¿Vale la pena defender la libertad?

La pregunta es más sutil de lo que parece. No se trata de la libertad en sentido amplio, absoluto, sino de esa pequeña libertad de a diario, casi en pantuflas, que la gente como yo viene defendiendo contra toda clase de dictadorzuelos y censorcillos.

Y el caso es que no me considero mejor que nadie, y tampoco me cuesta reconocer que esa defensa de la libertad es parcial, interesada y hasta a veces retorcida. Bien sabéis que nunca he presumido de inmaculado.

La cuestión, y os pido que la penséis dos veces, es qué grupo reúne más veneno y mala fe: el de los que quieren hacer callar a los demás a fuerza de strikes, pensamientos únicos y consignas obligatorias, o los que tratan de escapar de esa opresión para cumplir su propio programa.

Porque lo cierto, amigos, es que amantes de la libertad en sí, de la libertad como concepto, van quedando tres o cuatro. Yo lo intento. Podría mencionar como mucho a cuatro o cinco meneantes más que lo intentan también. Ninguno lo conseguimos todos los días, y ninguno estamos exentos de pasarnos al bando de los interesados y los retorcidos en cualquier momento.

Con estas mimbres, ¿no será mejor que la posibilidad de hacer callara los demás sea el premio del poder, y nos dejemos de disfrazar la mona? Ahí está la batalla por el poder: el que que gane, aplasta al resto una temporada. Sin tapujos. Sin hipocresías. Sin inventar pretextos de mierda, como la incitación al odio, o no sé qué. Manda callar el que puede. Manda callar el que vence. Y el subcampeón a joderse.

Quizás, por un lado, no sería muy sano. Pero por otro nos vendría muy bien un encuentro tan sincero con la realidad.

Mientras tanto y no, seguiré defendiendo la libertad, pero no os fiéis mucho: sólo estoy esperando a que llegue mi turno de mandar callar a alguien. O no, pero es bueno que lo penséis... Es lo más sano.