María Jesús Montero no escatima en títulos de relumbrón: vicepresidenta segunda, ministra de Hacienda y candidata por su partido a la presidencia de la Junta de Andalucía. Ahí es nada. Una y trina, se sabe poderosa y se ve a sí misma divina de la muerte en los espejos versallescos de la gobernación, pero, contra la derecha, luce melena de gorgona y verborrea de mitinero incendiario. Habla mucho María Jesús Montero, ... mucho y ligero. Las palabras no se le hacen bola ni pasan por los filtros de la mesura, máxime cuando sabe que los suyos se conjuran para jalearla en los actos de partido. En tales ocasiones, deja aparte cualquier atisbo de prudencia y se lanza con la bayoneta calada de su verbo febril contra los monstruos que pueblan el infierno retro de la carcundia. Puesta a repartir estopa, no deja títere con cabeza, aunque, a veces, sus diatribas pierden el pie y acaban en metedura de pata. Algunos dirán que se equivoca a menudo, otros que jamás de los jamases: cuestión de perspectivas, supongo, o de saber llevar la cuenta. Sin embargo, cosa insólita en este tinglado de las dos Españas en el que vivimos, se ha logrado un acuerdo casi unánime a la hora de criticar uno de sus últimos desahogos. Hace pocos días, María Jesús Montero se pronunció enérgicamente contra la sentencia que absolvía a un futbolista del delito de agresión sexual por falta de pruebas. Recurriendo a una retórica gestual mussoliniana, clamó desde el estrado que era una vergüenza poner la presunción de inocencia por delante del testimonio de jóvenes valientes que se deciden a denunciar “a los poderosos, a los grandes, a los famosos”. Lo dijo tal cual, pero, al día siguiente, vista la reacción negativa de la mayoría del respetable, rectificó sus palabras con la boca chica, como quien se desdice a regañadientes de algo que tiene por cierto sólo para evitarse una recriminatoria pública mayor.
La vicepresidenta se ganó esa censura por radical, sobra decirlo. María Jesús Montero tiene el defecto de los caracteres extremosos: habla siempre ex cathedra, como guiada de un espíritu santo enfermo de ego, utiliza un tono airado y sentencioso, y jamás acepta, bajo ningún concepto, que una vuelta de lógica les quite adrenalina a sus desatinos. Tal vez por eso, sus palabras del otro día dejaron en muchos la impresión de que ella no cree en la presunción de inocencia; mejor dicho, dieron a entender que considera tal derecho de forma discriminatoria, o sea, según quién sea el sujeto acusado y el tenor del delito del que se le acusa. Si el tal es un varón -poderoso, grande, famoso-, señalado por una mujer como agresor sexual, lo tiene crudo: de cabeza a la trena sin pasar por el “presunto”. Poco importa que la Declaración de Derechos Humanos y el resto de la legislación vigente consagren el carácter universal del derecho a la presunción de inocencia. María Jesús Montero, siguiendo la doctrina de esa sororidad patológica que insiste a machamartillo con el dichoso “hermana, yo si te creo”, considera que, ante una acusación por delito sexual, no hay milongas que valgan. En tales supuestos, según ella, sólo existe un principio para tener en cuenta: la palabra de una mujer joven y valiente es palabra de Dios; razón que obliga a dictar sobre el acusado, sin necesidad de probar los hechos denunciados, una sentencia sumarísima de culpabilidad. Visto desde ese ángulo torcido y retorcido, la presunción de inocencia es un incordio legal, un remilgo de juristas y leguleyos, que sólo sirve para poner palos en las ruedas a la verdad verdadera. María Jesús Montero, una y trina, lo tiene claro. ¡Madre mía, qué nivel!
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