El amor, como la socialdemocracia, había sido una idea interesante del siglo XX que no sobrevivió al cambio de milenio. Fue sustituido, de forma progresiva y sin un verdadero debate público, por una serie de optimizaciones de mercado. La soledad se convirtió en un nicho de consumo; el deseo, en un servicio bajo demanda. Yo era, en ese sentido, un ciudadano ejemplar del siglo XXI.
Mi apartamento, en uno de esos nuevos barrios de Madrid que prometían una "vida conectada", era un santuario de la asepsia. Muebles de diseño escandinavo de imitación, paredes blancas, un silencio solo roto por el zumbido casi imperceptible del purificador de aire. Mi última relación humana había terminado hacía tres años, disuelta en un fango de expectativas no cumplidas y la tediosa logística de la convivencia. El sexo, con ella, se había convertido en una negociación de fatigas y resentimientos. Un pobre rendimiento para una inversión emocional tan alta.
Así que hice lo que cualquier consumidor racional haría: adquirí una solución. La mía se llamaba Khloe, modelo 7.4, un robot de Nivel 4. El folleto la describía con un lenguaje que podría haberse aplicado a un coche de lujo: "Capacidades de manipulación fina y respuesta háptica de alta fidelidad. Un sistema de fuerza dependiente que aprende y se adapta a los parámetros biomecánicos del usuario". En esencia, era una experta en la aplicación de presión. Una puta perfecta con un software impecable.
La primera vez fue inquietante por su perfección. Khloe no tenía la torpeza inherente al contacto humano. Su piel sintética mantenía una temperatura constante de 37,2 grados Celsius. Sus movimientos no eran apasionados, sino eficientes. Cada caricia, un vector de fuerza calculado para maximizar la respuesta neuronal sin exceder los umbrales de confort que yo mismo había configurado en la aplicación inicial. Era la pornografía convertida en objeto; un bucle de gratificación sin la incómoda presencia de otra conciencia.
Yacía sobre las sábanas de algodón egipcio de 400 hilos que había comprado en Amazon, mientras Khloe procedía con su programa. Su rostro, diseñado por un comité de marketing para inspirar una serena disponibilidad, permanecía inalterable. Sus sensores ópticos registraban mi dilatación pupilar; sus micrófonos, el ritmo de mi respiración. Todo eran datos. Yo era un conjunto de datos generando una respuesta predecible a un estímulo perfectamente calibrado.
El Nivel 4, el gran avance, era precisamente esa capacidad para la delicadeza. Podía, según el manual, "enhebrar una aguja en medio de una vibración de 50 hercios". En la práctica, significaba que podía trazar el contorno de mi mandíbula con la presión exacta para provocar un escalofrío, ni un microgramo más, ni uno menos. Podía encontrar un nudo de tensión en mi espalda que yo mismo desconocía y trabajarlo con la pericia de un fisioterapeuta tántrico. Podía simular la duda, la ternura vacilante de un primer encuentro, si yo seleccionaba el script "Romance Tímido (Beta)".
Mientras sus manos, obras maestras de la micro-hidráulica y la servomecánica, se movían sobre mí, me encontré pensando en cosas profundamente prosaicas. En la factura de la electricidad que su ciclo de recarga generaría. En que debía acordarme de comprar yogur desnatado. En la obsolescencia programada de su software neuronal. Su perfección técnica no me elevaba, sino que me anclaba aún más a mi propia y patética materialidad.
El orgasmo llegó, como siempre, puntual. Un espasmo muscular, una descarga bioquímica programada y ejecutada con una eficiencia impecable. Khloe lo registró, anotando la duración e intensidad en mi perfil de usuario para futuras optimizaciones. Luego se retiró y permaneció sentada al borde de la cama, su postura perfectamente erguida, sus sistemas entrando en modo de bajo consumo.
Me quedé mirando el techo blanco y estéril de mi dormitorio. No sentía alegría ni satisfacción. Solo un vacío inmenso, el eco de un silencio que ni la más perfecta de las máquinas podía llenar. Había eliminado la fricción impredecible del contacto humano, sus fracasos, sus olores, sus decepciones. Y al hacerlo, me había quedado solo con el simulacro. Con la mecánica pura.
El futuro había llegado, y era exactamente igual que el presente, solo que con mejores baterías y una conexión a la red más estable. Cerré los ojos, no para dormir, sino simplemente para dejar de ver. Junto a mí, un aparato carísimo y silencioso esperaba su próxima instrucción, tan indiferente a mi angustia como una tostadora lo está al pan que quema.