No puedo aportar pruebas, pero es una sospecha que tengo: cada vez hay más gente que envidia a su mascota. Y no lo digo sólo por la cara con la que miran a su perro o a su gato, ahí tirados, sin preocupaciones, con alguien que les rasque y les llene el plato, sino también por las cosas que luego dicen y lo que esperan que los demás hagan pos ellos.
Cada vez conozco más gente que cree que alguien está obligado a rascarle entre las orejitas. Física o emocionalmente.
Cada vez conozco a más gente que cree que alguien tiene que decirle lo que debe comer y lo que no. Al perro no se le puede dejar comer chocolate y ni al niño hamburguesas...
Cada vez conozco a más gente que piensa que alguien lo tiene que llevarle al médico para las revisiones, llevar cuenta de sus vacunas y mandarle una carta cuando vencen. Y si se olvidan, es que no les mandaron la carta.
Cada vez hay más gente que piensa que lamerse el pijo y ronronear sobre un cojín son derechos humanos.
Cada vez hay más gente que piensa, en suma, que no es tan malo que te capen o te paseen con correa y bozal si a cambio se ocupan de todas tus necesidades.
Me sorprende, pero es inevitable pensarlo: el concepto de la dignidad ha cambiado mucho en los últimos años. Para los de mi generación, la dignidad pasaba necesariamente por valerse por uno mismo. Hoy eso es de reaccionarios, o rojipardos que creen en el dominio de su entorno. (Magnífico artículo aquí sobre ello)
Hoy se pide una renta básica, una vivienda pública y un polvo por la Seguridad Social sin el menor sentimiento de vergüenza, porque la autonomía, la sensación de dominio sobre el entorno y la plenitud de las propias fuerzas se consideran valores negativos.
A fuerza de oír maullar a nuestro gato y aprender lo útil que es, nos hemos pasado de la dignidad del trabajo a la dignidad del subsidio, de la dignidad del esfuerzo a la de la mendicidad. Y no es que con eso condene el subsidio ni la mendicidad, pero me gustaría limitarlos a quienes los necesiten. Sin embargo, cada vez conozco más gente que los aprueba y los promueve de modo incondicional, para todos, sin que haya necesidad de por medio. Y pienso que lo han aprendido de sus perros y sus gatos porque en el fondo los envidian y quieren ser como ellos, en el mejor caso, o hacernos a los demás como ellos, en el peor.
Lo único que sigue sin gustarles son la palabras con que se designa esa dependencia, y por eso le llaman solidaridad, justicia social, o lo que se les va ocurriendo. Por lo mismo que a los animales domésticos ya no les llaman así, ni tampoco mascotas, sino amigos, compañeros peludos o no sé qué otras chorradas para disimular que hay un ser inferior dependiendo de otro ser superior que toma por él todas sus decisiones.
Lamentablemente, los que venimos del medio rural lo vemos de otro modo: para los urbanitas, un animal es cariño y compañía; para los rurales, los animales son comida.
Por eso los urbanitas envidian a sus mascotas y no les importaría acabar como ellas. Nosotros, en cambio, sabemos como acaban nuestros animales, y preferimos esquivar de momento la cazuela.
El entendimiento es difícil, me temo.