La transición era para esto

 

Han pasado 42 años desde la muerte del dictador Franco. Bastaron 3 años desde su fallecimiento para llegar a aprobar en referendo en diciembre de 1978, la constitución que rige actualmente la organización política española. Ese período pasó a nuestra historia como “la transición”, un “tour de force” político que permitió pasar del anterior régimen dictatorial a una democracia homologable a las de la Europa occidental de nuestro entorno y que muchos catalogan como “modélico”. Para ello, se necesitó un acuerdo entre las principales fuerzas de oposición en el exilio con las élites franquistas gobernantes. Este proceso se llevó a cabo supuestamente con importantes cesiones por ambas partes con el ánimo de evitar un bloqueo del proceso por quienes detentaban el poder o, incluso peor, un enfrentamiento fratricida que rememorara nuestra cruenta guerra civil.

Pero, ¿quién cedió más? Parece evidente que el simple paso de un régimen dictatorial a uno democrático implica un elevado precio en cuanto a poder cedido por las clases dirigentes franquistas. Sin embargo, cabría preguntarse si el empecinamiento en mantener una dictadura era deseable para esos mismos dirigentes. El progreso económico pasaba invariablemente por instaurar una democracia en España. Cualquier otra opción habría sido nefasta para los negocios de la oligarquía gobernante. Incluso el propio ejército, profundamente ideologizado desde el principio de la dictadura debido a su implicación en la guerra civil, no podía ser ajeno a las inmensas posibilidades que les ofrecía el ingreso en organizaciones militares occidentales como la OTAN. En realidad, los días estaban contados para la dictadura; solo una pequeña minoría, obnubilada por la ideología franquista, estaba dispuesta a resistir los embates de los nuevos tiempos.

¿Y qué se cedió por la otra parte? Puede decirse que prácticamente todo. Primero, una ley de amnistía garantizó la impunidad de todos los crímenes de la dictadura y, consiguientemente, la permanencia en sus puestos de todo el aparato judicial, militar y policial franquista. Segundo, se mantuvieron los principales símbolos que identificaban el régimen franquista, la bandera rojigualda y el himno, la marcha real, en oposición a los de legítimo régimen republicano derribado a sangre y fuego tras el fracaso del golpe de estado fascista. Tercero, se mantuvo como jefe de estado al sucesor designado por el propio dictador, quien se convertiría en rey. Cuarto, se privilegió de forma clamorosa a la iglesia católica, activa colaboradora en el sostenimiento del franquismo durante los 40 años que duró ese régimen dictatorial. Sin ningún pudor, se aprobaron unos acuerdos con el ridículo miniestado vaticano de forma casi inmediata a la aprobación de la constitución, algo que no dejaba lugar a dudas a que su redacción había sido evidentemente anterior. Y, por si acaso, se obligaba constitucionalmente al estado a colaborar con “la iglesia católica”, algo en contradicción con la propia constitución que declaraba aconfesional (un sinónimo de laico, digan lo que digan) al estado. Un manifiesto ataque a la lógica plasmada en la máxima expresión legal del estado.

Todavía podríamos mencionar más concesiones, como una ley electoral ideada para sobredimensionar la representación de los territorios más conservadores del país, dominados incluso por redes caciquiles, un terreno abonado para partidos políticos originados directamente a partir de quienes detentaban hasta entonces el poder, o la mención a la misión de las fuerzas armadas en la defensa de la integridad territorial; es decir, que las fuerzas armadas podrían ser utilizadas para frenar una intentona secesionista, un asunto de rabiosa actualidad.

 

La justificación a todos estos abusos ha sido siempre la misma: era la única opción para una transición pacífica hacia un régimen democrático. Dejando aparte lo que ya hemos dicho sobre la inevitabilidad del advenimiento de un sistema político admisible entre las democracias occidentales, podemos preguntarnos sobre la evolución en estos 40 años de nuetro sistema político. Y, llegados a este punto el panorama es desalentador. Ya parece que nos hemos acostumbrado a que los restos del dictador Franco están depositados en el mastodóntico mausoleo ideado por el mismo, construido en régimen de práctica esclavitud por los prisioneros del bando vencido y sostenido por la iglesia católica, colaboradora activa durante la dictadura. Y ello, junto a los miles de republicanos asesinados por el bando fascista durante la guerra y, recordémoslo, después de ella, y cuyos cuerpos se mantienen en fosas comunes sin que puedan ser honrados por sus familiares aún vivos. Una situación dantesca que sitúa a nuestro país como “el segundo país del mundo en número de desapariciones después de Camboya, con más de cien mil hombres y mujeres que permanecen en fosas comunes, algunas con más de mil personas dentro, sin haber sido identificados y enterrados dignamente por sus familias”.

 

Y algunas noticias actuales nos dan claros indicios, si no pruebas, del regusto franquista que le ha quedado a nuestra democracia. La primera es la respuesta del actual rey, Felipe Borbón Grecia, a la petición de Izquierda Unida para suprimir el título del Ducado de Franco que reclama la nieta del dictador. Ni siquiera se digna responder directamente y es el jefe de la casa real quien da, como única contestación: “Su Majestad me ha encargado que, en Su nombre, le agradezca esta información y le envíe un cordial saludo”. Es evidente que cualquier actuación por su parte pondría sobre la mesa los orígenes de su cargo en la dictadura franquista, pero la desatención a la petición es tan obvia que hiere la sensibilidad de cualquier persona que se precie mínimamente de demócrata.

La segunda es la negativa del gobierno de Rajoy a retirar una medalla al mérito policial a un torturador franquista, tristemente conocido como “Billy el niño”. Una medalla que, desde un punto de vista crematístico, le acarrea un incremento del 15% en la pensión que percibe del estado. Una negativa aplaudida, sin siquiera sonrojarse por ello, por los diputados del Partido Popular. El único tribunal que está dispuesto a juzgarle por sus crímenes ¡está en Argentina!

Sobradas razones hay, señores, para dar un giro y reformar, incluso de forma drástica, al que se ha dado en llamar como el régimen del 78, a que nos llevado “la modélica transición”. Pero, señores, que nadie se engañe: la transición era para esto.