Esa mañana del 11 de agosto, varias ráfagas de metralleta de las tropas fascistas surgieron de entre la niebla. Los milicianos eran jóvenes, plenos de entusiasmo, pero ingenuos y ajenos al cruel arte de la guerra al que se veían fatalmente convocados. La columna franquista tomó por sorpresa el caserío, hizo prisioneros a todos los defensores, y pocas horas después, por orden del coronel Beorlegui, fusilaron a todos contra las mismas paredes del caserío, sin juicio alguno.
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