Nueva Zelanda fue un caso de éxito excepcional en un contexto global en que el movimiento feminista era visto con escepticismo: al contrario de lo que sucedía en otros países, donde las peticiones por el voto femenino tardaron décadas en materializarse, la propuesta en esta isla de Oceanía -que en el siglo XIX caminaba bajo la tutela de su padre, el Imperio británico- contó con una amplia aceptación social, especialmente entre los sectores más conservadores.
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