Los chistes que nos contamos

Nos contamos chistes viejos

de perfecta urbanidad,

tú en tu esquina,

yo en la mía,

en el ring de los veranos

liofilizados de sombras,

haciendo de cada ocasión 

un cuadrilátero

de centenares de esquinas:

portento de geometría.

Los dos, pero uno a uno,

sopesamos el deseo de marcharnos,

de abandonar la pelea

y ensayar por una vez

la vida sin andanadas,

cada uno por su lado,

cada uno por su filo

mellado de impertinencias.

Sin embargo, nos quedamos,

para hacernos aún más daño, 

para callar más silencios

y bostezar otros tedios

desconocidos aún;

nos quedamos,

enredados en agravios

devanados y tejidos

por la Penélope loca

que ya no piensa en Ulises

sino para reprocharle

lo que ha tardado en volver,

y repasamos ahora

los años que nos odiamos

contando el chiste más viejo

que parió la Humanidad:

el de la gente que vive

sin saber lo que desea

ni lo que puede ofrecer

y que pasa por el mundo

anegada en frustración,

exportando cataratas

de arenosa

polvorienta   

herrumbrosa

decepción.