Había llegado a los cuarenta y dos años con la certeza de que la naturaleza había jugado una broma particularmente cruel con nuestra especie. No una broma divertida, sino de esas que te hacen despertar cada mañana con una sensación de vacío existencial que ni el café más cargado logra disolver.
El problema, reflexionaba mientras observaba a mi mujer dormida junto a mí en esa cama que se había convertido en un territorio de incomprensiones silenciosas, era fundamentalmente biológico. Yo despertaba cada día con la misma urgencia primitiva, esa presión constante en las entrañas que me recordaba que era, ante todo, un animal programado para reproducirse. Treinta días al mes, todas las semanas del año, todos los años de mi vida adulta. Una constante implacable, como el tictac de un reloj que marca no las horas, sino las pulsaciones de un deseo que nunca descansa.
Laura, en cambio, habitaba un universo completamente distinto. Sus deseos llegaban y se marchaban según los dictados de un ciclo que yo había aprendido a leer como un meteorólogo aficionado lee las nubes: con esperanza, pero también con la resignación de quien sabe que el clima no se controla.
Había semanas enteras en las que ella me miraba con esa expresión que yo había llegado a conocer demasiado bien. No era desprecio, ni siquiera rechazo. Era algo mucho más devastador: era indiferencia. Como si yo fuese un vendedor insistente que llama a la puerta ofreciendo un producto que, simplemente, no se necesita en ese momento.
"¿Esta noche?" le preguntaba yo, con la misma esperanza patética de un mendigo que extiende la mano sabiendo que la mayoría de la gente pasará de largo.
Y ella, siempre gentil, siempre considerada, me decía que estaba cansada, que había sido un día largo, que mañana tal vez. Pero yo sabía, con esa intuición desarrollada por años de convivencia, que mañana sería igual. Y pasado mañana también.
No era que ella no me amara. Lo sabía. Había pruebas suficientes de su afecto: las cenas que me preparaba, la forma en que me preguntaba por mi día, los pequeños gestos de ternura que hacían de nuestra vida en común algo soportable. Pero había una desconexión fundamental entre sus ritmos y los míos, como si fuésemos dos sinfonías tocadas en tiempos diferentes.
Durante esas rachas de sequía, yo me convertía en una versión patética de mí mismo. Interpretaba cada roce casual, cada sonrisa, cada vez que ella se inclinaba para recoger algo del suelo, como posibles señales de un cambio en el tiempo atmosférico de su deseo. Me volvía atento a detalles ridículos: si se había puesto esa ropa interior particular, si se había demorado más tiempo en el baño, si había usado esa crema que sabía que a mí me gustaba.
Era degradante, por supuesto. Un hombre de mi edad, con mi educación, reducido a interpretar señales como un antropólogo amateur estudiando una tribu cuyas costumbres no lograba descifrar. Pero la alternativa era aún peor: la masturbación solitaria en el baño, que se había convertido en una transacción mecánica y melancólica, un descuento aplicado a una necesidad que demandaba algo mucho más complejo que la simple liberación física.
Lo que más me perturbaba no era mi propia frustración, sino la sensación de que ella lo sabía. Laura percibía mi necesidad como una presión constante en el ambiente, como la humedad antes de una tormenta. Y aunque nunca me lo dijo explícitamente, yo intuía que esa presión la hacía sentir culpable, como si fuese responsable de una sed que no podía saciar por el simple hecho de no tenerla.
Había ocasiones en las que ella cedía. No por deseo propio, sino por una especie de compasión marital, la misma con la que uno alimenta a un perro que lleva demasiadas horas sin comer. Esas veces eran las peores. Yo lo sabía mientras sucedía, lo percibía en la forma mecánica de sus movimientos, en la ausencia de esa electricidad que sí aparecía cuando sus propios ciclos coincidían con los míos.
"No tienes que hacerlo", le decía yo entonces, aunque por dentro rogaba que me contradijera.
"No es eso", respondía ella, pero ambos sabíamos que sí era exactamente eso.
El sexo por obligación, descubrí, era peor que la abstinencia. Al menos en la soledad uno podía mantener intacta la fantasía. En esos encuentros forzados por la gentileza, la realidad se imponía con toda su crudeza: éramos dos personas que se amaban pero que estaban biológicamente desincronizadas, como dos relojes que marcaran horas diferentes en el mismo cuarto.
Y luego llegaban sus semanas buenas. De repente, sin aviso, Laura despertaba con esa mirada que yo reconocía inmediatamente. Era como si alguien hubiera encendido un interruptor que había estado apagado durante semanas. Esos días, era ella quien me buscaba, quien iniciaba el contacto, quien se movía por la casa con una energía diferente que hacía que el aire mismo se sintiera cargado de posibilidades.
Esas semanas me recordaban por qué habíamos llegado a estar juntos, por qué habíamos decidido construir esta vida en común. Pero también me llenaban de una ansiedad extraña, porque sabía que eran temporales. Era como vivir en un país extranjero donde ocasionalmente, por razones misteriosas, hablaban tu idioma nativo.
La sociedad moderna, reflexionaba, había logrado resolver muchos problemas de la convivencia humana, pero este en particular permanecía intacto desde el principio de los tiempos. Los hombres condenados a desear constantemente, las mujeres atrapadas entre sus propios ritmos naturales y la presión de corresponder a deseos que no siempre compartían.
No había villanos en esta historia. Solo biología. Solo la cruel ironía de una evolución que nos había programado para necesitarnos mutuamente, pero con instrucciones diferentes grabadas en nuestros códigos genéticos.
Mientras Laura dormía a mi lado, yo miraba el techo y me preguntaba si otras parejas vivían la misma desincronización silenciosa, si en todas las casas del barrio había hombres despiertos contemplando la misma maldición hormonal, si en todos los matrimonios se libraba diariamente esta guerra sin vencedores entre el deseo y la indiferencia, entre la necesidad y la culpa.
Probablemente sí. Y esa certeza, lejos de consolarme, me llenaba de una tristeza planetaria por nuestra especie entera, condenada a amarse imperfectamente, a estar siempre un poco fuera de tiempo, como bailarines que nunca logran encontrar el mismo ritmo.