Recientemente argumenté a favor de desregular las drogas, para intentar escribir algo más que pura teoría económica. Como miembro de la ultra derecha, sostengo que otro aspecto esencial de la libertad individual merece igual coherencia: la transexualidad. Ambos temas comparten un principio irrenunciable: el Estado no tiene autoridad para dictar qué hacemos con nuestros cuerpos mientras no dañemos a otros. Ese derecho a la libertad es uno de los pilares ineludibles del marco ideológico de la derecha, y hoy voy a tratarlo en detalle.
Recuerdo claramente cómo, en una conversación cotidiana, un buen amigo se mostró sorprendido cuando afirmé que era perfectamente natural apoyar la plena libertad del individuo transexual desde una perspectiva libertaria de derechas. Le resultaba extraño escuchar simultáneamente dos proposiciones sencillamente claras para mí:
- El derecho absoluto que tiene cualquier persona sobre su cuerpo y sobre la percepción que tiene sobre sí mismo.
- El derecho igualmente absoluto de otros a creer o no en esa percepción personal.
Mi interlocutor parecía desconcertado. Había asumido que solamente existían dos posibilidades: el rechazo intolerante que exige imponer restricciones a los demás o la aceptación absoluta que implica someterse obligatoriamente a cada percepción subjetiva. No había considerado nunca esta tercera vía: la posición libertaria radical, aquella que sostiene fervientemente que la identidad individual y el consentimiento interpersonal voluntario son siempre superiores a cualquier imposición colectiva.
El individuo como dueño absoluto de sí mismo
Nuestro marco ideológico se basa precisamente en la idea de la "autopropiedad": cada persona es dueña absoluta de sí misma, de sus elecciones personales, de sus decisiones vitales y de la concepción sobre quién es y cómo vivir.
Desde este prisma ideológico rotundo, la elección de la propia identidad (y esto obviamente incluye la identidad sexual) resulta incontestable. Ningún Estado ni colectivo debería intervenir jamás imponiendo o limitando aquello que pertenece estrictamente a la esfera individual.
¿Quiere alguien operarse o someterse a un tratamiento hormonal para sentirse coherente con su identidad personal? ¿Pretende alguien cambiar legalmente su nombre porque eso mejora su vida según su percepción subjetiva? Quien cree realmente en la libertad individual debería respetar absolutamente estas decisiones, porque nadie mejor que cada uno sabe qué quiere, cómo vive, cómo siente, cómo se experimenta a sí mismo y cómo desea vivir su existencia.
En este sentido, recuerdo con tristeza regímenes totalitarios que han castigado con violencia a las personas que simplemente reclamaban soberanía sobre sí mismas (Irán o Rusia son penosos ejemplos actuales). Tales regímenes representan exactamente lo que sucede cuando la moralidad colectiva, llámese izquierda radical o la no-izquierda ultraconservadora, pretende dictar qué cuerpos son legítimos y cuáles no. No hay vía más rápida hacia la destrucción de los derechos individuales que permitir al Estado dictar nuestra intimidad.
La libertad de creer o no creer: una cuestión personal imposible de legislar
Ahora bien, también afirmo explícitamente lo contrario: que ningún individuo tiene obligación ética, moral ni jurídica de aceptar íntimamente las percepciones individuales ajenas sobre quiénes son. Cada individuo también posee indiscutible soberanía personal sobre sus propias creencias y percepciones.
Es posible, aunque le genere incomodidad a muchos defensores del colectivismo, reconocer que el otro tiene un derecho absoluto a ser quien desee ser, mientras defendemos igualmente que cada individuo conserva legítimo derecho absoluto y personal a creer o no creer, a aceptar o no aceptar, a validar o no la percepción subjetiva del otro.
Tal perspectiva protege precisamente la verdadera diversidad, la que incorpora no sólo a quien defiende su derecho a existir con una identidad dada, sino también a aquellos que decidan libremente (y desde luego respetuosamente) no compartir esa visión particular.
¿Qué papel debería jugar el Estado en este particular? Ninguno.
El Estado, en realidad, no es más que coerción sistemática organizada desde arriba. Una maquinaria gigantesca, rígida, burocrática, gobernada por políticos y funcionarios que deciden sobre materias extremadamente subjetivas desde sus escritorios de caoba. ¿Alguien cree seriamente que podría existir autoridad moral legítima en un burócrata estatal sobre algo tan íntimo como la identidad personal?
Desde el principio libertario, la respuesta es clara: evidentemente no. Y es aquí, precisamente aquí, donde el la derecha radical presenta un aporte esencial: demostrar que tanto imposiciones morales conservadoras como aquellas "progresistas" que obligan legislativamente a creer o expresar públicamente ciertas identidades o percepciones no sólo son incorrectas, sino peligrosamente autoritarias.
La única acción justa que el Estado puede hacer en esta cuestión es desaparecer del terreno personal, dejar absolutamente en manos de individuos libres la forma en que administran o manifiestan su identidad personal o establecen relaciones contractuales o sociales voluntarias.
Soluciones voluntarias: respeto mutuo pactado, sin coerciones externas
Imagino perfectamente una convivencia social sana, racional, respetuosa, no regulada por mecanismos externos: textos legislativos impuestos desde arriba, climas morales impuestos desde abajo, presiones ideológicas obligatorias.
La clave está en permitir que cada comunidad, organización, grupo social o negocio establezca libremente reglas consensuadas voluntariamente por sus miembros. ¿Puede acaso un individuo o colectivo tratar voluntaria y respetuosamente a otro según la identidad que exprese? Absolutamente. ¿Puede decidir no hacerlo? También, siempre que lo haga sin agresión ni violencia y respetando siempre los acuerdos libres y legítimos entre individuos. Personalmente, no necesito la constante amenaza de repercusiones legales para respetar a alguien y, espero, tú tampoco.
Una sociedad que respeta la libertad de elegir y la diversidad real sin imposiciones
En síntesis, comprender esta tercera posición, que no niega al individuo su legítima soberanía personal absoluta, pero tampoco agrede u obliga coercitivamente al resto a aceptar sus decisiones o percepciones personales, es fundamental para construir una sociedad verdaderamente plural, realmente diversa, pacífica y libertaria.
La realidad de que un individuo sea libre de cambiar su cuerpo y nombre por la identidad sexual elegida no implica necesariamente que otros deban estar obligados moral o jurídicamente a creerle. Significa simplemente que todos deberán, por encima de todo, respetar su autonomía individual, no interferir en la soberanía ajena, no agredir y no obligar al otro a aceptar compresión ajena alguna.
Un orden social basado en la libertad, en la convivencia pacífica y respetuosa entre individuos dueños absolutos de sí mismos, reconoce la diversidad inicialmente incómoda, voluntaria, dinámica de identidades y pensamientos.
Dicho en palabras sencillas:
- Tienes derecho absoluto a decidir quién eres.
- Yo tengo derecho absoluto a creerte o no.
- Ambos tenemos obligación ética absoluta de jamás agredirnos, respetar nuestras decisiones voluntarias y preservar la soberanía radical sobre nosotros mismos.
Esta es la ética libertaria profunda. Este es el camino político más auténtico hacia una convivencia pacífica y respetuosa.
Y es, sin duda alguna, la única manera coherente y honesta que encuentro para vivir verdaderamente libres.