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A Julio Antonio Mella le habría importado un pito que quitaran su estatua del edificio que hasta hace poco se llamó Manzana de Gómez, y ahora se llama, ridículamente, Manzana Kempinski, o que la dejaran allí para siempre, viendo el tiempo de Cuba pasar. En su corta, agitadísima vida, Mella no dedicó mucho tiempo a pensar en estatuas, ni siquiera en las que tal vez le dedicarían a él mismo en el futuro. Mella fue su propia estatua, tan hermosa y conmovedora que todas las réplicas que luego se harían de aquel formidable original inevitablemente salieron feas y vulgares. El Manzana Kempinski, que se ufana de ser “el primer hotel de lujo de Cuba de verdad”, y de tener “un estilo notablemente europeo”, decidió echar a Mella a la calle, no poner de nuevo en su sitio la estatua que durante décadas estuvo en el cruce de las arcadas de la ruinosa Manzana de Gómez, rodeada de tiendecillas deplorables, visitada solo por una tribu de mendigos, borrachos, locos, carteristas y prostitutas, roída por un furioso hedor a orina y desesperación.
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