Paralelismos. Moscú,1945-2025

El olor a ozono después de la lluvia siempre le recordaba a Dmitri la mentira. Era un olor limpio, eléctrico, que prometía un mundo lavado y nuevo. Igual que la propaganda en Pravda.

Dmitri trabajaba en el Ministerio de Cultura, en un despacho del tamaño de un armario, corrigiendo los manuscritos de otros. Su trabajo consistía en cazar metáforas desviadas y adjetivos pesimistas. Era un engranaje menor en la gran maquinaria de la censura, un guardián de la pureza ideológica. Creía en ello, o al menos, creía en la necesidad de creer.

La llamada llegó una tarde de martes. Era Lena, la esposa de su viejo amigo Pável, un pintor. Su voz era un susurro aterrorizado. "Se lo han llevado, Dima. Han venido esta mañana".

Dmitri sintió el frío familiar en el estómago. Pável era un imprudente. Sus últimos cuadros, llenos de figuras angulosas y colores sombríos, bordeaban el formalismo. "Tranquila, Lena. Seguro que es un malentendido. Un bulo de algún vecino malintencionado". Pero ambos sabían que no lo era.

Al día siguiente, su jefe, el camarada Orlov, lo llamó a su oficina. Orlov era un hombre corpulento con la cara permanentemente enrojecida por la buena vida y el vodka. Un machirulo de manual que disfrutaba de su pequeño feudo. "Camarada Dmitri", dijo, sin mirarle, mientras firmaba unos papeles. "He oído hablar de tu asociación con el pintor Pável Volkov".

"Éramos amigos en la universidad, camarada Director".

"Se le acusa de actividades contrarrevolucionarias. De difundir propaganda fascista". Orlov escupió la palabra como si fuera veneno. "Un facha que se esconde detrás de un pincel. Un reaccionario que intenta socavar nuestros logros".

Dmitri tragó saliva. Pável, ¿un fascista? Pável, que había perdido a su padre en Stalingrado. Era absurdo. Pero el sistema no operaba con la lógica, sino con etiquetas. El Estado era autoritario, y cualquier disidencia era traición. Orlov continuó, su voz untuosa. "Se va a iniciar un proceso. El Estado debe defenderse de estos elementos. Es una especie de lawfare, si entiendes lo que quiero decir. Usamos la ley para purgar a nuestros enemigos".

Esa noche, Dmitri no pudo dormir. Pensó en Pável, en su pequeño estudio, en su pasión por la forma. Y pensó en Orlov, en su dacha cerca de Moscú, en su coche oficial, en los cuentos sobre su hijo, un pijo que estudiaba en la universidad del partido sin haber aprobado un examen en su vida. El sistema no era una dictadura del proletariado. Era clasista. Era elitista. Una nueva aristocracia, la nomenklatura, gobernaba con privilegios obscenos. Eran insolidario ante el sufrimiento del pueblo que hacía cola para conseguir pan.

Unas semanas más tarde, el juicio de Pável fue una farsa. Un fiscal represor leyó una lista de cargos ridículos: Pável había mantenido correspondencia con un primo en Francia. Había pintado un paisaje "pesimista". El veredicto estaba escrito de antemano. Cinco años en un campo de trabajo. La propaganda oficial, la desinformación sistemática, lo presentaría como una victoria contra un complot de la ultraderecha. Un negacionista de la gloria soviética recibía su merecido.

Dmitri empezó a ver las grietas en todas partes. Vio el machista desdén con que los funcionarios trataban a sus secretarias. Oyó el discurso de odio contra los "cosmopolitas" y los judíos en las reuniones del partido. Se enteró de la persecución de los homosexuales, una política homófoba que le parecía profundamente retrógrada y conservadora, una traición a los primeros días de la revolución. El régimen, que se jactaba de su progresismo, era una reliquia reaccionaria en su moralidad social, una especie de nacionalcatolicismo ateo.

Vio el nacionalismo rampante, un ultranacionalista fervor ruso que se disfrazaba de patriotismo soviético. Era patriotero y supremacista, tratando a las repúblicas no rusas como colonias. Un sistema imperialista y colonialista que hablaba de liberación. Era racista en su desprecio por las etnias menores y xenófobo en su miedo paranoico a todo lo extranjero.

Un día, Orlov le dio una palmada en la espalda. "Buen trabajo, Dmitri. Eres un verdadero patriota". Dmitri se miró la mano, imaginando una pulsera invisible. Un patriota de pulserita. Su lealtad era una actuación para sobrevivir. Se sentía corrupto.

Comenzó a entender la ironía final. El Estado, el opresor totalitario, era el mayor capitalista de todos. Había expropiado todo para luego actuar como un privatizador de facto, entregando el poder y la riqueza a su élite. El centralista control de Moscú lo decidía todo. Y esta élite, estos cacique locales y jerarcas del Kremlin, eran los precursores de los oligarcas neoliberal y ultraliberal que un día se repartirían los despojos del sistema. Un sistema violento e intolerante que se devoraba a sí mismo.

Esa noche, llovió de nuevo. Dmitri abrió la ventana y respiró el olor a ozono. Ya no olía a limpieza. Olía a una descarga eléctrica, al aire que precede a la ejecución. Se sentó en su escritorio, sacó una hoja de papel en blanco y empezó a escribir. No sabía qué sería, pero sabía que no sería para el Ministerio. Sería para Pável. Sería para sí mismo. Sería la verdad. Y en ese mundo, la verdad era el acto más revolucionario y subversivo de todos.