Fue el locuaz Ernesto Giménez Caballero el que llamó así al Palacio de las Torres de Meirás: “De tiempo en tiempo [el Caudillo va] al Pazo de Meirás, a su roca delle camminado, a su Berchtesgaden gallego, a tomar impulso nativo y creador”. A finales de marzo de 1938 el asunto estaba hecho, la Diputación de la Coruña transfirió la propiedad del pazo a la familia Franco. El trabajo de la llamada Comisión Pro-Pazo del Caudillo no terminó ni mucho menos. La Comisión organizó una suscripción popular en toda la provincia, una más de las muchas que sangraban a la población en aquellos años (las había de todos los tipos, desde el Aguinaldo del Combatiente hasta la suscripción para el acorazado España). Pero esta era de un tipo especial, puesto que no estaba dedicada a comprar suministros o armamento, sino a financiar un tremendo regalo para el dictador. El perfil político de la cuestación era peliagudo, por lo tanto, y los alcaldes y autoridades locales de FET y de las JONS fueron aleccionadas para que no quedara ni un solo hogar sin contribuir. El que no lo hacía sabía a qué se exponía.
El tamaño del obsequio era considerable: 300 obreros trabajaron durante meses para acondicionar el pazo y sus dependencias, incluyendo colocar una torre extra que se trajo de otro pazo y arreglar un terreno de varias hectáreas. El general Franco estaba realmente complacido con el regalo, y su esposa todavía más. El dictador pasaba como mínimo 20 días al año en el pazo, en el que se celebraban consejos de ministros y se firmaban decretos, y gustaba de visitarlo en cuando tenía ocasión. El Pardo era su residencia habitual, un lugar a una conveniente distancia sobre la hostil ciudad de Madrid, pero es evidente que el pazo de Meirás era su lugar de seguridad, un paisaje rural nada peligroso, completamente desactivado políticamente a diferencia de las grandes ciudades o áreas industriales. Franco iba y venía, recibía aclamaciones de la multitud y prometía diversas mejoras en las parroquias que visitaba. Los ministros y jerarquías del régimen se acostumbraron a incluir el pazo de Meirás en sus recorridos por la gobernada España.
Esta historia debería haber acabado hacia 1977. Dejando un prudente margen tras la muerte del dictador, la Diputación de la Coruña habría perdido disculpas por las exacciones de cuarenta años atrás, el pazo habría vuelto a su propiedad en calidad de museo u otro equipamiento público similar, y el asunto habría terminado.
Pues no. En 2017, casi 80 años después del expolio y 40 de la muerte de Franco, el pazo de Meirás es propiedad legal, firme y sólida como una roca, de la familia Franco. Pero lo más asombroso es que la Fundación Nacional Francisco Franco (denominación literal) se encarga de gestionar las visitas al complejo. Como todo tiene solución, aquí también la hay, aunque resulta engorrosa: se trata de añadir una enmienda a la Ley de Memoria Histórica que revierta la propiedad del pazo a las instituciones públicas, lo que sería un largo trámite parlamentario. El recorrido legal no se pudo iniciar porque el PP votó en contra, alegando los sagrados derechos de la propiedad que asisten a la familia Franco.
En semejante callejón sin salida legal y político brilla con fuerza la capacidad del franquismo para hacerse fuerte en determinados bastiones que no está dispuesto a soltar. Un solo ejemplo, pero hay muchos: consiguieron frenar la ley de divorcio por mutuo acuerdo, establecida en 1932 y derogada en 1938, hasta nada menos que 2005. Meirás resiste, ¿hasta cuando?