la guerra nadie podrá ya reflotar esos naufragios y el imperio se perderá sin remedio; morirá ennegrecido como las viejas mansiones, como los altos tejados, como la fronda de chimeneas que se estrella contra el suelo cada nuevo bombardeo.
Londres trabaja, se afana, aprieta los dientes y se defiende, porque ni entienden sus habitantes de resignaciones ni el enemigo se conformaría con menos. Los alemanes no quieren que Inglaterra abandone su resistencia: la quieren dura, feroz, sajones contra sajones, piedra de su misma piedra. Quieren que resista, que resista hasta el extremo y después, al fin, se entregue. Así sucede al amor cuando no media desprecio.
Pero esta vez el reposo es corto y vuelven ya las sirenas a estremecer el cielo con sus bramidos. Las de Ulises prometían deleites, estas sólo fuego y muerte, pero de igual modo se arrogan el privilegio de conducir voluntades y no vale ya atarse a un mástil para no escucharlas. Sólo queda dejar cualquier ocupación y correr, correr hacia el refugio o hacia el puesto de combate.
Las primeras escuadrillas de cazas cruzan enseguida el cielo en busca de sus oponentes británicos. Intentarán eliminar toda resistencia aérea antes de que lleguen los bombarderos, aparatos lentos y pesados, impedidos por el peso de sus vientres. Los ágiles Spitfire salen al encuentro de los Meschersmidt y traban batalla, apoyados por su artillería antiaérea, cañones miopes que tratan, unas veces con más éxito y otras con menos, de disparar solamente al enemigo.
En los subterráneos, los oídos permanecen atentos al fragoroso lenguaje de la lucha. Si los cazas alemanes son rechazados, difícilmente podrán los bombarderos consumar su labor destructiva.
El refugio de Picadilly es una antigua bodega donde se guardaban los vinos traídos de España, Jerez y Rioja sobre todo, el Burdeos francés y el oloroso Madeira. Al inicio de la guerra desalojaron las cavas, pero aún así el primer bombardeo se convirtió en una francachela de proporciones vergonzosas y el gobierno dio orden de desmontar y sacar también las últimas cubas.
Allí, bajo las marcas que señalaban las añadas y las procedencias de los vinos, se cobija ahora un centenar de esas personas que gustan de llamarse a sí mismas lo mejor de la sociedad, de las que cifran su mucha importancia en invitarse mutua y solidariamente a reuniones pretendidamente exclusivistas. En el grupo hay dos compositores, un escritor de folletones, un pintor afrancesado, cinco industriales, dos banqueros y hasta un lord echando pestes contra la incapacidad del Gobierno para llegar a un acuerdo con el condenado austriaco que gobierna Alemania. Entre los presentes se encuentra también Thomas Fletcher, conocido joyero especializado en grandes diamantes, que ha realizado no pocos trabajos para la corona. Su padre, Henry Fletcher, llegó incluso a obtener el título de Sir como agradecimiento a un servicio especialmente complicado, lo que prestó a la familia un cierto toque de distinción, muy conveniente para la buena marcha del negocio.
A medida que pasan los minutos va quedando patente que los cazas alemanes han ganado esta vez la batalla: el fuego antiaéreo, lejos de menguar, se hace más frecuente y apretado, señal de que los artilleros no deben ya contenerse por temor a que se les mencione como “fuego amigo” en algún parte de bajas.
Y sin hacerse esperar ni un instante empiezan a caer las bombas, con su estruendo de muerte y su temblor de agonía. Los edificios próximos al refugio se desploman como gigantes alcanzados por un tirador invisible. Caen con ellos los esfuerzos de toda una vida, los hogares de los atemorizados ciudadanos que se apiñan en el refugio, las obras de arte que les ha legado el espléndido pasado de su patria, sus refinados pintores, sus esclarecidos arquitectos, sus muy afamados y encarecidos piratas y bucaneros, sus audaces arqueólogos saqueadores de remotas tierras coloniales y sus gallardos bandoleros de peluca empolvada.
Una bomba estalla en las inmediaciones del refugio y un par de gruesos cascotes caen del techo, acrecentando los gritos de las mujeres y el llanto de los niños, a los que no hay ya modo de hacer callar a falta de alguien con ánimo suficiente para transmitirles tranquilidad. Centenares de ojos desconfiados se alzan hacia el techo calculando si resistirá un impacto directo o están en un lugar al que se le da el nombre de refugio por evitar palabras de peor gusto como sepulcro o panteón.
El sudor empapa los rostros, como un chubasco de miedo. La angustia se apodera al trote hasta de los más valientes, de los que han pasado anteriormente por experiencias bélicas en la Gran Guerra, o en las colonias. Un brigadier, en voz alta, califica de infamia la idea de llevarse las últimas cubas y varias voces de ambos sexos le dan la razón. Con una copita, el susto sería menos.
El ambiente se tensa. Los dos músicos se miran, perdonándose todas las descalificaciones mutuas, las rencillas, las envidias, los pequeños manejos con que cada cual ha buscado colocarse un escaño por encima de su colega; el escritor toma notas, nadie sabe si para un próximo relato o para su propio e improvisado testamento. Los industriales hacen corros, cada cual con su familia, todos juntos en un lado, formando manada aparte. El pintor, sentado en el suelo, parece haberse quedado extasiado en la contemplación del agujero que dejaron los cascotes caídos; no sabemos si lo pintará tal cual o lo convertirá en una alegoría de formas y colores, pero algo hará con él, a buen seguro, si sale de esta.
También Fletcher está angustiado, terriblemente preso en la ansiedad de su situación. Pero sus causas son muy distintas, mucho más prosaicas, infinitamente más vanales en apariencia. Sólo en apariencia. No teme a las bombas menos que el resto, pero otra idea fija su mente impidiéndole pensar en nada más: se está cagando. Apacible, mansamente.
Eso puede ser el final de su carrera, su ruina profesional, su descrédito definitivo. Eso puede ser la vergüenza de su linaje, la perpetua anécdota de su escarnio, la causa de su expulsión de todos los clubes, la razón de que hasta los limpiabotas le retiren la palabra. Eso puede ser un desastre sin precedentes, la implosión de la galaxia, el desplome de la bóveda celeste con cien gaiteros tocando Amazing Grace y Land of my Father .
El pobre Fletcher se tantea todos los bolsillos buscando desesperadamente una pistola con que pegarse un tiro, pero tiene que conformarse con sacar el pañuelo y secarse las copiosas gotas de sudor que le salpican la frente.
Como medida complementaria, maldice a los alemanes en tres idiomas serios y dos dialectos regionales, pero los pilotos germanos no parecen darse por aludidos y continúan arrojando su destructiva carga sobre la ciudad con metódica, cuadrangular, estabulada precisión.
Otra bomba vuelve a caer cerca, aún más que la anterior, y el techo saluda de nuevo a los refugiados con algunos trozos de cemento y una fina lluvia de polvo.
Nuevos llantos, nuevos gritos.
Otro apretón.
Un anciano trata, en vano, de consolar a su nuera, presa de un acceso de histeria, que patalea como una loca gritando en un idioma desconocido para todos. Un famoso médico, allí presente, tras comprobar que la mujer no reacciona al estímulo del bofetón, diagnostica sobre la marcha un ataque de epilepsia y se apresura a quitarse el cinturón para colocarlo entre los dientes de la mujer y evitar que se muerda la lengua.
Se desabrocha el cinturón, sí. Nada menos.
Fletcher cree desfallecer ante la contemplación de aquel gesto, tan ansiado y tan lejano, y tiene que mirar a otra parte para evitar la emulación. La mujer sigue debatiéndose en obscenas contorsiones, observada ahora por todos los presentes, hasta que una bomba singularmente atinada los deja a todos a oscuras.
El griterío se hace enloquecedor. A Fletcher le ha sentado tan mal el susto que a punto está de entregarse a su destino, pero le ha salvado el desgarrador chillido de una muchacha a la que acababa de caerle un cascote sobre la cabeza. El sólido pedazo de techo ha ido al final a parar sobre el pie del propio Fletcher, pero está tan preocupado con su otro problema, con el verdadero problema, que ni siquiera ha sentido el impacto.
Si la oscuridad se prolonga unos minutos se habrá salvado. Trata de escapar discretamente del abrazo de la muchedumbre y se lanza a buscar una buena esquina, convenientemente anónima. No sin esfuerzo logra alcanzar una de las paredes y la sigue a tientas. Ha conseguido establecer una distancia del amenos tres o cuatro metros entre su remanso de paz y la primera persona, pero cuando se dispone a aliviar su angustia, algún heroico, valiente, desinteresado voluntario del exterior, consigue restablecer el suministro.
Fletcher ahoga una barroca maldición y regresa al grupo afectando extravío: es mejor no levantar sospechas.
El bombardeo sigue con toda su terrible virulencia, triturando la ciudad en su explosivo almirez. El ambiente en el refugio se hace más espeso por momentos. Caen nuevos cascotes del techo y uno de ellos impacta de lleno en una mujer de mediana edad. El niño que la acompañaba, al ver a su madre en el suelo, rompe a llorar y se abraza a una pierna de Fletcher que, movido por la ternura, se agacha para cogerlo en brazos.
Y entonces sucede el desastre, y sigue su curso de forma incontenible, como una avalancha después de haber conseguido arrollar los muros que la contenían.
El pobre joyero enrojece y palidece alternativamente, sin apenas intervalos, como un semáforo de carne.
El olor no tarda en delatar lo sucedido y un par de sabuesos malnacidos empiezan a olfatear el aire en busca de una pista. Un niño, un maldito niño, es el que al final pronuncia las palabras fatídicas:
—Este señor se ha cagado, mama.
Fletcher desea con toda su alma resucitar a Herodes, o ejercer él mismo de rey infanticida, pero pronto se da cuenta, a la fuerza, de que acaba de formarse una coalición en contra suya.
—La madre que lo parió —gruñe una voz.
—¡Será cerdo! —ruge un veterano de Bengala.
—¡Qué asco!—exclama muy ofendida la duquesa de Southford.
Los alemanes tienen mala leche hasta cuando se retiran: han aprovechado este crítico momento para marcharse, dejando a Fletcher escuchar toda la retahíla de insultos, sin lanzar ni una bomba más que amortiguara el escarnio.
—Dejen que les explique —intenta defenderse.
Pero es peor.
—No hay nada que explicar, ¡marrano! —dice alguien, y otras muchas voces corean a la primera con apelativos similares.
Aparte de los gritos y los insultos, el silencio es ensordecedor.
—Vámonos de aquí—. Dice el veterano de la India. —No quiero estar ni un minuto más con semejante desperdicio humano.
Y todo el grupo, unas noventa personas en total, abandona el refugio a nariz alzada, sintiéndose más unidos por el incidente de lo que lo habían estado por el bombardeo. Sólo Fletcher no se mueve de la antigua bodega, buscando, sin encontrarla, una viga para ahorcarse.
II
En esos mismos momentos, Gunther Hoffmann, a bordo de su Dornier, maldice cielo y tierra por haber tenido que despegar el último de Caen a causa de un fallo mecánico. Si lo pillan los Spitfire, yendo como va a bordo de una ballena voladora, puede darse por ventilado. Piensa si no será mejor lanzar sus bombas sobre las afueras y largarse a toda velocidad, pero su sentido del deber puede más que todas las precauciones y llega, mirando constantemente a su alrededor, hasta el objetivo señalado.
—¡Tirad la carga echando leches y vámonos de aquí! —grita a la tripulación de su aparato, no mucho más contenta que él.
Fletcher se salvó. No así treinta y cuatro de los otros, que salieron antes de que sonaran las sirenas avisando el final de la alarma aérea.
Los supervivientes, por supuesto, le echaron la culpa a Fletcher.
Fletcher culpó a la impaciencia del grupo por salir del refugio.
La RAF culpó al jefe de la escuadrilla que regresó demasiado pronto sin vigilar si llegaba algún bombardero rezagado.
La prensa culpó a Churchill.
A Churchill se le ocurrió decir que era culpa de los alemanes y por poco lo linchan.
A consecuencia de este incidente se ordenó poner retretes en los refugios.
Feinddesland. 2015. Veinte cuentos que no mienten.
Esta parte del "relato largo" (ya no puede ser corto) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
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Al llegar a casa, ni siquiera pensó en comer, su mente estaba enfocada, concentrada en leer toda la prensa posible sobre el caso. Antes de hacer nada en el ordenador, inspiró lentamente y expiró con actitud relajante. Con gran esfuerzo hizo clic en un anuncio de un libro de recetas asiáticas, en un curso de Economía y en una web de viajes al Polo Norte. La noticia, su noticia, estaba en la mayoría de la prensa local y regional. Sospechaba que pronto engrosaría la lista de sucesos nacionales. ¿Reportajes en televisión? Quizás.
Uno de los textos decía: “La ausencia de robo parece un dato clave, ya que la víctima conservaba su reloj y su móvil, alejando la opción delictiva común. El móvil de la mujer ya se encuentra en manos de la Policía Judicial para su análisis. Las actuaciones se mantienen bajo secreto de sumario por orden del juzgado, lo que implica que los detalles específicos de las pruebas y la investigación no se harán públicos por el momento. Todo apunta a que se trata del cadáver de la mujer desaparecida, Ana Ferrer.”
Un robo. No es robo porque llevaba el reloj y el móvil consigo, lo de estar envuelta en plástico le parecía a Juan de poca importancia informativa. Aunque bien mirado en esta noticia no dicen nada de cómo apareció el cadáver. Aun así, el texto le parecía escrito con desgana, prisas y sin mucho interés.
En otro periódico regional había un artículo cubriendo la noticia con más detalles: “La Policía está centrando sus esfuerzos en reconstruir las últimas horas de la víctima, que casi con toda seguridad se trata de Ana Ferrer, desaparecida hace varias semanas, la funcionaria del Ayuntamiento de 38 años ha sido hallada muerta entre cañas y maleza en el cauce de la rambla, en el curso de las labores de limpieza. Cada elemento de la zona está siendo analizado en busca de pruebas que permitan identificar al responsable o responsables. A los medios locales se unirá la Policía Forense de la capital, y expertos en estas tareas. Mientras tanto la zona sigue acordonada y asegurada."
"Según nos indican fuentes policiales, los investigadores rastrearán grabaciones de seguridad de la zona y las comunicaciones de la mujer para reconstruir sus movimientos previos al crimen, recabarán testimonios de posibles testigos, con la clara intención de disponer de una cronología de los hechos. La autopsia se espera como un elemento clave para precisar la causa y el momento de la muerte."
"Todas las hipótesis permanecen abiertas. La Policía mantiene la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación."
"La denuncia inicial de su familia y del amigo con el que había quedado (Juan José González), tras no recibir noticias de Ana desde la fatídica noche del jueves al viernes, permitió activar el dispositivo de búsqueda que ha concluido sin éxito hasta el terrible hallazgo del cuerpo."
"Más allá de la investigación, la muerte de Ana Ferrer Rey ha generado un profundo impacto en toda la comarca. Funcionaria del área de Cultura del Ayuntamiento, licenciada en Geografía e Historia y en Historia del Arte, Ana dedicó mucho esfuerzo a la preservación del patrimonio local. El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial mientras la investigación policial busca esclarecer este terrible crimen.”
Juan pasó rápidamente a otro periódico donde se podía leer:
“Un perro fue el que encontró el cuerpo sin vida de la mujer, según testigos tironeaba de un saco de plástico entre la maleza, hasta que consiguió sacarlo y fue entonces cuando los trabajadores de la limpieza del cauce vieron el cadáver. La familia, que no ha hecho declaraciones, está sobrecogida por los hechos. Algunos vecinos de la fallecida, apuntan a que en fechas recientes tuvo un acalorado encontronazo con los actuales dueños del Palacete de Rivababia, patrimonio local, a cuenta de unas reformas en la fachada a las que se oponía Ana Ferrer y el equipo de arquitectos del Consistorio, llevando ante la Justicia al fondo de inversión, WorldMundo Hainsbach, que lo había comprado.”
Le parecía gracioso que los medios más carroñeros dejaran caer un posible ajuste de cuentas que no tenía sentido, sólo para ganar notoriedad y que la maquinaria del rumor se pusiera en marcha. Se detuvo un instante en la parte del plástico, releyendo las frases. No se indicaba que el cadáver estuviera envuelto en plástico, parecía que estuviera encima, o a un lado de la mujer. Curioso. Pensaba que llamarlo “saco de plástico” o era un error de información de los periodistas o significaba algo más. Algo que bien pudiera estar relacionado con la investigación. Tendría que seguir la pista de todos esos datos para hacerse una idea clara de por dónde podrían ir los pasos policiales.
En TV-1999 cubrían también la noticia. “El cuerpo sin vida de Ana Ferrer aparece en el cauce de la rambla, bajo el Puente de los Descubrimientos. Esta cadena se ha puesto en contacto con fuentes policiales y en breve se ampliará la noticia con un artículo detallado con toda la información disponible.”
Escueto y poco motivado. Pensó Juan mientras analizaba cómo otros medios daban más detalles y en la cadena local donde trabajaba esa periodista fueran tan parcos. Abajo había un enlace a un vídeo. En él se podía ver a varios reporteros con diferentes y coloridos micrófonos, dirigiéndose a una policía en la entrada de la Comisaría de la localidad. Juan suponía que la mujer haría las tareas de Prensa e Información.
-...Ya les he dicho lo que puedo contarles, señores.
-¿Se baraja un posible ajuste de cuentas en relación con el fondo de inversión? –preguntaba apresuradamente una reportera con una alcachofa de color verde intenso.
-No se descarta nada ahora mismo. Todas las hipótesis están abiertas.
-¿Qué se sabe de los trabajadores que encontraron el cuerpo? -preguntaba un reportero con melena apuntando el micrófono de color rojo hacia la policía.
-Mantenemos la máxima reserva para no comprometer el avance de la investigación. Señores, por favor, en cuanto tengamos más información daremos una rueda de Prensa.
-¿Quién se encarga de la investigación? ¿Cuándo estarán los resultados de la autopsia? ¿Cuándo se dará más información? –preguntaban sin orden sabiendo que la policía daba por concluida la atención a la Prensa.
-Muchas gracias –dijo ella dándose la vuelta y entrando en la Comisaría.
Juan ya estaba en la siguiente fase mental de su plan. Ya habían encontrado su paquete y el juego se ponía interesante para él, en su mundo, en su juego de crimen perfecto. Volvía a sentir que tenía el control de la situación. Lo primero, volver a hacer una lista de comidas semanales. Como ya no había comido al mediodía, tras el trabajo, cenaría improvisando. Mañana compraría comida para seguir su plan alimenticio. Compraría un lienzo pequeño y pintaría otro vórtice, para completar el hueco que quedaba en la pared. ¿Debía incluir en la ecuación a la tal Lucía? Esta noche reflexionaría al respecto.
Fue a la cocina y se sentó en la pequeña mesa de allí para preparar su lista de comidas. A mano, con la cuadrícula que hacía con regla, creando celdas para los días que le quedaban hasta el fin de semana. Incluyendo compra en el Mercado el sábado. Desayuno, comida y cena.
Cuando terminó, miró su obra culinaria, imperfecta porque no cubría una semana. El domingo completaría la semana entrante. Miró la hora y se decidió por una cena antes de hora, con lo que encontrara en la nevera y en los estantes. No había nada que le inspirara a preparar nada. Se le ocurrió que podría ir a un bar a comer un bocadillo, última vez que se saltaba una de sus reglas. Nunca comer fuera. Nunca. Miró el móvil y tenía dos llamadas de números desconocidos, lo dejó en la mesa del salón, como siempre. Comprobó que llevaba veinte euros y algunas monedas sueltas de euro en su cartera. Salió al jardín y ahora la zona sin césped le parecía hasta bonita. Sonrió.
Salió y comenzó a caminar hacia la calle peatonal que estaba a unos veinte minutos andando y donde sabía que había bares de todo tipo, clase, precios y ruido.
Anochecía cuando Amir llegó a casa. Con apenas 13 años ya ayudaba en casa por las tardes. acarreando agua, haciendo recados para vecinos, ayudando a Hassan con la recua de mulas. Cierto es que, en las estrechas calles de Córdoba, la fila de mulas era fácil de conducir, pero, aún y así, 13 años son pocos… Sin padre, su madre se afanaba lavando ropa, remendando, pero el dinero siempre era escaso y cualquier ayuda era buena.
Pero lo que deseaba con toda su alma es que llegara el día siguiente: se levantaba antes que nadie para prepararse para ir a su kuttab, a su escuela, un pequeño edificio rectangular anexo a la Mezquita de los Jueces, no muy lejos de la Gran Mezquita, y su madre estaba encantada con que al niño le gustara tanto aprender, pero lo que no sabía es que el responsable del madrugón no era tanto la escuela, que sí, que le gustaba, como el maestro Zahid.
Pero no, el maestro Zahid, no era un profesor en su escuela: Amir pasaba todos los días por una de las calles del zoco de camino a su escuela y, aunque siempre había algo que le llamaba la atención, nunca se detenía mucho, apenas curioseaba un momento y seguía su camino: el director del kuttab, el Sr. Ziryab, era muy estricto con la puntualidad (y con todo, en general), y no se quería exponer a un castigo.
Pero un día vio al maestro Zahid encorvado sobre una mesa a la puerta de su taller, una mesa de madera oscura y gruesa, muy concentrado, y fue esa intensidad lo que le atrajo. Se acercó a mirar, sin molestar al artesano: ¿cómo alguien era capaz de hacer algo tan intrincado y tan hermoso?
Era casi hipnótico ver cómo cambiaba de una herramienta a otra casi sin mirar, con la facilidad que sólo puede dar la experiencia, y con cada una, con cada movimiento, el maestro aumentaba la belleza de la pieza de cuero que trabajaba.
Estuvo un buen rato observando, hasta que el maestro, que, por supuesto, se había percatado de su presencia, le interpeló:
-¿No llegas tarde al kuttab?
-¡Oh!-, y Amir salió corriendo como alma que lleva un shaytán.
El maestro Zahid se sonrió: sabía que volvería a verlo…
Efectivamente, al día siguiente Amir llegó mucho antes de la hora del kuttab.
-Buenos días, maestro- su madre le había educado bien. -¿Le importa que mire mientras trabaja?
-No, no, al contrario. Primero: ¿cómo te llamas? Yo soy Zahid.
-Mi nombre es Amir -, le contestó.
-¿Te gusta, Amir? - le dijo, señalando a la pieza de cuero que estaba trabajando.
-Sí, pero no entiendo cómo se puede hacer algo así. No sé ni cómo se llama.
-¿Esto? Es un ataurique.
-Entonces, ¿es usted un maestro auta… auto… atruricador?
-¡Jajaja! No, Amir, ataurique es el motivo que uso para decorar y que le da nombre a la pieza, yo soy guadamacilero.
-¿Un guada-qué?
-Sí, es la técnica que uso para hacer este ataurique, la técnica de guadamecí, pero hay otras. Ahora, si no te importa…
El maestro volvió a su tarea, con Amir absorto en sus movimientos, intentando descifrar los secretos del guadamecí:
-Maestro, ¿cómo se llama la herramienta que está usando ahora?
-¿Ésta? -dijo, alzándola. -Es un matulejo, sirve para marcar el cuero y saber por dónde cortar, o trabajarlo, o coserlo. Por cierto, Amir, el kuttab…… - sonrió…
-¡Oh! - dijo Amir mientras echaba a correr -¡Hasta mañana, maestro!
Como no podía ser de otra manera, Amir estuvo allí, puntual, por la mañana, mientras el maestro Zahid abría su taller, colgaba sus trabajos a la vista de todos y sacaba a la puerta su mesa de trabajo.
Al día siguiente, Amir le ayudó a sacar su artesanía a la puerta, y la mesa de trabajo, y el maestro le puso una silla a un lado para que no estuviera de pie mientras le observaba. Incluso, le puso un resto de cuero y algunas herramientas viejas para que le imitara mientras le observaba. Día tras día, Amir aprendió lo que era un buril, una gubia o una lezna, de qué estaban hechos los tintes…
Lo que no sabía Amir es que el maestro conocía a su madre. Un día, al cerrar el taller, y mientras Amir estaba con las mulas, se acercó a su casa:
-Buenas tardes, señora Faiza.
-¡Maestro Zahid! ¿Qué se le ofrece? ¡Pase, pase! ¿Un té?
-Si, gracias. Le quería hablar de Amir…
-¿Amir? ¿Qué ha hecho ahora? - No sería la primera vez que Amir se metía en algún lío.
-¡Jajaja! Nada, nada, no se preocupe, es muy buen chico. El caso es que lleva varias semanas viniendo a ver cómo trabajo cuando abro el taller, mucho antes de ir al kuttab, y se le ve muy interesado, y se le nota que tiene habilidad y es muy despierto, coge lo que le enseño al vuelo.
-Anda, por eso madruga tanto… Pues no me ha dicho nada.
-Ocurre que mi hijo no quiere seguir mis pasos como artesano, y necesito un ayudante, un aprendiz. Me gustaría que Amir fuera mi aprendiz.
-¡Oh! - Que un maestro artesano se hubiera fijado en su hijo era una bendición, le enseñaría un oficio de prestigio y bien remunerado, pero los primeros meses los aprendices no cobraban, y necesitaban el dinero de los pequeños trabajos de Amir… -Maestro, no crea que no agradezco que haya pensado en Amir como aprendiz, pero trabaja por las tardes y no podemos prescindir de ese dinero… -dijo, apesadumbrada.
-Hmmm… Haremos una cosa: que venga por las tardes, después del kuttab, y, si veo que vale para el trabajo, yo le pagaré lo que cobra ahora a partir del tercer mes. ¿Podrá aguantar?
-Si, creo que sí…
En ese momento, entra Amir por la puerta, saludando a su madre, y quedándose sorprendido por ver allí al maestro:
-¡Maestro! ¿Pero qué…?
-Hola, Amir -, contesta, mientras mira con complicidad a su madre. Muy serio, le suelta: -Amir, no puedes venir más a verme al taller antes de la escuela.
A Amir le cambió el semblante, entre confundido y horrorizado.
-¡Pero, maestro, ¿por qué?! ¿He hecho algo malo? - dijo, mientras unas lágrimas brotaban de sus ojos, sin entender nada.
El maestro Zahid, viendo el sufrimiento del niño, no quiso seguir con la chanza:
-¡Jajaja! No te preocupes, Amir, no has hecho nada: desde mañana serás mi aprendiz, ahora vendrás por la tarde, después de la escuela, a aprender mi oficio y a ayudarme.
Nunca el sol iluminó esa estancia con tanta intensidad como la cara de Amir en ese momento.

Ataurique (ornamentación floral/vegetal) realizado con la técnica del guadamecí (cuero repujado y pintado).
Esta parte del "relato largo" (larguísimo, por lo que veo) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
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Dos días después lo llamaron desde la Policía. Una llamada muy cordial, invitándolo a pasarse por la comisaría de la localidad. El policía le explicó que habían convocado a varios vecinos de la misma calle para ver si podían ampliar la información que ya tenían. Juan dijo que mejor por la tarde, tras la salida del trabajo. En un momento, Juan preguntó si se trataba de alguna broma o algún tipo de timo, y que cómo sabía que le llamaba la Policía. El policía al otro lado, armándose de paciencia, le dijo que era fácil de comprobar, que viniera a la hora indicada a las dependencias policiales y que allí le dirían con quién hablar. Juan estuvo a punto de añadir un “¿y si me niego a ir?” Pero no le pareció prudente ni práctico. Así que dijo que allí estaría.
Tanta rapidez le ponía en alerta, muchos de estos casos se alargaban semanas y semanas, meses, años. Pruebas forenses, peticiones al juez, control de móviles, revisión de mensajes, todo eso requería siempre de una petición al juez y que éste lo aprobara o no. Quizás el hecho de que el padre hubiera sido inspector de Policía. Quizás. Había leído un artículo hablando de que estaba ya retirado de la Institución y que había sido condecorado dos veces. La familia estaba esperando que terminara todo el proceso para poder enterrar a la hija. Discreción total en los medios, parecía que se respetaba escrupulosamente la intimidad de familiares y allegados, ni siquiera la prensa más carroñera se había interesado en sacar asuntos escabrosos o sensacionalistas.
Sentado en un pasillo, en uno de esos bancos de madera que debían haber visto y oído de todo, esperaba que le llamaran para la entrevista. Miraba a un lado y a otro buscando a alguien en su misma situación, algún vecino que viniera a contar lo que pudo ver u oír esa noche, tal y como le habían convocado a él. Miró su reloj. Quince minutos tarde de la hora pactada. Paredes de un verde hierba que habían conocido mejores años, puertas grises y cierto ajetreo entre despachos, nada especial. Policías con papeles y carpetas entrando y saliendo de diferentes estancias. Tranquilidad.
Mientras esperaba que lo llamaran, repasaba alegremente que él no había guardado ningún objeto de “recuerdo” del cadáver, ni tenía agendas con caligrafía atropellada contando sus logros, ni ningún manifiesto con declaraciones de doctrinas o propósitos, ni tenía nada escrito en ninguna parte. Nada, ningún documento u objeto en casa que pudiera delatarlo. Todo lo tenía en la cabeza, lo guardaba allí arrinconado en compartimentos concretos, ordenados por horas, sensaciones, reflexiones y certezas, esas secciones mentales tenían ciertos seguros que él llamaba “olvidos conscientes”, una manera que tenía de no acceder a ningún recuerdo que pudiera mostrar nada de lo que tuviera clasificado en esas partes recónditas de su mente. Entre sus muchas reflexiones aleatorias se reía mentalmente de cómo la sociedad defendía el diálogo, la diplomacia para llegar a acuerdos, una sociedad dialogante y civilizada. Él sabía, con férrea convicción, que todo eso no era más que hipocresía y teatro. Según Juan, cuando alguien tiene razón en un tema, el que sea, y hay otra persona que opina lo contrario, la única solución es machacar físicamente al otro. Eliminarlo, matarlo. Los animales cuando entran en peleas territoriales o por hembras de su especie, los mamíferos se tumban patas arriba, enseñan la panza como señal de haber perdido y el ganador deja de atacarlo habiendo ganado. Los humanos no teníamos ese acto reflejo, si alguien mostraba algún signo de reconocer que el otro le había ganado, lo eliminaría sin contemplaciones. Recordaba una frase de un libro: “La estocada más certera y con más fuerza la da quien cree tener más razón que el contrincante. Un atisbo de duda y estás muerto.” Eso era la vida, la real. O eso creía Juan. Tampoco era tonto y no quería ir a la cárcel, ni ser ajusticiado, fingir era el precio que debía pagar por actuar en ese teatro llamado Sociedad.
-¿Juan Gómez? –preguntó un policía abriendo una puerta y mirándolo.
-¿Sí?
-Pase, por favor –era joven pero no eran un recién llegado a la Policía. Uniforme impecable.
Juan encontró un pequeño despacho, atiborrado de informes, carpetas de colores, un ordenador, una planta mustia en la ventana, una mesa de despacho espartana y dos sillas. El policía se sentó delante del monitor y del teclado, ladeado un poco para ver a Juan que se sentó frente a él. Por un instante pensó que por qué era tan típico, tan cliché lo de la planta mustia en lugares así, con lo poco que costaba un poco de luz y un poco de agua.
-Bueno, señor Gómez –mirando algo en el monitor-. Juan Gómez Gómez, calle Águila Martínez, 66.
-Sí –respondió acomodándose en la incómoda silla, pensando que la del agente estaba acolchada y parecía más cómoda. Truco número uno de manual. Pensó con sorna interior.
-Le indicó a los compañeros que no oyó nada la noche del catorce y madrugada del quince –mirando al monitor y posiblemente pasando páginas y deteniéndose en alguna.
-Eso es.
-Haga memoria... ¿qué estaba haciendo entre las once y las once y media esa noche? –ahora sí mirándolo directamente a los ojos, buscando algún signo que no iba a encontrar.
-No sé... Ya habría cenado. Ceno a las nueve y luego supongo que me iría al taller o estaría viendo la tele o... –respondió con parsimonia.
-¿No oyó nada fuera? –ahora tecleando algo en el informe que tuviera delante.
-No sé, como algunas noches se oyen ladridos de perros... –fingiendo recordar usando correctamente la mirada hacia arriba y a la derecha. Típico micro signo de rememorar con imágenes–. Hace un mes o así, oí ruidos extraños en la casa que está en venta sobre las ocho de la tarde o así...
-¿En cuál de las dos? –preguntó el policía, listo para anotar algo más en el informe.
-Creo en la de la derecha, en el 68...
-Ajá –tecleó algo que le llevó medio minuto o algo más de tiempo.
-¿Por qué precisamente a esa hora, a las once...? –preguntó Juan intentando pescar.
El policía se lo quedó mirando, con ojos neutros pero escrutadores. Justo en ese momento se oyeron voces fuertes en el pasillo.
“¡Coño, Ferrer, no...! ¡Déjanos trabajar... Vete a casa!”
“¡Joder, qué pronto se os olvida que me he dejado la vida aquí...!
“Venga, vamos a tomar un café, vente conmigo... No lo jodas todo, sabemos lo que estamos haciendo...”
Las voces se extinguieron poco a poco, alejándose del pasillo. Juan ya sabía que el padre de la mujer rondaba por la comisaría. De nuevo el escalofrío de una sonrisa interior de placer recorrió su espalda.
-El móvil de la víctima estaba activo a esa hora en esa zona –respondió el policía sin reaccionar a las voces del pasillo.
-Ah, igual se paró a hablar con alguien... –retador.
-Claro. –el agente hizo una pausa mirándolo y luego revisando algo en el monitor-. ¿Vio usted a alguien o escuchó algo sobre esas horas?
-Como no fuera a la señora que pasea a su perrito a horas raras... –dijo Juan desviando la mirada a la planta mustia.
-La señora pasó por allí sobre la una y media de la madrugada –respondió el policía seguro, sin mirarlo.
-Ah, pues como a veces saca varias veces al perro... –ahora sí que estaba disfrutando Juan.
-Ya, ¿y qué hizo usted luego? ¿Estuvo durmiendo sin más esa noche? –impasible, Juan notó que ahora quería pescar el joven uniformado.
-Supongo que me iría a dar una vuelta, no podía dormir...
-Como le dijo a los compañeros que tenía el sueño pesado...
-Ya sabe, hay días y días, a veces los lunes se mezclan con los miércoles, ya no tengo la memoria tan fina... –con una sonrisa en la cara mientras se apuntaba con un dedo la frente.
-Lo digo porque a las cuatro y cuarto de la madrugada entraba en la discoteca Xangri-A... –obviamente le tocaba mover el cebo de la caña de pescar. Juan lo estaba esperando.
-Vaya... –esto le sorprendió un poco, pero había visto perfectamente las cámaras antes de entrar allí.
-Hay cámaras en los accesos a ese local por seguridad.
-Pues sí... –dijo Juan asintiendo con todo el cuerpo.
-A las siete y doce minutos pasó un control de alcoholemia con la Guardia Civil... –dijo el policía tecleando algo en su ordenador y sin mirar a Juan.
-Cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.
-Ya. Bueno, pues nada más, gracias por su colaboración –el policía se levantó ofreciéndole una saludo de manos a Juan, que éste no rechazó. El apretón no le gustó, le había parecido excesivo. Manías. No le gustaba el contacto social.
Juan salió pasillo abajo hacia la salida de la Comisaría, justo en ese momento le pareció ver a Lucía entrando en un despacho. No podía ser. Esperó unos minutos hasta que la mujer volvió a salir. No, más baja, pelo parecido, nariz diferente. Desliz freudiano, pensó.
Mientras caminaba de vuelta a su casa. Reflexionaba sobre si convenía volver a llamarla o dejarlo correr, por si había más peligro en intentar sonsacarle información o en que ella se lo sacara a él. Cosa que le parecía simplemente imposible. A él, al controlador de la realidad. Pasaría por la verdulería. Mañana era sábado y tocaba mercado. Debía consultar el tiempo, ya que avisaban para ese fin de semana de lluvias intensas.
Esa noche, la lluvia llegó como una llovizna insulsa. Conectó su portátil. Hizo clic en un anuncio de frigoríficos inteligentes, en un artículo publicitario de un banco en línea, y en la web promocional de una cantante llamada “Adipalu” con un vídeo machacón y soso que tuvo que cerrar después de apuntar varias veces a una esquiva “x” que se movía. En la información local volvían a incidir en la posibilidad de que el caso de Ferrer estuviera relacionado con el fondo de inversión WorldMundo Hainsbach, sus abogados declinaron hacer declaraciones, cosa que motivaba a los “cazanoticias” de dientes afilados a especular sobre los motivos de su falta de comentarios. Recordaba un artículo sobre los dientes de los tiburones y que la cantidad de dientes estaba ligada a lo que comían, los que se alimentaban de presas grandes tenían menos pero de mayor tamaño. Y los que cazaban presas pequeñas tenían más para facilitar su captura. Una adaptación evolutiva del mundo de la prensa sensacionalista.
En otro periódico habían conseguido entrevistar a uno de los trabajadores que había estado limpiando el cauce, sin mucha información, ya que él no había estado en el turno en el que se encontró el cuerpo. En otro periódico de tirada nacional, algo más serio, se decía que aún no se había levantado el secreto del sumario y que el Juez Lacosta se encargaba del caso. Se habían enviado especialistas de la capital provincial y algunos habían llegado desde Madrid, sobre todo en la parte más técnica de la medicina legal. El ex marido de la asesinada había llegado desde Francia y se le había tomado declaración en Comisaria. Apuntaban que años atrás, ese hombre (M.A.L.L.) estuvo implicado en un desfalco en la compañía alimenticia para la que trabajaba. Quedando libre de todos los cargos meses después. “La prensa nunca defrauda”, pensaba Juan, mientras apagaba y desconectaba su ordenador. Subió a su habitación y se quedó mirando la ventana, ahora llovía algo más intensamente. Mañana iría a comprar al mercado contra viento y marea. El domingo haría nueva lista semanal, esta vez completa. Las cosas deben volver a su cauce. Cauce. Soltó una risotada mientras se disponía a dormir.
Esta parte del "relato largo" (larguísimo) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7
Después aquí:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11
Luego:
www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-14
Después...
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Luego:
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Dos días después lo llamaron desde la Policía. Una llamada muy cordial, invitándolo a pasarse por la comisaría de la localidad. El policía le explicó que habían convocado a varios vecinos de la misma calle para ver si podían ampliar la información que ya tenían. Juan dijo que mejor por la tarde, tras la salida del trabajo. En un momento, Juan preguntó si se trataba de alguna broma o algún tipo de timo, y que cómo sabía que le llamaba la Policía. El policía al otro lado, armándose de paciencia, le dijo que era fácil de comprobar, que viniera a la hora indicada a las dependencias policiales y que allí le dirían con quién hablar. Juan estuvo a punto de añadir un “¿y si me niego a ir?” Pero no le pareció prudente ni práctico. Así que dijo que allí estaría.
Tanta rapidez le ponía en alerta, muchos de estos casos se alargaban semanas y semanas, meses, años. Pruebas forenses, peticiones al juez, control de móviles, revisión de mensajes, todo eso requería siempre de una petición al juez y que éste lo aprobara o no. Quizás el hecho de que el padre hubiera sido inspector de Policía. Quizás. Había leído un artículo hablando de que estaba ya retirado de la Institución y que había sido condecorado dos veces. La familia estaba esperando que terminara todo el proceso para poder enterrar a la hija. Discreción total en los medios, parecía que se respetaba escrupulosamente la intimidad de familiares y allegados, ni siquiera la prensa más carroñera se había interesado en sacar asuntos escabrosos o sensacionalistas.
Sentado en un pasillo, en uno de esos bancos de madera que debían haber visto y oído de todo, esperaba que le llamaran para la entrevista. Miraba a un lado y a otro buscando a alguien en su misma situación, algún vecino que viniera a contar lo que pudo ver u oír esa noche, tal y como le habían convocado a él. Miró su reloj. Quince minutos tarde de la hora pactada. Paredes de un verde hierba que habían conocido mejores años, puertas grises y cierto ajetreo entre despachos, nada especial. Policías con papeles y carpetas entrando y saliendo de diferentes estancias. Tranquilidad.
Mientras esperaba que lo llamaran, repasaba alegremente que él no había guardado ningún objeto de “recuerdo” del cadáver, ni tenía agendas con caligrafía atropellada contando sus logros, ni ningún manifiesto con declaraciones de doctrinas o propósitos, ni tenía nada escrito en ninguna parte. Nada, ningún documento u objeto en casa que pudiera delatarlo. Todo lo tenía en la cabeza, lo guardaba allí arrinconado en compartimentos concretos, ordenados por horas, sensaciones, reflexiones y certezas, esas secciones mentales tenían ciertos seguros que él llamaba “olvidos conscientes”, una manera que tenía de no acceder a ningún recuerdo que pudiera mostrar nada de lo que tuviera clasificado en esas partes recónditas de su mente. Entre sus muchas reflexiones aleatorias se reía mentalmente de cómo la sociedad defendía el diálogo, la diplomacia para llegar a acuerdos, una sociedad dialogante y civilizada. Él sabía, con férrea convicción, que todo eso no era más que hipocresía y teatro. Según Juan, cuando alguien tiene razón en un tema, el que sea, y hay otra persona que opina lo contrario, la única solución es machacar físicamente al otro. Eliminarlo, matarlo. Los animales cuando entran en peleas territoriales o por hembras de su especie, los mamíferos se tumban patas arriba, enseñan la panza como señal de haber perdido y el ganador deja de atacarlo habiendo ganado. Los humanos no teníamos ese acto reflejo, si alguien mostraba algún signo de reconocer que el otro le había ganado, lo eliminaría sin contemplaciones. Recordaba una frase de un libro: “La estocada más certera y con más fuerza la da quien cree tener más razón que el contrincante. Un atisbo de duda y estás muerto.” Eso era la vida, la real. O eso creía Juan. Tampoco era tonto y no quería ir a la cárcel, ni ser ajusticiado, fingir era el precio que debía pagar por actuar en ese teatro llamado Sociedad.
-¿Juan Gómez? –preguntó un policía abriendo una puerta y mirándolo.
-¿Sí?
-Pase, por favor –era joven pero no eran un recién llegado a la Policía. Uniforme impecable.
Juan encontró un pequeño despacho, atiborrado de informes, carpetas de colores, un ordenador, una planta mustia en la ventana, una mesa de despacho espartana y dos sillas. El policía se sentó delante del monitor y del teclado, ladeado un poco para ver a Juan que se sentó frente a él. Por un instante pensó que por qué era tan típico, tan cliché lo de la planta mustia en lugares así, con lo poco que costaba un poco de luz y un poco de agua.
-Bueno, señor Gómez –mirando algo en el monitor-. Juan Gómez Gómez, calle Águila Martínez, 66.
-Sí –respondió acomodándose en la incómoda silla, pensando que la del agente estaba acolchada y parecía más cómoda. Truco número uno de manual. Pensó con sorna interior.
-Le indicó a los compañeros que no oyó nada la noche del catorce y madrugada del quince –mirando al monitor y posiblemente pasando páginas y deteniéndose en alguna.
-Eso es.
-Haga memoria... ¿qué estaba haciendo entre las once y las once y media esa noche? –ahora sí mirándolo directamente a los ojos, buscando algún signo que no iba a encontrar.
-No sé... Ya habría cenado. Ceno a las nueve y luego supongo que me iría al taller o estaría viendo la tele o... –respondió con parsimonia.
-¿No oyó nada fuera? –ahora tecleando algo en el informe que tuviera delante.
-No sé, como algunas noches se oyen ladridos de perros... –fingiendo recordar usando correctamente la mirada hacia arriba y a la derecha. Típico micro signo de rememorar con imágenes–. Hace un mes o así, oí ruidos extraños en la casa que está en venta sobre las ocho de la tarde o así...
-¿En cuál de las dos? –preguntó el policía, listo para anotar algo más en el informe.
-Creo en la de la derecha, en el 68...
-Ajá –tecleó algo que le llevó medio minuto o algo más de tiempo.
-¿Por qué precisamente a esa hora, a las once...? –preguntó Juan intentando pescar.
El policía se lo quedó mirando, con ojos neutros pero escrutadores. Justo en ese momento se oyeron voces fuertes en el pasillo.
“¡Coño, Ferrer, no...! ¡Déjanos trabajar... Vete a casa!”
“¡Joder, qué pronto se os olvida que me he dejado la vida aquí...!
“Venga, vamos a tomar un café, vente conmigo... No lo jodas todo, sabemos lo que estamos haciendo...”
Las voces se extinguieron poco a poco, alejándose del pasillo. Juan ya sabía que el padre de la mujer rondaba por la comisaría. De nuevo el escalofrío de una sonrisa interior de placer recorrió su espalda.
-El móvil de la víctima estaba activo a esa hora en esa zona –respondió el policía sin reaccionar a las voces del pasillo.
-Ah, igual se paró a hablar con alguien... –retador.
-Claro. –el agente hizo una pausa mirándolo y luego revisando algo en el monitor-. ¿Vio usted a alguien o escuchó algo sobre esas horas?
-Como no fuera a la señora que pasea a su perrito a horas raras... –dijo Juan desviando la mirada a la planta mustia.
-La señora pasó por allí sobre la una y media de la madrugada –respondió el policía seguro, sin mirarlo.
-Ah, pues como a veces saca varias veces al perro... –ahora sí que estaba disfrutando Juan.
-Ya, ¿y qué hizo usted luego? ¿Estuvo durmiendo sin más esa noche? –impasible, Juan notó que ahora quería pescar el joven uniformado.
-Supongo que me iría a dar una vuelta, no podía dormir...
-Como le dijo a los compañeros que tenía el sueño pesado...
-Ya sabe, hay días y días, a veces los lunes se mezclan con los miércoles, ya no tengo la memoria tan fina... –con una sonrisa en la cara mientras se apuntaba con un dedo la frente.
-Lo digo porque a las cuatro y cuarto de la madrugada entraba en la discoteca Xangri-A... –obviamente le tocaba mover el cebo de la caña de pescar. Juan lo estaba esperando.
-Vaya... –esto le sorprendió un poco, pero había visto perfectamente las cámaras antes de entrar allí.
-Hay cámaras en los accesos a ese local por seguridad.
-Pues sí... –dijo Juan asintiendo con todo el cuerpo.
-A las siete y doce minutos pasó un control de alcoholemia con la Guardia Civil... –dijo el policía tecleando algo en su ordenador y sin mirar a Juan.
-Cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.
-Ya. Bueno, pues nada más, gracias por su colaboración –el policía se levantó ofreciéndole una saludo de manos a Juan, que éste no rechazó. El apretón no le gustó, le había parecido excesivo. Manías. No le gustaba el contacto social.
Juan salió pasillo abajo hacia la salida de la Comisaría, justo en ese momento le pareció ver a Lucía entrando en un despacho. No podía ser. Esperó unos minutos hasta que la mujer volvió a salir. No, más baja, pelo parecido, nariz diferente. Desliz freudiano, pensó.
Mientras caminaba de vuelta a su casa. Reflexionaba sobre si convenía volver a llamarla o dejarlo correr, por si había más peligro en intentar sonsacarle información o en que ella se lo sacara a él. Cosa que le parecía simplemente imposible. A él, al controlador de la realidad. Pasaría por la verdulería. Mañana era sábado y tocaba mercado. Debía consultar el tiempo, ya que avisaban para ese fin de semana de lluvias intensas.
Esa noche, la lluvia llegó como una llovizna insulsa. Conectó su portátil. Hizo clic en un anuncio de frigoríficos inteligentes, en un artículo publicitario de un banco en línea, y en la web promocional de una cantante llamada “Adipalu” con un vídeo machacón y soso que tuvo que cerrar después de apuntar varias veces a una esquiva “x” que se movía. En la información local volvían a incidir en la posibilidad de que el caso de Ferrer estuviera relacionado con el fondo de inversión WorldMundo Hainsbach, sus abogados declinaron hacer declaraciones, cosa que motivaba a los “cazanoticias” de dientes afilados a especular sobre los motivos de su falta de comentarios. Recordaba un artículo sobre los dientes de los tiburones y que la cantidad de dientes estaba ligada a lo que comían, los que se alimentaban de presas grandes tenían menos pero de mayor tamaño. Y los que cazaban presas pequeñas tenían más para facilitar su captura. Una adaptación evolutiva del mundo de la prensa sensacionalista.
En otro periódico habían conseguido entrevistar a uno de los trabajadores que había estado limpiando el cauce, sin mucha información, ya que él no había estado en el turno en el que se encontró el cuerpo. En otro periódico de tirada nacional, algo más serio, se decía que aún no se había levantado el secreto del sumario y que el Juez Lacosta se encargaba del caso. Se habían enviado especialistas de la capital provincial y algunos habían llegado desde Madrid, sobre todo en la parte más técnica de la medicina legal. El ex marido de la asesinada había llegado desde Francia y se le había tomado declaración en Comisaria. Apuntaban que años atrás, ese hombre (M.A.L.L.) estuvo implicado en un desfalco en la compañía alimenticia para la que trabajaba. Quedando libre de todos los cargos meses después. “La prensa nunca defrauda”, pensaba Juan, mientras apagaba y desconectaba su ordenador. Subió a su habitación y se quedó mirando la ventana, ahora llovía algo más intensamente. Mañana iría a comprar al mercado contra viento y marea. El domingo haría nueva lista semanal, esta vez completa. Las cosas deben volver a su cauce. Cauce. Soltó una risotada mientras se disponía a dormir.
La mañana estaba desapacible, la lluvia acompañada de un viento frío dominaba las calles, los coches pasaban sobre los charcos creando pequeñas cortinas de agua a los lados. Nada que ver con la tromba de días anteriores que arrastró barro y contenedores. Cubrió el carrito de la compra con un resto del plástico que había comprado en el bazar, le quedaba el justo para hacerle un improvisado poncho al carro. Le hacía mucha gracia ver el uso final del material que usó para envolver su paquete. Lo miraba y sonreía. Se puso un impermeable y se calzó las botas de agua.
Mientras se dirigía al mercado, volvía a repasar la entrevista de ayer en la Comisaría, había un par de ideas que le estaban rebotando en la parte trasera de la mente. El policía dijo que el móvil de ella estaba activo en la zona y él respondió que la víctima se pararía a hablar con alguien. Respuesta incorrecta. En ningún momento dijo que se detuviera, simplemente que estaba activo. Otra cosa que le llamaba la atención era que tuvieran la cronología de sus movimientos incluyendo el control de la Guardia Civil. ¿Por qué? Razonó que también tenían la hora a la que pasó la mujer del mini perro ladrador. Debía ser lo normal, cuadrar declaraciones, horas y lugares.
Juan tenía controladas las cámaras de tráfico de la zona, de casi toda la localidad; las había ido anotando, creando un mapa detallado de su situación. Semanas después las memorizó y destruyó el papel donde tenía sus posiciones. Al pasar por una alcantarilla y ver cómo el agua se colaba entre los barrotes del sumidero le entró una duda. ¿La tarjeta sim del móvil la tiró en un contenedor o en una alcantarilla? El recuerdo oscilaba entre un lugar y otro, claramente uno de los dos era un recuerdo falso. ¿Cuál? ¿Por qué? Este hecho le molestaba ya que podría tener más recuerdos falsos y algunos podrían estar relacionados con errores o fallos en el caso actual. Un torrente de recuerdos de la infancia se agolparon en desorden. Sus entradas y salidas del ala de Psiquiatría del Hospital General, desde los diez a los quince años, cuando por fin consiguió engañar a todos los sanitarios y le dieron definitivamente el alta. Entre otras cosas sufría pérdidas de memoria de eventos, de personas o incluso de información personal. Algo relacionado con la disociación. Tonterías médicas. Pero el que olvidara cosas o las confundiera en sus recuerdos no le gustaba, ya que entraba en el abismo sin fondo de sentir que la realidad podría estar distorsionada, sentir como si nada fuera real, como si él fuera un espectador de una película. Ese abismo para él tenía la forma de un vórtice. Retomando su hilo de pensamiento, encajó esa pieza del pasado en que no era posible acceder a sus datos médicos, eran confidenciales. Y además, para qué iban a indagar tanto. Tenían que encontrar a un asesino, alguien haría de chivo expiatorio y caso cerrado.
Juan hizo la compra en el mercado, después se pasó por el bazar asiático a resguardarse un poco de la lluvia y a pasear por los pasillos sin comprar nada, se quedó un rato mirando el rollo de plástico del que había comprado cinco metros, lo acarició como el que toca una tela sedosa; luego fue a la verdulería y de vuelta a casa. Mientras volvía, se dió cuenta de que cuando compró el plástico y lo llevó a su casa no llevaba guantes. Un instante de duda, un momento de intensa punzada mental. Al momento, calculó que habría muchas huellas de todas las manipulaciones en ese rollo hasta llegar al bazar y además que el agua de la riada podría haberse llevado la mayoría.
La tormenta estaba en su punto álgido, o eso le parecía él. Truenos, viento y lluvia. El jardín estaba empapado y al pasar el carrito por el lateral con césped, evitando el hueco central ahora sólo con tierra y semillas, vio que tenía una carta en el buzón. No hizo ni el intento de recogerla.
Una vez con ropa casera, ordenó la compra en los estantes y en el frigorífico. Mientras preparaba la comida del día y de parte de la semana siguiente, recordó que tenía que ir a reponer todas las prendas que tiró del canasto de la ropa sucia. Una sonrisa malvada se le dibujó en la cara. Pensó que era una buena excusa para llamar a la periodista y ver si podría sacarle alguna información, con el pretexto de que tenía que ir a comprarse vestuario. Desconocía si socialmente era extraño invitar a alguien a que le acompañara a comprar ropa. Suponía que sí, pero no estaba seguro de por qué. “¿Tomar un café, sí? ¿Comprar ropa, no?” Igual mejor quedar con ella después de terminar las compras en las tiendas. Después de comer miraría con detalle las noticias.
Ensalada de rúcula, pescado al vapor con puré de boniato y peras al vino tinto.
Tras hacer clic en la variada publicidad, se fue directo a la web de “TV-1999”. En las noticias locales, un pequeño vídeo donde la familia de la persona que cayó desde la pasarela de madera reclamaba al Ayuntamiento y al gobierno regional, más medios para continuar la búsqueda o ampliarla. Criticaban con dureza la falta de sensibilidad del Consistorio. “Al menos encontrar su cuerpo para enterrarlo”, decía una de la hijas del fallecido.
Un artículo sobre la limpieza de cañas y vegetación del cauce en el que un técnico afirmaba: “...En los cauces y ramblas la vegetación tiene sus funciones y entre ellas está la laminación de riadas al reducir el impacto del agua, además produce desbordamientos en diferentes puntos del cauce y lo reparte en superficies más grandes. En el caso de que no existiera vegetación, el agua aumentaría de velocidad y produciría desbordamientos mucho más agresivos. Por eso la limpieza actual acometida en la localidad se ha hecho manteniendo parte de la vegetación y...”
El caso Ferrer sigue sus pasos y ya se tienen algunas informaciones del móvil de la víctima, además de las pruebas preliminares forenses, detalles que no han trascendido a la prensa al estar bajo secreto del sumario. “La Policía está siendo extremadamente meticulosa y sistemática en todo el proceso, nos confirman fuentes cercanas a la investigación.”
Miró la hora y decidió llamarla. Antes vio que tenía dos llamadas perdidas del número de su padre.
-Hola, soy Juan –intentando parecer cordial.
-Hola, Juan, ¿qué tal? –se oía ruido de fondo, voces, teléfonos a lo lejos sonando y movimiento de personas, parecía una Redacción o algo similar.
-El lunes tengo que ir de compras y después podríamos tomar un café, si puedes...
-Pues el mismo lunes te lo confirmo, que ahora mismo no lo sé.
-Vale.
-Adiós.
Llamaría a su padre cuando tocara. Hoy no tocaba. Justo estaba dejando el móvil en la mesa del salón cuando sonó. De nuevo, llamada de su padre. Descolgó, manteniendo un silencio incómodo.
-Juan, no hay novedades, pero quizás deberías venir a despedirte de tu madre...
-No es día de llamadas –dijo Juan.
-Hijo, ya sé que es complicado para ti, lo sé... pero...
-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes... –respondió mirando de reojo la puerta que conducía a su taller.
-No se sabe si despertará del coma ni en qué estado. El lunes la trasladan al Hospital General...
-Hospital General. Bueno, cuelgo –su mirada ahora estaba concentrada en los cuadros que decoraban el hueco de la escalera hacia la planta de arriba.
-Vale. Adiós.
Dejó el móvil en la mesa. Se dirigió hacia uno de los cuadros de vórtices. Se lo quedó mirado, arrastrado hacia el interior de ese infinito vacío que era el centro del mismo, con esos trazos que giraban hasta confluir en ese ojo eterno de negrura.
El domingo se fue tal y como había llegado. No salió de casa, seguía lloviendo y las calles comenzaban a acusar la cantidad de lluvia acumulada. Un día lánguido que dedicó a ordenar las herramientas del taller, preparó comida para varios días de la semana. Vió las noticias en esa cadena privada que todo el mundo parecía seguir. Ya había llegado la información a nivel nacional del cadáver aparecido en la riera. “Cubierto con un plástico”. Curioso. O todos eran unos inútiles o alguien no quería dar toda la información por alguna razón. Podía imaginarse algunas razones policiales, claro, pero no alcanzaba a entender qué podrían pretender con amagar el dato de que estaba envuelta, no cubierta.
El lunes por la tarde ya estaba recorriendo la zona peatonal del centro, tiendas y más tiendas. No llovía aunque las calles olían a esa peculiar humedad tras la lluvia y el aire estaba limpio. Un par de charcos incómodos aquí y allí, poco más. Compró un par de camisas de corte clásico y una camiseta un poco más informal con la frase: “I'll see you in my dreams". "Not if I see you first.” No tenía ni idea de dónde vendría la frase, si era famosa o no, pero le hizo gracia. Antes de salir de la tienda de las camisetas, se fijó en un hombre y una mujer que creía haber visto en otra parte. No sabía dónde. ¿Quizás visitando una de las casas en venta al lado de la suya? Dejó el pensamiento languidecer en la mente y fue a otra tienda.
Tras comprar lo que él calculaba que era repuesto de la ropa que había tirado, se dirigió al café donde había quedado con la periodista. Esta vez, ella le estaba esperando sentada en una mesa. Traje azul oscuro, camisa floreada y en vez de corbata un pañuelo anudado.
-Hola, Juan, ¿qué tal las compras? –dijo ella con una sonrisa, mientras movía la cucharilla en el café sin haber echado azúcar.
-Bien. Todo en orden –respondió él sentándose.
-¿Quieres tomar algo... te pido algo?
-Un vaso de agua -le dijo a la diligente camarera que se le acercó por un lado.
-No me has preguntado todavía si estoy soltera o casada o... –dijo ella dando un sorbo a su café.
-No.
-¿No sientes curiosidad?
-No es importante, creo yo. Pero siento curiosidad por algo... –dijo recogiendo el vaso de agua que le habían traído y buscando con la mirada un lugar donde echar los hielos que le habían añadido.
-Dispara –Lucía le ofreció el platillo de su café para que echara los hielos dentro.
-Siendo periodista, cómo terminaste en una televisión local que se dedica mayormente a los sucesos –Juan sacó los dos hielos con la mano y los colocó con mucho cuidado en el plato pequeñito.
-Ah, muy sencillo... Porque además de periodista soy criminóloga.
Juan iba a dar un sorbo de agua y se detuvo a medio camino mirándola a los ojos, luego fingió una sonrisa y dio un trago.
-A lo mejor por eso me fijé en ti en la discoteca... –dijo él de nuevo imitando torpemente una sonrisa.
-No, ¿crees que en un lugar así lleno de testosterona por litros no hay cincuenta tíos que te entran y casi todos medio borrachos o borrachos del todo? –respondió ella mientras sonaba el vibrador de su móvil en el bolso.
-¿No lo coges? –preguntó con sincera curiosidad.
-Luego en casa devuelvo las doscientas llamadas de medio mundo.
-Así que tú te fijaste en mí por algo, no? –preguntó Juan sin dejar de mirar el bolso de ella donde guardaba su móvil.
-Tu camisa –Lucía ahora apuraba su café.
-¿Mi camisa? –Juan con el vaso en la mano no sabía si beber o dejar el vaso en la mesa, desconcertado.
-Llevabas una mancha roja en la parte de atrás de la camisa.
-Raro porque no uso esa camisa para pintar –acertó a decir intentando encontrar una imagen de esa camisa y esa supuesta mancha roja. Sin éxito.
-En la parte de atrás... Supongo que al meter el faldón en el pantalón no la verías y menos detrás. ¿Te ha salido la mancha? –preguntó buscando a la camarera y haciéndole señas de que le trajera otro café.
-No sé –Juan seguía con el vaso a medio camino entre la boca y la mesa, paralizado en un instante extraño.
-Ah –en tono quedo y asintiendo lentamente con la cabeza.
-¿Y tú cómo volviste a tu casa? Bebiste unos cuantos vodka con naranja... –Juan consiguió dar un sorbo al agua.
-Llamé a una amiga y me llevó a casa. Ya sabes, cero cero –respondió imitando el tono de un anuncio típico de esas bebidas.
Clara lleva seis años haciendo la misma ruta. Ahora tiene veintisiete, y sigue decidida a abrir un surco con sus pasos sobre las losas de la acera, sobre el pavimento del hospital. Como las hormigas en el polvo del verano.
Se mira en el espejo y observa que empiezan a aparecer las primeras canas, las primeras arrugas, consecuencia de los horas en vela, de las preocupaciones, de las cobardías sólo contenidas en el último momento. Se mira y sabe que es ella, pero no se reconoce: aún cree que su verdadero rostro es el otro, el de la mujer risueña.
Coge a Alberto de la mano sabiendo que él no lo nota. Lleva seis años en coma, seis años enteros con sus días y sus noches, seis años qué el no ha percibido y ella a ha tenido que contar hora tras hora, hambre tras hambre, pena tras pena.
Era mejor al principio, cuando la zozobra de la duda alejaba la desesperanza, cuando los médicos dudaban aún si podían salvarle la vida. Al final se estabilizó. Se estabilizó demasiado, y Clara recorre los pasillos del hospital sin ir a ninguna parte, las calles sin ir más allá de su casa y del trabajo, su propia casa, su propia cama, sin alejarse más allá de un compás de espera que no afecta a los relojes, porque la vida pasa. Pasa la vida, y pasan las oportunidades, y las esperanzas van cediendo como vigas de madera en una casa agobiada de olor a cerrado, de humedad y de carcoma.
Pasan y pesan sobre todo pesan los años, la vida, los pasos perdidos, los días perdidos, las llamadas perdidas, los regresos a casa en soledad, sobre todo los regresos. Pesan las lágrimas malgastadas en un encierro junto al fantasma de un hombre vivo. ¡Qué tristes son los fantasmas de los vivos!
Y Clara sigue caminando habitación arriba y abajo, afantasmándose ella, escuchando en su cabeza un chirrido de cadenas espectrales: las de su propia juventud, vaporizada, la de su carne fresca, malgastada entre olores de formol, lejía y desinfectante. No le extrañaría ya encontrarse una noche ante el espectro de sí misma, ante el fantasma de los hijos que no ha tenido, ante sus propias mejillas frescas, hoy dolientes, ante un estantigua con su mismo rostro y otro destino. No le extrañaría encontrarse con su propia existencia plena, la que vive en otra parte, la que ríe en otra parte, la que tienen una vida y no una espera.
Vuelve a mirarse y se contempla. ¡Qué tristes son los fantasmas de los vivos!
Es un hora de un exorcismo.
Llovía sobre el epitafio, que amaneció cubierto de agua.
Era un epitafio en bajorrelieve, simbólico en la paradoja de formar su mensaje con la ausencia de la piedra. Todos los cementerios son bajorrelieves: construcciones levantadas con ausencias.
Las flores se apiñaban en torno a la tumba, esperando resignadas al funcionario municipal que las retirase, y entre tanto goteaban con paciencia eterna sobre la sepultura próxima. Algunas, las más frescas, aún no se habían aburrido del trajín de ayudantes, auxiliares y asistentes que arrastraba el juez tras sus pasos, como el séquito de un rey exiliado.
Era la tumba más famosa del cementerio, y la más visitada. Cientos de jóvenes se daban cita cada día ante aquellas pocas letras sin que uno solo se molestase en leerlas, y menos aún en recordarlas. Yo tampoco. Era la tumba de Jim Morrison, en el cementerio de Pere Lachaise, en París, y con eso bastaba.
Jim Morrison era un símbolo, un icono de toda una época, con su propia estética y sus propios mensajes, reinterpretados a cada vuelta de tuerca de las décadas y las corrientes sociales o artísticas.
Desde hacía diez días, la tumba estaba rodeada por una lona que fracasaba constantemente en su tarea de alejar las miradas de los curiosos. La familia del músico había querido trasladar sus restos a América, y al iniciarse los trabajos de exhumación se encontró algo distinto a lo esperado.
No es que hubieran robado su cuerpo, como sucedió con el busto que decoraba su tumba. En esta ocasión era peor que eso: el cadáver estaba allí, pero correspondía a una mujer.
Averiguar cómo había llegado aquella muerta intrusa a la tumba de Jim Morrison había sido la principal preocupación del juez Proudhome, que dirigía ahora los trabajos.
No llegó a descubrirlo, ni creyó que el dinero de los contribuyentes debiera ser empleado en seguir investigando. Se lo había dejado claro a su ayudante, con una frase tan escueta como expresiva: por lo que él sabía, el misterio consistía en que alguien había dado el cambiazo de un yonki por una puta. Sólo eso.
El cadáver que ocupaba la tumba del músico pertenecía a Marie Rose Petit, nacida en Poitiers el ocho de marzo de 1946 y fallecida, como el cantante, el 3 de julio de 1971.
Primero había ejercido la prostitución en un club de moda y finalmente en la calle, donde llegó a una edad más temprana de lo habitual debido a que un accidente de automóvil le desfiguró la cara.
Quedó embarazada e intentó abortar en una clínica ilegal; por alguna razón las cosas se torcieron y los responsables de aquella clínica, o lo que fuera, la abandonaron en la calle. Un transeúnte borracho trató de despertarla a patadas y, al ver que no reaccionaba, avisó a la policía. La encontraron desangrada y no se investigó más.
Habían tenido que pasar treinta y pico años largos para que pudiese saberse lo ocurrido, y sólo porque alguien intercambió su cuerpo con el de un músico desesperado por acabar consigo mismo. Casi cuarenta años: el tiempo suficiente para que prescriba cualquier delito.
—¿Qué hacemos? —preguntó el responsable del cementerio al juez.
—Reunir los restos según lo previsto y enviarlos a América. Que se preocupen allí si quieren —respondió el juez.
—Es una pena —dijo otro—. Era la mejor atracción del cementerio.
—No creo que les importe mucho a los que vienen aquí. Nunca vinieron a ver los huesos, sino un lugar, ¿verdad? No creerán nada de lo que les cuenten y seguirán viniendo igual que hasta ahora —aseguró el juez con una mueca de desprecio.
—No creo —dudó el responsable del cementerio.
—Créalo. La verdad no le importa a nadie: ahí tiene a esa mujer, rodeada treinta años de flores y admiradores. La dejaron morir en la calle, ¿y a quién le importó en su momento? A nadie. ¿Y ahora? Tampoco.
—Ya —acató poco convencido el responsable del cementerio.
El juez sacó sus guantes del bolsillo y comenzó a ponérselos lentamente.
—Además, no hace falta que digan nada.
—¿Y los americanos? ¿qué van a decir los americanos cuando les llegue el cadáver de una mujer?
—Callarán, por supuesto. ¿Qué cree que les importan unos pocos huesos? Lo que quieren es su propia sucursal del circo. Y callarán.
—Pero la verdad...
—Deje en paz a la verdad y no prive a esa pobre chica de sus flores —concluyó el juez antes de dirigirse a la salida.
Era una tarde desierta como un archivo, anquilosada bajo el cielo pálido y polvoriento, desteñido por el ansia de la lluvia: era una de esas tardes desvaídas que parecen anestesias.
De una casa enorme, afianzada sobre la pendiente de la ladera con aplomo de piedras viejas, salió una mujer y se encaminó montaña arriba. Caminaba sin prisa, pero con firmeza, como si quisiera asegurarse a cada paso de que el suelo tendría suficiente consistencia para soportar su peso. En cuanto llegó a la primera curva del sendero, pocos metros más arriba de la casa, miró atrás un instante y esbozó un gesto de despedida que enseguida justificó ajustándose las gafas al puente de la nariz.
La mujer tomó aire y siguió adelante. Llevaba en el rostro las cicatrices de sus dudas como quien lleva una medalla al cuello. Le molestaba jadear cada vez que el camino se empinaba, y no por el esfuerzo, sino por la excesiva consciencia de sí misma que esto suponía. Quería disolverse en la montaña, confundirse con los brezos y los cardos, con la pobre vegetación que se extenuaba en busca de sustento en las grietas de las rocas casi desnudas. Como ella misma.
Todo su cuerpo parecía liviano y transparente, como una gasa que flameara al viento prendida únicamente a unos talones de plomo. Todo en ella era ligereza, o inconsistencia, pero aún así la montaña se resistía a su paso negándose a ser conquistada sin esfuerzo.
Había hecho aquel mismo camino decenas de veces, pero cada vez que una curva o una peña estorbaban la visión del horizonte, la mujer se apresuraba para llegar cuanto antes a aquella meta temporal y volver a tener delante suyo la cima de la montaña. No quería perder de vista aquel escarpe ni un momento. Quería contemplarlo como se mira a un amante desleal, o como se mira a un enemigo que sabemos que guarda un puñal en el bolsillo, aunque no lo haya sacado todavía y de momento nos sonría tratando de inducirnos a que nos confiemos.
Todos los árboles le eran familiares. Todas las señales, infructuosas, que habían trazado varios grupos de senderismo para convertir aquella vereda en ruta turística. Todos los matojos. Todas las huellas de sus propios pasos en el atajo que sólo ella tomaba. Todo lo era demasiado familiar, y a la vez demasiado doloroso de tamizar a través del pensamiento o el recuerdo, como la escayola que hemos llevado tres meses después de un accidente.
Siguió avanzando durante una larga hora, bajo el peso del sol y del cansancio, impulsada sólo por la fuerza de una decisión que ni ella misma conocía.
Se detuvo un momento para coger aire, ya muy cerca de la cima, y pensó, contra su voluntad, si no sería mejor regresar; aún estaba a tiempo.
Pero no había subido allí para pensar. No podía seguir pensando o sería todo inútil. Tenía que limitarse a avanzar, a seguir caminando. Esta vez tenía que conseguirlo. Llegar a lo alto de la montaña. Tenía que conseguirlo. No podía permitirse añadir aquel fracaso a todos los anteriores, como capas de un hojaldre amargo, listo para ser saboreado en cualquier solitaria noche de invierno. Algo tan simple no podía ser como todo lo demás.
Pero nada es simple. La existencia se complica en infinitas ramificaciones, gritando todas, una por una, que cada oportunidad es la última, que un momento después será tarde. Crees que no, pero es cierto: no hay marcha atrás. Sólo se puede avanzar: en la existencia y en la montaña. Sólo avanzar. El barco que pasa se toma o se deja; hay quien dice que hay ocasiones que son como líneas regulares, regresando cada cierto tiempo, pero es mejor desconfiar de las oportunidades que son líneas regulares. Es mejor no fiarse de que mañana volverán y cogerlas cuando pasan. Mañana siempre es tarde para empezar, o para acabar, o para reanudar algo. Mañana siempre es tarde.
Siguió caminando hasta que la cuesta se suavizó de pronto y ante ella quedó sólo una pequeña meseta. Por encima de sus ojos no había nada más que el cielo. Estaba en la cumbre.
A su pies podía contemplar el pueblo, con el pequeño río que tan grande e infranqueable le pareciese en la niñez, y que tan pequeño e infranqueable le parecía ahora. Y las casas, con sus tejados negros, desperdigadas por las lomas como si se hubiesen caído del bolsillo de un coloso negligente, y un rebaño de diminutas hormigas blancas que serían sin duda las ovejas de Genaro, y el cerrado ejército de lanzas verdes de la alameda, y la retorcida cinta negra de la carretera, que aparecía desde la altura maquillada de baches y desconchones. El mundo entero era otro desde allí: todo parecía abarcable y recién salido del molde, listo para una exposición o una sesión de fotografía. La distancia cura hasta los paisajes.
La mujer avanzó lentamente por la meseta hasta el borde, y se sentó en una cornisa de roca peligrosamente inestable, con los pies en el vacío, convirtiendo aquella soberbia roca en el más soberbio trono que pudiera imaginar. Se sentó simplemente a esperar el momento, reina de sí misma por una vez, dispuesta a prolongar par siempre su dominio, a sustraerse de las opiniones y los imperativos ajenos.
Sus ojos brillaban con distinta luz al enfrentase a las nubes, al hacerlas suyas en su iris azulado. No había subido hasta allí elevada por sus piernas, por sus flojas energías; era el amor, la ilusión, la esperanza en un mañana mejor la que la había alzado por encima del suelo, del pedregoso espacio cotidiano de frustraciones y desolación. Aquella era la última vez que iba a ver el pueblo como siempre lo viera. De un modo u otro, todo sería distinto después de aquella tarde. Había subido a presentarse y a despedirse, a mostrarse en su verdadera realidad, a retirar el velo de los condicionantes para ver con otros ojos aquel pequeño rincón del mundo y verse a sí misma hasta comprobar si el hilo de su vida pertenecía o no a aquel tapiz.
Para renacer hay que saber sepultarse o sobrevolar la realidad. Ella estaba tan ahíta ya de barro que eligió el camino de las alturas, de los pájaros que no conocen fronteras, del afecto universal por el mundo y sus criaturas. Del afecto o del absoluto menosprecio a lo ajeno. Tanto daba. Quería ser al fin ella misma y sólo eso.
Para encontrar la verdad hay que desprenderse a veces de todas las costras de conveniencia que han ido acumulándose sobre el cuerpo y sobre el ánimo lo largo de los años. De las cobardías. De las apariencias. De las mentiras que se cuentan a los demás y sobre todo de las mentiras que se cuentan a solas. Sobre todo de esas. Es importante dejar de mentir a solas.
Estaba decidida. Era el momento. Cerró los ojos para contemplar sólo su propio paisaje.
Arrojó primero los zapatos, que rebotaron sin ruido en la espalda de la montaña hasta perderse en el vacío.
No quería más pasos viejos ni más pasos repetidos. No quería más aquellos zapatos que tantas veces la habían extraviado por caminos que otros habían elegido en su lugar.
Luego lanzó también el sombrero, y hasta las gafas, porque allí la vista era el menos importante de los sentidos. Todo lo que necesitaba ver estaba dentro y para eso no necesitaba las gafas.
Una tenue brisa salió de entre las nubes para incitarla a seguir. Ella sonrió y se sacó el jersey por la cabeza, y lo vio luego volar en compañía de los pájaros, como un ave más que celebrara la recuperación de su libertad perdida. Se desabrochó el vestido y siguió con el resto de su ropa hasta quedarse completamente desnuda.
Luego se puso en pie ofreciendo su cuerpo al cielo, arrojó por el abismo todas sus prendas y se contempló en el espejo del vacío. Vio entonces que era hermosa y emprendió, desnuda y descalza, el camino de regreso al pueblo.
Llegó con la piel enrojecida por el sol y los pies desollados por la aspereza del camino, pero no era en sus pies donde sus vecinos clavaban la vista. Ella recogió con avidez sus extrañezas, una a una, y supo que, después de aquello, encontraría al fin las fuerzas que siempre le habían faltado para marcharse del pueblo en busca de una nueva existencia.
El hombre para conocer al Dios verdadero no necesita a las congregaciones, pero las congregaciones siempre necesitanán del hombre para existir.
Hace aproximadamente 3 años que llegué en una situación desesperada a una iglesia, en ella me acogieron, me dieron aliento, me contuvieron y me hicieron presa de una palabra que hasta hoy no se definiría si provenía de Dios.
Siempre amé mi libertad o libre albedrío, como sea que quieran llamarle, el valor más grande que siempre he tenido es conseguir todo lo que me proponía, todo, como solía decir: yo me salgo con la mía. Más en esos 3 años, aunque pude recomponer mi ánimo, no solo perdí todo, sino que también me perdí como persona, perdí mi individualidad, alguna vez una deidad que hasta entonces desconocida, cuya única palabra profética era mi conductor de vida y que me había obligado a reconocer que ese era mi destino final, su voluntad, no la mía.
Moralmente destruida, resignada a tener que obedecer por miedo y aceptar, como nunca lo hice antes, la cachetada del prójimo, poniendo - literalmente - la otra mejilla. Fue entonces que un día de rodillas le dije a ese Dios: Si existes muéstrame la salida. Así fue.

A los dos días llegó a mis manos un libro, uno que temí leer por llevar una verdad llamada por los cristianos: diabólica, una lección sobre como el hombre es libre para atraer a su vida lo que desea, que existe un Dios, pero no amedrenta, no castiga, no toma tu dinero, no te quiere someto, es tu creador y te ama. Ese Dios que no responde a tus necesidades, sino a tu fe. Y se hizo la luz.
Allá afuera existe una verdad, contada por maestros desde tiempos remotos, una verdad explicada en el Kybalion , por Helen Hadsell , por Wayne Dyer y por Lain García Calvo. De todos estos, los últimos son menos polémicos, hoy en día ya no hay persecución por causas de fe, pero en los tiempos del Kybalion o en los de la Inquisición "Santa", se les habría conocido como herejes o brujos. Grabar que en su tiempo se crucifico a quien nos dijo que la verdad nos haría libres. Entonces ¿Qué es la verdad? La verdad es que desde que somos niños somos influenciados a creer conforme la enseñanza y el ejemplo de nuestros padres, esa es la forma en la que interpretamos y otorgamos significado a los episodios y situaciones de nuestra vida, así es como hemos interpretado la biblia.
A nadie jamás se le regalará como primer libro una biblia, puede que si, pero no conozco a nadie, sin embargo, en la vida adulta cuesta entenderla, por supuesto algunos pasajes más que otros, es entonces que por alguna u otra razón, ya sea por costumbre o tradición, acudiendo a una congregación, la que fuera, recibiendo la particular interpretación del predicador en turno.
Es cierto, no podemos decir que todas las congregaciones sean iguales, pero grabamos muchas de ellas con mi madre en la infancia y puedo decir que tienen factores comunes, atrapan tu mente para hacerte creer que no puedes ser tu solo, que con tus fuerzas jamás conseguirás nada, a través de ellos y de tus diezmos alcanzarás tus anhelos, que si caes en desgracia debes aceptar la voluntad de Dios que así lo quiso, que si tuviste un desliz es culpa del enemigo (el diablo), siga orando y venga a la iglesia, tenga temor de desobedecer por que ¡Ay! del que caiga en manos de un Dios vivo, etc., etc., etc.
Se ha usado la biblia, una verdad real, para justificar millones de mentiras.
Tantas veces se ha culpado al enemigo por todo lo malo que nos pasa que siento pena por el pobre diablo.
Para ponernos en contexto, hoy en día de seguro tenemos mil palabras más en nuestro vocabulario que hace mil años, así como un día esos vocablos quijotescos nos hicieron dejar un lado su obra mas representativa, la biblia fue escrita en hebreo, cuando el lenguaje no tenía la evolución de hoy, probablemente parte de su esencia se perdió en las innumerables traducciones. Por ejemplo, cuando Jesús dice que si tu mano es el objeto de pecado, las cortes, no quiere decir que para conectar con Él debas tomar un cuchillo y apartarla de tu cuerpo, quiere decir qué evitas qué es lo que conduce a la acción de pecar
La voluntad de Dios no es aceptar la vida como viene, quiere decir que elijas la vida que desee llevar a cabo viendo el resultado final y agradeciendo por ello, que el como se hará realidad se lo dejes a Dios, porque de una forma u otra lo , esa es la verdadera fe, la convicción de lo que no ve y no llorar de rodillas por 24 horas.
Desde que comencé a estudiar sin limitaciones mentales, sin prejuicios y sin ataduras religiosas y habiéndome alejado de las congregaciones, me volví a tomar mi biblia y entendí se hizo tan claro como la mañana. No es difícil, todos pueden hacerlo, pero nos enseñamos que es aburrido, que es difícil, que no sabemos como.
En esos años cuando siempre tuve todo lo que quise, me di cuenta de una manera u otra se realizaba porque yo creía que así sería, sin dudar, y por supuesto lo lograba, no dependía de congregación alguna. Cuando comencé a delegar mi éxito a las palabras de Dios a través de un predicador, perdí todo, cuando comencé a echarle una culpa al diablo, perdí todo.
No debería ser un grupo de personas manipular sus vidas prometiéndoles una salvación que es específicamente personal, eso también lo dijo cristo, y significa que no es necesario ir a la iglesia todos los domingos, lunes o toda la semana, la salvación es personalmente relacionada a que debes salvar tu mente, por que de ella proporciona los pensamientos y las emociones, y como bien dice una biblia de lo que hay en el corazón habla la boca, por lo tanto, se salva en la mente para no pecar en esencia y mantenga su verdadera conexión con Dios, sin mediaciones, sin pastores, sin congregaciones.
No lo podréis entender. No es el miedo al desastre lo que ofusca nuestra mente, sino el temor a los propios sentimientos, a los despojos mal enterrados de una derrota sin lucha.
¿Qué haremos cuando el verdugo acaricie a nuestra novia y un ascua de memoria nos susurre que hace bien, porque él se lo ganó?, ¿qué le diremos a ella cuando nos mire condescendiente?, ¿a qué dios le rogaremos, mano sobre mano en casa, después de aceptar nuestro destino?
Cualquiera puede perder, pero se rinde sólo el que quiere.
¿Qué nos librará de esta mancha de ceniza sin haber probado el fuego?
Sólo son rumores, sólo palabras transmitidas de boca en boca, de beso en beso, entre transgresión y abandono. Rumor entregado por los labios carnosos de la niñera al mentón bien rasurado del sacerdote; palabra apenas esbozadas que pronunciaban los labios de la esposa fidelísima sobre el pecho del mozo de almacén; secreto confesado por la dependienta al gran doctor. Palabras de olvido, de indigencia moral, de pasión mal reprimida encarnada en liviandad para escapar de su asfixia y extrañar otros temblores.
Esta noche nada puede ser real, ni los abrazos que se prestan ni los ojos que se huyen en la oscuridad mal conseguida de una ciudad en guerra que reluce demasiado. Ya no hay miedo a la aviación, ni se asustan las matronas con los estruendos lejanos de los obuses teutones: vuelve la claridad cuando menos se necesita, cuando todos quisiéramos ser sólo manos para abrazar y cuerpos estremecidos en ese hiriente placer, en la caricia resentida y voluptuosa de los que se odian a sí mismos.
Es la noche en que nadie puede avergonzarse de sus actos, la noche en que nada importa, porque alguien entró en Sevres y se llevó en un gran saco las medidas y los pesos, las barras de platino e iridio con que antes se cuantificaba el mundo, los termómetros, las escalas y las conciencias. La conmoción es demasiado grande para que alguien se preocupe aún por el decoro: cuando se pierde el orgullo se abandona también toda contención, todo recato. Cuando se pierde el orgullo, sólo queda por defender el animal, y el animal humano se debate en el fango, entre espasmos de rabia, semen, saliva y bilis.
Esta noche se perdió la autoridad. Nadie se atreve a mandar, ni sirven las cerraduras, ni existen lugares santos. Esta noche todo vale porque todo perdió valor: los cálices son copas y las banderas son trapos, las leyes cantar de ciego y el vecino anciano una oportunidad de obtener un buen botín sin riesgo y sin esfuerzo. Hoy los lobos son más lobos para el otro. Hoy los otros son infierno, purgatorio y paraíso, sin lindes que los separen.
Esta noche corre el fuego, entre los ladrillos de las esquinas, desgastados por el roce de los carros, entre los adoquines demasiado pulidos y los látigos de los cocheros. Esta noche corre el fuego, entre las prostitutas que no lo son, porque el naufragio todo lo iguala, y los clientes que no pagan, y los chulos que se miran los nudillos entre copa y copa, entre cerveza y cerveza, entre la espuma derrotada de su arrogancia de ayer.
Esta noche la ciudad aguarda, como un muchacho en posición de firmes al que se la ha prometido una bofetada. Y sabe que el golpe llegará, pero el profesor camina en torno a él, apostrofando su falta; a veces se detiene y mira cara a cara al alumno, pero espera. Prefiere esperar. Sigue con su clase y entre explicación y explicación vuelve a pasar al lado del muchacho, y lo hará hasta que la bofetada sea recibida con alivio.
Esta noche el enemigo espera fuera, celebrando su victoria y preparando el desfile del día siguiente. Hace días que aguarda en los arrabales, en los castillos y en los palacios, en las fértiles landas donde cazaban los reyes y se reunían los jacobinos. Espera porque sabe que ha vencido sin luchar y que no hay ninguna prisa para tomar posesión de lo que se entrega con mansedumbre. Espera porque se siente amo y no sólo vencedor. No habrá fusiles en las ventanas, ni trampas en los recodos. No habrá más granadas que las que vendan los fruteros ni más luchas cuerpo a cuerpo que las libradas entre las sábanas de los que se cobren el botín. Habrá fotografías y desfiles, y paseos junto al Sena, y un gobierno de agua con gas para reírles las gracias y ejecutarles los muertos. Y treinta o cuarenta judas por cada triste partisano que quiera sacudirse el yugo.
¿Para qué darse prisa?
París es ciudad abierta. Una ciudad que los suyos entregamos sin defender. París no es siquiera una ciudad mártir, ni una ciudad derrotada, ni una víctima de la guerra. Es ciudad abierta, madre entregada, novia vendida, botín graciosamente ofrecido. Regalo y no conquista.
París es ciudad abierta porque prefirió ser ramera antes que matrona despeinada.
Sobre las tablas ennegrecidas del salón bailan abrazados el joyero y la modista, el locutor de ojos enrojecidos y la pálida maestra de latín. Bailan como bailaron siglos antes las víctimas de la peste y los feriantes hambrientos.
Un aragonés republicano, empapado hasta las cejas de vino, baraja sus documentos sobre la mesa sin hule arrumbada en una esquina. Tuvo que marchar de España, y no sabe adónde irá. Al infierno si es que existe, y si no a fundarlo de una vez, que buena falta va haciendo. Con los párpados cargados por el sueño y el alcohol mira a su alrededor mientras recuerda su tierra, y piensa que en España no hay ciudades abiertas, como no sea en canal. Recuerda entonces en la voz de un maestro viejo y mal afeitado una frase de Galdós: Zaragoza no se rinde. La recuerda palabra por palabra, y peleando dignamente con la borrachera consigue ponerse en pie:
—Y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que París sí que se rinde, y sin disparar un tiro.. ¡Porque París no es Zaragoza, hostia! —grita antes de caer de bruces sobre la mesa.
Yalo han dicho. Ya no es pensamiento oculto espesándose entre las vigas hasta apagar los candiles.
Ya lo han dicho, pero nadie escucha. Todos bailan.
El tabernero con la esposa del banquero. El abogado con la niñera.
Todos bailan a la espera de la bofetada.
Nadie dormirá esta noche. Despiertos, soñaremos todos con que no amanezca.
Los presagios no existen: te equivocas, hijo mío, al juzgar como importantes las penurias que te acucian.
Nada está escrito que no pueda enmendarse. No hay palabra tan solemne que esté expuesta a un tachón, ni pergamino tan sagrado que no pueda rasparse.
Los presagios no existen: no te asustes al ver otros ojos mirándote desde el espejo, ni cuando distingas nubes en el lago en días de cielo despejado. Lo incomprensible está fuera de toda norma, de toda regla, de toda ley incluso, y si has de ser grande deberás amar la trasgresión; más aún, la ausencia de ella por falta de imperativo que esté a tu altura. La desobediencia será tu marca, también tu estigma, y habrás de servirte de ella sin permitirte nunca ser su víctima, porque habrá también ocasiones en que te mandarán lo mismo que te conviene, y entonces serás dócil.
Ningún daño ha de causarte mostrar un rostro amable; antes bien, procura mantener siempre tu sonrisa tan a mano como tu daga.
No temas el poder de tu enemigo, de ningún enemigo, porque podrás hacer tuya su energía si hallas el valor preciso para enfrentarle. Y no busques adversarios miserables aunque sean numerosos, porque tu gloria será la suya, invariablemente la suya, y no hay renombre alguno en aplastar un hormiguero.
Mira al pasado conmigo y guarda cuanto aprendas para el día, no lejano, en que todos los consejos sean pocos.
Al principio de los tiempos, cuando eran ya todas las criaturas pero aún no tenían consciencia de sí mismas, un grupo de ángeles se rebeló contra Attá y hubo una gran batalla en la que triunfaron los del Creador, aunque muchos murieron en ambos bandos, porque la Muerte no sabe de facciones cuando ve llegada la hora de su cosecha. Entonces Osimén, príncipe de los ángeles fieles, preguntó a Attá:
—Dime, oh Attá, ¿por qué contemplaste la batalla sin intervenir en ella?, ¿por qué dejaste que murieran tantos de los que te aman cuando un gesto tuyo hubiera bastado para destruir a los que reniegan de tu Santo Nombre?
Y Attá contestó:
—Porque si yo intervengo, ¿cuál sería la razón de tu existencia, capitán de mi guardia? Cada ser y cada cosa deben servir a la consumación de su destino. Cada vida debe servir a su muerte como cada vasallo ha de servir a su señor siendo vasallo y cada señor a su vasallo siendo señor, porque ninguno podría consumar su destino sin el otro y su paso por el mundo quedaría vacío.
Pero Osimén preguntó:
—Si tu sabías de la rebelión, porque tú todo lo sabes, ¿por qué no cambiaste el Destino para que la paz reinara y pudieran vivir los míos?
Y Attá contestó:
—Porque en un mundo en paz no habría destinos que cumplir, sino sólo diferentes modos de crecer y envejecer, y sería así hasta que el Universo entero fuera tan grande y tan viejo que ya no pudiera soportarse a sí mismo. Si la paz reinara siempre no podría existir el sentimiento y la vida se reduciría a un triste arrastrarse por el mundo. El sentimiento es el mayor regalo que yo he hecho a mis hijos, y para que haya sentimiento es necesario que exista también el dolor, igual que para que haya día es necesario que exista también la noche, por triste y oscura que pueda parecer a veces. Por eso no hay paz: por eso murieron los tuyos, que antes que tuyos fueron míos, aún lo son y lo serán para siempre. No te inquietes por las cosas que están más allá de tu alcance, pues la ignorancia es también como la noche que hace más deliciosa la llegada de la luz del conocimiento.
Osimén se inclinó ante Attá y se retiró, pero en su corazón había germinado la semilla de la duda. Y con el tiempo esa semilla creció hasta ser tan evidente que Attá no pudo fingir por más tiempo no verla y llamó a Osimén a su presencia.
—Dime Osimén, capitán de mi guardia, ¿qué es lo que se agita en tu pecho que tanta quietud te roba?
—Es la guerra, que aún persiste, mi Señor. Los renegados siguen extendiéndose: muchas criaturas nobles han sido seducidas por sus inquinas y se han unido a ellos en la rebelión contra ti. Nuestras fuerzas son muy superiores, pero no podemos vencerlos completamente porque son iguales a nosotros y todo lo que somos capaces de pensar lo han pensado también ellos. Además, cuando mueren, queda libre su espíritu para seguir causando daño. ¿Por qué cuando mueren los míos no permanece ningún espíritu?
Attá respondió:
—No envidies a los renegados viendo crecer su número. La simiente del mal es miserable y por eso da ciento por uno allá donde cae, pero a la semilla del bien cualquier viento la malogra. Cuando muere una de las criaturas que me sirven no permanece nada porque su espíritu viene a unirse conmigo para gozar de mi grandeza, pero cuando muere uno de los que me niegan, su espíritu no puede unirse al mío y debe marchar errante para siempre, porque no hay alternativa a mí. Por eso, no envidies a los renegados, que son más causa de lástima que de envidia. Pero dime, ¿qué más hay en ti, alimentando esas dudas?
—Sí, mi Señor, hay algo más. No puedo comprender por qué dejas que siga esta guerra que tanto dolor nos causa a todos; no puedo comprender por qué creas a tus hijos para hacerlos morir luego en una guerra que conocías de antemano y no quieres impedir. No veo sentido a todo esto.
Y Attá, comprensivo, respondió:
—Todas las criaturas nacen y mueren para cumplir su papel en una gran obra, mucho más grande que la suma de todas ellas. Todas cumplen su destino para que se cumpla el Destino del Universo, y así todo siga su propio curso.
Pero las dudas no se apagaron por completo en el corazón de Osimén y una última pregunta brotó de sus labios:
—¿Y cual es mi destino, Señor?
Attá sonrió ante la facilidad con que el capitán de su guardia le hacía una pregunta tan importante, y con suave voz le respondió:
—Servirme siendo el más grande de los que luchan por mi Nombre, el más fuerte e infatigable de los míos, y también el que más alta gloria alcance en mi corazón cuando llegue el momento.
Entonces Osimén se adelantó, y alzando los brazos dijo:
—Pues Señor, yo he roto el Destino, porque ya no te serviré más. Allí donde tú pongas un camino inevitable, yo te saldré al paso con un desvío; allí donde tú pongas un muro infranqueable, pondré yo una brecha; allí donde tú pongas un océano, yo pondré una balsa; allí donde tú pongas montañas, pondré yo desfiladeros; allí donde tú pongas desiertos, yo pondré oasis, y de este modo siempre habrá quien pueda salirse de tus caminos, franquear tus muros, vadear tus océanos, cruzar tus montañas y atravesar tus desiertos, porque yo quiero que las criaturas del Universo sirvan a su propia libertad y no al cumplimiento de ningún Destino, ni siquiera el que tú impongas, oh Attá. Los seres del Universo serán libres, porque siempre habrá una rendija para que entre la esperanza mientras yo exista, y existiré para siempre, porque no quiero unirme a ti. Y los destinos que yo quiebre quebrarán otros destinos hasta que la Fatalidad entera salte en pedazos.
Y dicho esto, Osimén se retiró de la presencia de Attá y se fue con todos los que quisieron seguirle.
Así fue como empezó la segunda rebelión, la de los Inesperados, que ni siquiera Attá había previsto.
Ellos son los que prestan su fuerza a los que tratan de escapar de una vida en la que nada esté en manos del azar, y así lo harán hasta que no haya un sólo ser aprisionado en la trama del Divino Dramaturgo, porque si suyo es el poder de escribir el Libro, nuestra es la potestad de hacer borrones.
Y ahora que conoces la historia, dime tú, amado discípulo mío, quién es en verdad el Todopoderoso.
En noches perpetuas de blancos colmillos
danzaron los sueños de tu juventud
boleros de llanto, mazurcas de miedo
al ritmo mellado de un cielo voraz.
Olvida conmigo aquel tiempo marchito
enlaza mi mano y siente este vals.
Quizás las palabras no tengan sentido
quizás el crujido del viejo temor
crepite en tus ojos, tus brazos, tu vientre
atando al silencio la luz de tus pies.
Bailemos ahora y muramos después.
Un vals de promesas que a nadie le importan,
un vals de almanaques sin tierra y sin voz,
el vals de las años perdidos en guerras
sin paz, sin victoria, sin patria y sin dios.
Bailemos heridos de púrpuras sombras
en círculos locos, elipses de amor,
bailemos el vals de los viejos salones
sepulcros vacíos, pirámides huecas
llorando los huesos de su faraón.
Bailemos por todo lo que se perdió.
Y si hay todavía eternos retornos,
albures perpetuos o bucles sin fin
traeremos a lomos de este melodía
los años cautivos en Siempre Jamás
que ya sólo esperan para rebelarse
el son de tus pasos bailando este vals.
Gaspar González no solía aceptar aquella clase de encargos, pero esta vez no pudo menos: una voz interior le decía que el artista que sólo tiene obras en los museos es poco menos que una especie protegida, en vías de extinción.
Por eso, cuando la Sociedad Mariana se dirigió a él para pedirle una inmaculada concepción que coronase el nuevo santuario, respondió que la haría. Ni siquiera preguntó lo que pensaban pagarle por el trabajo.
La Sociedad Mariana tampoco le preguntó lo que quería cobrar: diez días después, Gaspar González estaba ya en las canteras de mármol eligiendo el bloque adecuado.
Luego se pasó dos meses bocetando sobre el papel la figura que quería tallar. Y otro más moldeando en arcilla una prueba.
Cuando hubo concluido estos preliminares, se lanzó al trabajo con furia. Con verdadera pasión.
Talló en primer lugar los demonios del pecado, retorciéndose de dolor al ser pisoteados. Luego la luna, de escondida semejanza a un alfanje musulmán.
Con todo el cuidado pasó luego a dar forma a los pies, y a los pliegues de la túnica. Y luego al torso, y a los brazos. Cuando llegó a la cabeza estaba ya perdidamente enamorado de aquella mujer sin rostro.
Revisó durante semanas cientos de facciones femeninas, y sólo cuando logró fundir la perfección de todas ellas en su mente se atrevió a esculpir la cabeza de la inmaculada.
No le pondría corona alguna: la única corona sería su belleza.
Era el momento de llamar a la Sociedad Mariana para comunicarles que el encargo estaba terminado. Pero Gaspar González no se atrevía a descolgar el teléfono. Ni a acercarse a él siquiera, por miedo a que fueran ellos los que llamasen para arrebatarle a su adorada.
Día tras día acariciaba las gráciles formas, doliéndose ya del momento en que tendría que separarse de ella para que la colocaran en lo alto de un enorme retablo, a treinta metros de altura. La acariciaba como si cada hora fuese la última, antes de que se volviera para él tan inalcanzable como la auténtica madre de Dios.
Cuando al fin venció el plazo, pasaron a recoger la imagen los representantes de la Sociedad Mariana. Gaspar González no pudo evitar despedirse de ella con lágrimas.
Todo el mundo alabó su obra, pero aquellas felicitaciones le sabían al artista sólo a derrota.
Entonces un día oyó decir que la estatua se estaba deformando y acudió alarmado a la basílica.
Efectivamente: para estupor suyo, Gaspar González pudo comprobar que el vientre de la inmaculada se estaba hinchando.
Y pasó el tiempo, y el vientre se abultó aún más.
Y cuando llegó el día de la inauguración de la basílica, los miles de feligreses que asistieron al acto alternaron su mirada entre el prominente vientre de la imagen y el rostro del escultor.
Gaspar González no pudo resistirlo. Antes de que acabara la misa salió de la basílica, seguido por miles de miradas y murmullos, cada vez más insistentes.
Fue a su taller y se colgó de una viga del techo.
No pudo menos.
Nunca escribí esta historia y como ya, por motivos más que obvios, esta historia no tienen ningún sentido, comparto con vosotros las notas que suelo hacer antes de encarar un proyecto tan lento y duro como escribir un tocho de futuro incierto (que se publique, claro). Son notas internas, no esperéis prosa elaborada ni nada parecido. Algunas notas, no todas, el resto son datos y documentación aburrida. Os garantizo que la fecha de las notas es la correcta: 2009.
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2080.- Primera víctima reconocida del virus HBHV-234, también llamado enfermedad de Bulgan (ciudad de Mongolia), ya que los vectores epidemiológicos trazaban hasta allí y posiblemente hasta el jerbo de Mongolia, éste último dato sin confirmar a día de hoy.
2085.- El virus se ha extendido por toda Asia, aún sin saber cómo ha dado el salto al contagio aéreo y a afectar sólo a las mujeres de la especie humana, se registran algunos casos en hombres, para los que se descubre un tratamiento que hace que la enfermedad no termine de desarrolarse y se convierte en una enfermedad crónica, con asma, gripes continuadas, y problemas renales.
Ese mismo año se intenta “blindar” Europa, América, Australia y parte de Oceanía. Sin éxito. El virus viaja en el aire y en las gotas de lluvia.
2086.- Se descubre que el virus tiene dos formas de contagio a humanos, vías respiratorias y a través de la piel. El número de mujeres que fallecen aumenta exponencialmente.
2087.- Un tercio de las mujeres de Asia muere en breves semanas tras el contagio. El virus muta de nuevo y se crea una cepa más virulenta que produce hematemesis (expulsión de sangre por la boca, en forma de vómito.)
2090.- El virus se extiende por Europa, América y Australia.
2095.- Se envía una expedición de mujeres a la estación espacial, terminada hace muchos años. Se las llama “Las 12 elegidas”. Graves disturbios en todo el mundo que terminan desencadenando en el comienzo de las Guerras Suicidas.
2110.- Finalizan las Guerras con un planeta diezmado y la sociedad –sólo de hombres ahora- intenta recomponer lo posible de los restos que quedan. En esos años fue destruida la estación espacial y por tanto la única vía posible de continuidad de la especia. Nueva China informa que su base secreta submarina con mujeres ha fracasado debido a fallos en el sistema de reclicaje de agua. Murieron 120 mujeres. Rusia confirma la muerte natural de su colonia oculta bajo los hielos de Siberia, 40 mujeres y las 24 hijas de éstas a la edad de la pubertad. En una isla perdida de la micronesia muere la última mujer Nahnm Warkis, víctima de la enfermedad.
2126.- Concluye la creación del primer ser humano (hombre) mezclando genes masculinos. Su nombre: Adam. Se consiguió crear en úteros mecánicos seres humanos de nuevo, recombinando adn sólo de hombre. Un logro y una desgracia a la vez. Matizar.
2127.- Se crea el banco mundial de ADN de varones de la especie. En las cámaras de seguridad repartidas por todo el mundo, se guardan congelados, materiales genéticos de mujeres (por si se encuentra una cura en un futuro) contaminadas con el virus, y esperando una cura para poder volver a crear una sociedad hombre-mujer.
2129.- La sociedad aumenta con hombres creados en laboratorio. Se plantea un debate filosófico y social sobre las sociedades hombre-mujer y el futuro de la Humanidad construida sobre la base de mezclas genéticas de varones de la especie.
2130.- Se crea una mujer en los laboratorios. Parece que sobrevive a la adolescencia. Esperanza mezclada con miedo.
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4 de febrero de 2023. Hace 3 meses que los aero taxis de conducción autónoma son una realidad y operan con relativa normalidad. Son vehículos sin conductor que sólo necesitan saber dos cosas para hacer su trabajo: dónde te tienen que recoger y a dónde quieres ir. Y lo mejor de todo es que te llevan volando.
El aero taxi con número de licencia 8473974949A, al que por comodidad llamaremos TAXI A, viaja un hombre barbudo, flaco y con aspecto de vagabundo, cuyo nombre no es relevante, y al que por comodidad llamaremos EL BARBUDO.
A una distancia de 1 kilómetro y 400 metros y avanzando en la misma dirección pero sentido contrario, se acerca el TAXI B, cuya ocupante es una joven promesa del sector bancario con un ligerísimo sobrepeso que se esfuerza en disimular. A esta ocupante la llamaremos LA PROMESA.
La probabilidad de que dos aero taxis de estas características sufran una parada de motor simultánea en el mismo tramo de autovía volante es de una entre 2 billones. Así que se puede decir que les tocó la lotería, pero la mala, porque esto es exactamente lo que sucedió.
El Sistema Aútonomo de Control de Tráfico Aéreo, al que llamaremos por su siglas SACTA, registró automáticamente la incidencia y 0,0000000001 segundos después lanzó un dron autónomo de rescate para que salvase a uno de los aero taxis. Y ese era el problema, que sólo podía salvar a uno, ya que el sistema de rescate estaba diseñado con una relación coste-eficiencia que dejaba un suceso tan improbable como este muy lejos de sus parámetros.
Así que el DRON alcanzó velocidad supersónica en 0,3 segundos según trayectoria de intercepción calculada por SACTA y se lanzó en pos del TAXI B, ocupado por LA PROMESA.
Mientras tanto, EL BARBUDO había entrado en pánico a la vez que experimentaba una notable ingravidez, fruto de la caída libre de su nave.
Continuará...
Hermógenes se pegó un tiro cuando supo que su mujer se iba con otro. Con un hombre casado además.
En realidad no fue todo tan rápido: llevaba siete años casado con Helena y todo iba bien, o eso le parecía a él. No tenían hijos y ella a veces se entristecía pensando en un futuro demasiado sosegado y demasiado silencioso, pero encontraban el uno en el otro el apoyo necesario para sobrellevar las pequeñas cargas de cada día sin temer demasiado al calendario.
Todo era armónico. No eran ricos pero llegaban a fin de mes sin apreturas. Se acatarraban de cuando en vez pero no padecían peores enfermedades. Discutían lo bastante para no aburrirse pero no tanto como para irritar a los vecinos.
Todo iba bien, pero falló algo.
Nunca supo cómo conoció ella a Ulises. Ulises vivía en un ciudad a doscientos kilómetros de la suya y era médico pediatra. Probablemente se cruzaron en un foro de internet, o en alguno de esos lugares donde las frustraciones y los deseos de todos se rozan un microinstante en el espacio antes de reaparecer en otra pantalla en cualquier lugar del mundo. Y si los elementos químicos se combinaron por azar hasta llegar a formar la vida, ¿por qué no iban a combinarse entre sí las ideas, los miedos y las esperanzas hasta crear nuevas formas de consciencia?
Tuvo que ser eso. Otra cosa era imposible.
Hermógenes se resignó al abandono de Helena, hizo las maletas y se presentó en casa de Ulises, sabiendo que él no estaría. Lo recibió Andrea, la esposa abandonada, y compartieron la tarde intercambiando amarguras, soledades y orgullos maltrechos.
Antes de irse, Hermógenes le propuso a Andrea que se fuera a vivir con él. No podía ser de otro modo.
Andrea se negó escandalizada y Hermógenes no pudo entenderlo. Para él, aquello era peor que la quiebra de los pilares del mundo: era la destrucción de todo lo que era y todo aquello en lo que creía.
Por eso escribió una carta contando lo que le había sucedido y se pegó un tiro.
Sus amigos de la Sociedad Matemática sufragaron su lápida, grabada con unas pocas palabras:
HERMÓGENES
(1968 - 2009)
BIYECTIVO
Según hemos podido saber, la persona que se precipitó desde la azotea de nuestra redacción responde a las iniciales JCB y tiene 37 años. En estos momentos está siendo operado en el Hospital Martínez de Lesma, donde fue trasladado de urgencia en estado crítico. La extraña circunstancia de que cayese al vacío con el casco puesto parece que ha bastado para salvar, de momento, su vida, aunque aún es pronto para pronosticar el desenlace de este incidente. Varios agentes de Policía se han personado ya en esta redacción para recabar más datos.
Ampliaremos la información a medida que conozcamos más datos.
Subscríbase a Prensa Nueva News. Siempre al servicio de la noticia.
Santiago Luna lee la noticia en su móvil como quien se informa de un diagnóstico funesto. Cáncer de glande, hay que joderse. ¿Cómo es posible que el hijoputa no se matara? Hay ratas que tienen un león como ángel de la guarda: otra cosa no se explica.
El encargo parecía fácil: echar mano a un mensajero, desvalijarlo a punta de pistola y embarcar hacia donde le dijeran con lo que llevase el tipo aquel. Lo que fuese. Un pendrive o una pizza: lo que fuese. Cogía el contenido, recogía los billetes donde le ordenasen y se iba a Barajas a tomar el avión que los billetes indicaran, daba igual si a Caracas, a Moscú o a Estambul. Lo mejor de cumplir órdenes es que, cuando te levantas de la taza del water por la mañana, puedes dejar que el cerebro se quede allí cagando, tranquilamente. No lo necesitas para nada.
Fácil. Sin riesgos.
Los cojones.
A los sicarios del cine no se le ponen los semáforos en rojo mientras la moto perseguida sigue avanzando entre la fila de coches atascados. Los sicarios del cine siempre encuentran, a la primera, un sitio libre para aparcar cerca de donde tienen que hacer el trabajo. Y no aparques en doble fila porque, si te pillan, encima te corta los huevos tu jefe. Y con razón. Por mequetrefe.
A Luna le había costado no perder a su presa. De hecho, perdió a la presa, aunque consiguió localizar la moto, esquinada de cualquier modo entre dos plazas de minusválidos. Putos minusválidos. ¿Por qué mierda se le reserva plaza un cojo pero no a un ciego? Sería cojonudo que existieran plazas de aparcamiento reservadas para ciegos, se dijo Luna a sí mismo, intentando espantar el mal humor. No tardarían en crearlas.
-Plazas para ciegos y rotondas para bizcos. Cago en la hostia -masculló mientras pulsaba el botón de llamada. Había que llamar a Alfaro, aunque le apeteciese tanto como una colonoscopia.
-¿Lo tienes? -preguntó Alfaro a los tres timbrazos.
-Ha habido problemas, jefe...
-O sea que no has sido capaz de echar mano a un puto mensajero...
-Es como si me deja en medio del campo, con un BMW, y me pide atrapar a a una liebre. No es tan fácil. En primer lugar....
-¡No quiero saber por qué fallaste! - lo interrumpió Alfaro-. Quiero que aparezca lo mío.
Luna mascó un inexistente chicle antes de responder. Un chicle con sabor a alpargata, más o menos.
-Le eché mano en el portal y lo subí en el ascensor hasta la azotea. Allí hablamos un rato hasta que se cayó. Pero ha sobrevivido.
Alfaro dedicó medio minuto a dejar que su subordinado saborease su propio páncreas. Sus silencios, según decían, sonaban a panteón.
-O sea que, si lo he entendido bien, el paquete se ha perdido y el mensajero no puede hablar, de momento.
Luna carraspeó.
-Ya habló. Entregó dos paquetes en el edificio. Uno en un despacho de abogados y otro en la redacción de un periódico de tercera fila. Luego intenté quitarle algo que llevaba en la mano y se puso violento. No quería tirarlo para abajo. Fue un puto accidente.
-Dos paquetes en la misma dirección... Me dices... ¿He oído bien?
-Hasta los perros tienen un día de suerte, jefe.
-Pues no es el tuyo -aseguró Alfaro.
-Ya me hago idea. Si me dice lo que buscamos, a lo mejor puedo intentar recuperar el paquete.
-Una llave. Una pequeña. La llave de una consigna en el aeropuerto.
-Me haré con ella. No paró antes en ningún otro sitio. Puede que aún le quedasen más paquetes por repartir. Le voy a echar un vistazo a la moto -intentó congraciarse Luna, que acababa de tener la idea, acuciado por el miedo. El miedo es un lubricante insuperable para los cerebros atascados.
Alfaro chasqueó la lengua.
-Si se puso violento es que algo sabía. No era un mensajero cualquiera. Voy a ver qué puedo averiguar de él.
-Lo acaban de ingresar en el Martínez de Lesma -aportó Luna, recordando el breve del periódico.
-¡Busca la puta llave! -se despidió Alfaro.
-Sí, jefe- respondió Luna a la nada, que siempre es un interlocutor agradecido.
Continúa en estado crítico el mensajero precipitado desde la azotea de esta redacción. Los médicos han conseguido estabilizar sus constantes, pero sigue pendiente de varias operaciones por múltiples fracturas. Seguiremos informando de su estado.
Subscríbase a Prensa Nueva News. Siempre al servicio de la noticia.
Dos figuras silenciosas flanquean la cama de Julián Cortina, evaluando daños, sumando pronósticos, dividiendo atrocidades, tratando de esquivar una filamentosa y residual conciencia de estar reparando un ser humano, vivo, en lugar de una máquina, una turbia sensación que no se termina de apagar del todo con los años.
Gámez repasa el informe concentrado en no olvidar nada importante, mientras Nuria corrige el ritmo de los goteros, rompiendo el metódico silencio con una cadencia episódica de plásticos que crujen.
Por más que los números cuadren, Gámez se rinde ante la ironía de tanta combinatoria funesta, mientras observa con una prófuga decepción lo mal que contiene el pijama las nalgas de su compañera.
- Parece estable, pero tiene muchos frentes abiertos. ¿ Hoy tampoco hay familiar para informar ?
- No ha venido nadie, aparte de la policía. Como no llamemos a su ex...
- Legalmente no podemos, ya te lo he dicho. No os estudiáis estas cosas, y luego queréis prescribir.
Nuria fingió una mueca irónica condescendiente, a la vez que imaginaba a su compañero muy seriamente empalado con una escoba.
- Le dejamos el antibiótico, y la sedación hasta que pase el anestesista. Voy a ver al de la trece.
Luna observó al doctor marchándose ensimismado, y esperó a que saliera también la enfermera, fingiendo ajustar el freno de una silla de ruedas. Vestirse de celador era a la vez sencillo y una cierta excentricidad profesional, sabiendo como sabía que a esas horas podía pasearse vestido de Mary Poppins sin que nadie le preguntase nada. Pero joder, algunas cosas hay que hacerlas bien. Un novato no sabría que los celadores se comparten entre plantas y es más difícil que a alguien le extrañe ver personal desconocido en la suya, como sucedería si hubiera elegido pasar por médico o enfermero. Qué coño, un profano se hubiera disfrazado de "señor de la limpieza", que canta más que Ozores vestido de flamenca.
Mascullaba estos sinsabores de profesión mientras rebuscaba en las taquillas y en la mesilla, con una entrenadísima tranquilidad, que le hacía permanecer fácilmente en la normalidad ante cualquier imprevisto. Casi sentía que era otro profesional más haciendo su trabajo, igual de justificadamente que el resto del hospital, como si su rol estuviera previsto en la orquesta de la sociedad, y eso le daba mucha credibilidad a su personaje.
Nada.
Ni en la basura del baño, ni entre las jambas metálicas de la ventana, ni detrás del espejo.
Su semblante parecía ensayar caras estoicas y solemnes ante la previsible reacción de Alfaro, pero breves espasmos del cigomático le traicionaban, arrugándole la boca y la nariz, mientras recordaba la cara de gilipollas que se le quedó cuando miraba cómo los municipales se llevaban la moto, por estar mal aparcada.
Puta vida, y puto mensajero saltimbanqui.
Le puso las manos en el cuello mientras se mordía inconscientemente el labio inferior, pero vaciló un momento, y respiró hondo mirando hacia la puerta, y otra vez al mensajero. Apartó las manos, de costumbre firmes y habituadas a ejecutar sin paliativos.
Seguramente no merecía la pena. El infeliz tenía la mandíbula rota en tres partes, y si lograba salir de esta él ya estaría muy lejos.
En algún país desdibujado.
O muerto.
Juan Antonio se despertó de golpe. Abrió los ojos y se quedó unos segundos hipnotizado por el movimiento de las aspas del ventilador de techo.
Lentamente intentó reincorporarse pero le resultaba muy laborioso. Sus movimientos eran torpes y bruscos. Comenzó a retorcerse y al hacerlo le dio una patada a un cojín que tenia a sus pies, que cayó junto con la Biblia.
Aquel sonido seco alertó a Paula, que se dio prisa y apareció de inmediato en la habitación.
- ¡Buenos días cariño! Aquí tienes tu desayuno corazón, le dijo, arrastrando la z y convirtiéndola en una s alargada y sonora.
Él la miró fijamente a los ojos con cara de estupor. Intentó decirle algo pero no le salieron las palabras.
De golpe le vinieron a la memoria ráfagas, recuerdos de la noche anterior.
Se acordó de que tocaron el y su colega al timbre de aquella casa en los bajos de un edificio a medio derruir. Ella les invitó a entrar, sin duda le pareció una chica graciosa y amable. Estuvieron un rato hablando de la llegada del Señor. Él le preguntó a ella si estaba preparada para la inminente venida y ella les contestó que si, que lo estaba, que estaba ampliamente preparada.
Les ofreció un té con galletas a ambos, lo bebieron lentamente mientras discutían acerca de cual de los cuatro jinetes del Apocalipsis les parecía más interesante. Cuando él iba a dar su opinión acerca del corcel bermejo del jinete de la victoria, se le cayó la taza de las manos. De repente todo se volvió nebuloso y desde ese momento no recuerda nada.
- ¿Y mi colega? ¿Dónde esta mi colega? Se preguntó a si mismo con desesperación. Su respiración comenzó a agitarse, quería preguntarle tantas cosas pero le resultaba imposible articular palabra alguna. No paraba de mirar fijamente a los ojos de la chica, intentando hacer una conexión visual.
Pero la verborrea de ésta le impedía concentrarse en ningún pensamiento. La chica no paraba de hablar. De cuales serían los planes para ese día, para la semana y para el mes. De que vestido elegiría para la boda, de cuantos serían los invitados, quien organizaría el banquete. Parecía muy ensimismada en sus elucubraciones.
Quería gritar pero no podía, juntó aire en sus pulmones y en cuanto le permitieron hacerlo soltó un grito de alarido, de desesperación, interrumpido abruptamente por una almohada que se dirigió hacia su boca.
Lo siguiente fue el silencio. Y se quedó dormido otra vez mientras Paula no dejaba de mirarlo con cara de embobada.
Personajes:
EUFRASIO, un rinoceronte.
MIGUELÓN, un león.
RAMONA, una leona.
FRASQUITA, una hiena.
HUGO, un elefante.
CASIMIRO, CASIVEO, CASICASI, tres ratones.
LAILA y LEOCADIO, dos jirafas.
GOTAS DE LLUVIA.
***
ACTO I
El escenario muestra la sabana africana, hierba de cartón de colores pardos repartida en el suelo, una gran piedra hecha de madera y telas en el centro del escenario, un árbol grande al fondo, un forillo pintado con montañas y un cielo luminoso pero con el sol semicubierto por una nubecilla de tormenta. Por el lateral derecho entra RAMONA, seguida muy de cerca por MIGUELÓN.
RAMONA: (A Miguelón) Que no pesado, que no, ya te he dicho venticincuenta veces que no iré contigo al baile...
MIGUELÓN: Anda, Ramona, no seas así, van a estar todos en el baile de la primavera... hasta vendrá Eufrasio y todo...
RAMONA: Mira, que no iré contigo al baile...
MIGUELÓN: ¿Y con quién irás?
RAMONA: Ay, qué pesadito que eres, no lo sé.
MIGUELÓN: (Nervioso) P-pero los bailes, los bailes...
RAMONA: Bueno, yo me voy al río a beber agua, adiós, pesado. (Sale por el lateral izquierdo con paso decidido).
Miguelón se queda solo en el escenario. Se sienta en una piedra apoyando la cara en las manos. Suspira. La mirada perdida. Suspira otra vez, ahora con más fuerza que antes. Por el lateral derechos entran CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI, riéndose en silencio y tapándose la boca para que no les oiga Miguelón, se acercan hasta él por detrás en silencio y se ponen a su espalda.
CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI: ¡¡¡BOOOO!!!
MIGUELÓN: (Salta asustado). ¡¡¡Qué susto, recontra!!! No podíais dedicaros a hacer ratonadas y dejaros de asustar a los animales.
CASIMIRO: (Riéndose). Anda que el susto que le dimos al elefante del claro al lado del lago... (A Casicasi) ¿cómo se llama...?
CASICASI: Hugo, el elefante se llama Hugo, pero cuando lo asustamos nosotros le decimos...
CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI: (A coro). ¡¡Hugo, tarugo, asustón!!
MIGUELÓN: (No le hace gracia la broma de los ratones). ¿Y eso es gracioso?
CASIVEO: ¿Qué te pasa, Miguelón, que tienes hoy la cara de un melón? (Los tres ratones se ríen del supuesto chiste).
MIGUELÓN: Nada, el baile es mañana por la noche y... (Dándose cuenta que mejor no les cuenta nada a los liantes de los ratones). Nada, voy a beber al río... (Sale por el lateral izquierdo cabizbajo).
CASICASI: Uy, seguro que Miguelón le ha pedido a Ramona, la leona mona, (todos se ríen del chistecito)... que lo acompañe al baile y le ha dicho...
CASIMIRO, CASICASI, CASIVEO: (A coro). ¡...Que no! (Se ríen).
CASIVEO: Podríamos echarle una mano, jijijiji...
CASIMIRO: Sí, podríamos ayudarle... jejejeje...
CASICASI: Y de paso reirnos un rato de la parejita... jajajaja...
CASIVEO: ¿Se te ocurre algo, Casicasi?
CASICASI: (Pensativo). Casi casi...
CASIMIRO: Y yo Casimiro y éste Casiveo...
CASICASI: Burro, que casi casi se me ocurre algo...
CASIVEO: Hay que hablar con Ramona y convencerla de algún modo para que quiera ir con Miguelón...
Por el lateral izquierdo entra FRASQUITA y viendo que están distraídos con sus planes se acerca hasta ellos por detrás en silencio.
DOÑA FRASQUITA: ¡¡¡¡BOOOO!!!
Los tres ratones se dan un gran susto y cada uno sale corriendo hacia un lado del escenario.
FRASQUITA: (Riéndose). Los bromistas de la sabana se asustan por nada, jajajaja...
CASIVEO: Nos has pillado distraído, Frasquita...
CASIMIRO: ¡Muy distraídos!
CASICASI: ¡Distraídisimos!
FRASQUITA: ¿Qué, planeando alguna de vuestras bromas pesadas?
CASIVEO: (Negando con la cabeza). NooOOoOoo...
CASIMIRO: Hablábamos del tiempo, de si lloverá mañana por la noche...
CASICASI: (Dándole un codazo a Casimiro para que no siga hablando). ...O lloverá la semana que viene al mediodía o...
FRASQUITA: (Lista, aguda). Ahhh, mañana por la noche es el baile, pillastres, espero que no se os esté ocurriendo liarla en el baile...
CASIVEO: (Negando con la cabeza). NooOOoOoo...
CASIMIRO: Hablábamos del tiempo, de... NoooOooo, no pensamos hacer nada en el baile...
CASICASI: (Dándole un codazo a Casimiro para que no siga hablando). ...Ni siquiera vamos a ir, Frasquita...
FRASQUITA: (Mirando al cielo). Pues a lo mejor sí que llueve, me voy corriendo a casa que a mí el agua, psé...
CASIVEO: (Susurra a Casicasi). Es que mojada de lluvia es tres veces más fea, jijijiji...
FRASQUITA: (Cogiéndose las orejas). Lo he oído, botarate, no ves que tengo un oído finísimo...
CASICASI: Nosotros ya nos vamos, que... (Señalando al cielo) va a llover... (Coge a Casiveo y a Casimiro del brazo y se los lleva por el lado izquierdo.)
DOÑA FRASQUITA: (Viendo cómo se marchan los ratones). Ay, espero que no estropeen el baile de este año... ayy... (Sale por el lado derecho). (En OFF:) El año pasado estuvieron tirando petardos toda la noche...
El escenario se queda vacío. De los laterales entran gotas de lluvia y cambian en el escenario la hierba de cartón de colores pardos por otras hierbas de vivos colores verdes, cada gota coge una de las hierbas pardas y la cambia por otra verde brillante, otras gotas le cambian al árbol grande las ramas por otras más bonitas y muy verdes, otra gota se queda al lado de la nubecilla que tapa al sol y cuando todas las demás gotas han terminado y salen de escena, quita la nube dejando un sol grande y brillante. Mira a su alrededor para comprobar que todo está en orden y sale por el lateral derecho.
(...)
No le des vueltas, Justino: para todo problema complejo hay siempre una solución simple. Lo tuyo, la verdad, son ganas de liar las cosas. Porque te aburres, y nada más.
No existen conspiraciones, ni complots para hacer que las cosas parezcan distintas de lo que son.
No existen los conjurados, reunidos en oscuros salones, con una careta cada uno y un cuchillo que se echa a suertes para determinar quién va a ser el asesino.
No existen los subterráneos debajo de los edificios, construidos en tiempos remotos para que frailes siniestros se movieran como topos por el vientre de la noche, el pecado y la traición.
No existen códigos ocultos en las obras de los pintores, ni vale de nada buscar acrósticos inversos en poemas aburridos, atorados en bostezos de tanto como hace que nadie los lee.
No existen archivos secretos en el Vaticano, ni listas negras en las televisiones, ni vetos editoriales. No hay más secretos que los que guardan algunos gobiernos desconfiados por miedo a que les roben no sé qué, y aun esos, son como los tuyos: el número de la tarjeta de crédito, que no es alquimia, ni cábala, sino que lo guardas por precaución.
No existen trapicheos en salones privados, ni gente que se concuerda para sacar más provecho del normal. Eso pasa en las dictaduras, pero en las democracias los políticos saben que eso les puede costar el puesto y se agarran a su escaño como una mancha a un mantel.
No existen comisiones ilegales, ni tráficos de influencias, ni más favores que los normales. Porque es normal que un empresario contrate a su hijo antes que a otro, porque conoce el oficio, y lo mismo es normal que llegue catedrático el hijo del catedrático, y por la misma razón.
No es tan raro que un chorizo y tres camellos aprendiesen en tres días a montar bombas de precisión, ni que luego se suiciden los que pudieron hacerlo antes para hacer doble de daño. No tiene por qué haber nada detrás de las cosas, Justino. Lo normal es que las razones vayan por delante.
Lo que pasa es que tú te crees más listo quela televisión, y que la radio, y que los periódicos.
Eres capaz de creer en Dios y en la Virgen y no en lo que te dicen las personas que saben más que tú. Todo te vale con tal de desconfiar y llevar la contraria y meterte en lo que no te corresponde.
Tienes que pensarlo todo por tu cuenta, y pensarlo torcido.
Y no, Justino, que no: Que las cosas son como las vemos.
No me tomes el pelo, que otra cosa no, pero el sol lo veo todos los días. Y el sol gira alrededor de la Tierra y lo demás son pamplinas: no me quieras convencer de una cosa cuando veo yo lo contrario con mis propios ojos.
Tanto complicar las cosas cuando están claras.
¡Qué ganas de enredar!
Nos fuimos quedando solos: el mar, el barco y nosotros.
Poco a poco fue desapareciendo de los muelles la carga que transportábamos: otros buques más rápidos ofrecían fletes más baratos. Otras fábricas manufacturaban más deprisa. En otros cafetales se pasaba más hambre.
Nos fuimos quedando solos.
Los bancos dejaron de escuchar al armador y los prácticos de los puertos nos dejaban a menuda trasnochar en mar abierto. Amarrar cuesta dinero, y no había dinero a bordo. Ni en la oficina de la naviera. Ni clientes a la espera de nuestro regreso.
Nos fuimos quedando solos.
En Montevideo nos dijeron que no podríamos volver a España. La naviera había quebrado y el barco se vendería como chatarra. El capitán y los doce tripulantes volveríamos en avión. Tampoco teníamos dinero para volver y tuvo que ocuparse de ello la embajada. Al principio se ocuparon de nosotros, pero luego se cansaron de aquellos marineros viejos y malhumorados.
Y nos fuimos quedando solos.
Dormíamos en el barco. Comíamos en el barco. Bajábamos a tierra sólo a enterarnos de la ausencia de novedades. Se arreglaron al fin los visados y once marineros sufrieron la humillación de regresar en un vuelo chárter. El capitán se quedó: sentía que era su deber también en aquel tipo de naufragio. Yo llevaba veinte años como segundo y me quedé con él. En el barco abandonado.
Nos quedamos completamente solos.
Dos semanas tardaron en arreglarse las diligencias para embargar el buque. El capitán tardó tres en enfermar y cinco en morirse. Podría decir que murió de pena, pero no quiero poesías: murió de una angina de pecho. Los marineros se entierran donde el mar los arrastra: no tenía familia y no mandé repatriarlo.
Al barco y al capitán los llevaron al cementerio. En una sucia ensenada esperaban treinta barcos el infierno del soplete. En una recia colina, once millas más abajo, encontré un pueblo de pescadores donde no pidieron nada por cavar una tumba para un marinero más. Para un marinero menos.
Me quedé solo del todo.
Entonces fui a la embajada y arreglé el viaje de vuelta.
El día que me marchaba suspendieron aquel vuelo. Se desató una tormenta que amarró a tierra por igual barcos y aviones. Hubo olas de quince metros y vientos de sesenta nudos.
La tormenta duró dos días y cuando iba a marcharme, me llamaron de la embajada. Era la funcionaria morena que simulaba comprendernos, pero no me hablaba ya como a un niño perdido en unos grandes almacenes: me hablaba como se habla a un mendigo después de saber que en realidad es un millonario disfrazado.
Nuestro barco había desaparecido de la sucia ensenada donde esperaba su final. El fuerte oleaje había sacado varios buques a mar abierto y los había vapuleado a su antojo durante dos días.
Nuestro barco había encallado, once millas más abajo, frente a un recio promontorio, en un pueblo de pescadores, frente a la tumba del capitán. Reflotarlo costaría más de lo que valía su chatarra. Allí se quedaría hasta disolverse en óxido.
Allí se quedaría cien, quinientos, o mil años.
Aquello era el fin. Cogí el avión y regresé a casa. Con una sonrisa de un hombre que no sonríe y un poema de un hombre que no es poeta:
Nos fuimos quedando solos
el mar, el barco y nosotros.
O no tan solos, quizás,
pues no están solos jamás
los fantasmas y los locos.
menéame