Probablemente nunca fuiste una persona violenta. La violencia siempre te resultó repulsiva.
Veías protestas en los medios de comunicación, por un motivo u otro. Pero siempre se destacaba a los grupos de violentos, tirando piedras o quemando contenedores.
Y a ti eso te incomodaba, te revolvía el estómago.
Grupos radicales infiltrados, ultras, venidos de toda Europa, aprovechando la confusión...
Los medios parecían estar obsesionados con ellos, como una anomalía, un fallo en un sistema intachable.
Poco a poco, a fuerza de insistir se instaló en el imaginario colectivo. Ya estaban ahí los de siempre, los que sólo querían ver el mundo arder.
Un día te enteraste de que a tu hermano, tu amigo, tu vecino lo habían molido a palos.
Eso te revolvió el estómago como todos los actos violentos.
Luego te enteraste de que la paliza se la dieron quienes debían haber velado por su seguridad.
Y eso te indignó.
Después viste los videos en los que los agresores se jactaban de su impunidad abiertamente, mientras sus compañeros parecían protegerles en lugar de censurarles.
Y eso te hizo perder los estribos y salir a la calle a protestar.
La protesta se volvió violenta.
La respuesta fue aún más violencia. Incluso hubo disparos con munición real que se achacaron a un error.
Cuando volviste a casa, pusiste la tele. Una vez más estaban hablando de los grupos de violentos, los que quieren acabar con el sistema y aprovechan cualquier ocasión.
Pero esta vez conocías a los que salían en las imágenes, eran tus vecinos, eras tú.
Y por fin lo comprendiste.
El violento eras tú.