Un profesor se encuentra, ya iniciado el curso, con una clase de quince alumnos, donde cinco de ellos tienen un nivel superior al supuesto para ese curso y edad, otros cinco el nivel esperado para su curso y edad y otros cinco con un retraso frente al nivel que se suponen deberían cursar. ¿Qué opción debería tomar el profesor a la hora de abordar lo que queda de curso?
- ¿Tal vez subir el nivel de la clase, y así aprovechar al máximo las excelentes aptitudes de los cinco alumnos adelantados, poniendo las cosas imposibles para los otros diez alumnos de nivel normal y con más dificultades?
- ¿Tal vez seguir con el plan propuesto, desaprovechando las aptitudes de los cinco alumnos adelantados a su nivel, y dejando atrás a los que van más retrasados?
- ¿O tal vez frenar el avance curricular, para así poder recuperar a los cinco alumnos con dificultades, a costa de frenar la evolución de los otros diez?
Y es que la política no es sólo cosa de políticos..."
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Es tal la ineptitud, servilismo, avaricia e indiferencia de aquellos que nos gobiernan o quieren gobernarnos, que cualquiera que tan sólo por un momento haya pensado en como salir de este teatrillo funesto que representa la política contemporánea se le habrá pasado por la cabeza, aunque sea por un momento, mandar a tomar viento a todos ellos; que un cambio es necesario y que de esta gente no va a salir la solución a nuestros problemas ya es desde hace tiempo una idea que los acontecimientos comienzan a mostrar como necesaria, pero tengan cuidado: las sombras de los oportunistas son largas y si oscurecen ya por completo a la política actual, también se encuentran en ocasiones dando sombra a la supuesta solución, pues es en la inmensidad de las opciones es dónde se encuentra el demonio, decía alguno hace ya tiempo.
Pues bien, es relativamente frecuente encontrarnos con aquellos que atribuyen a la ideología, o más bien a “tener ideología” el problema, ¡como si pudiera existir política sin ideología, o como si pudiera existir persona sin ideología!. Para estos parece ser que los males de la política que nos ha tocado sufrir son estos: por un lado que los políticos y un numero elevado de los votantes realizan elecciones, acciones y propuestas sólo en función de si esas mismas decisiones afectan de una manera u otra al partido que dice defender su ideología, y por otro que el hecho de mantener una ideología nos impide aceptar las que supuestamente serían las soluciones correctas en el caso de que estas se encontrasen en el otro lado ideológico. Pero esto mismo es lo que delata su error: por un lado confunden partidismo y demagógia con ideología, y por otro se entronan como conocedores de las auténticas “decisiones correctas”. Como ven son problemas bien distintos a la existencia de “ideologías” (que tienen sus propios problemas como veremos más abajo, pero no esos).
Y claro, si la ideología es el problema, deberemos exigir que nuestros políticos no la tengan, o al menos que no la tengan en cuenta al tomar decisiones, piensan algunos: la figura idealizada del tecnócrata se erige así como su salvador y mesías, y la tecnocracia como el sistema que podrá llevarnos a la salvación; “decisiones políticas tomadas a la luz de la ciencia” hemos llegado a leer en algún sitio, frase propia de un mundo dónde la soberbia de un cientifismo que no es capaz de conocer sus propias limitaciones se atreve a eregirse incluso por encima de la filosofía en lo relativo a la política. Lo que no se dan cuenta es que la política, o al menos las decisiones realmente importantes en política, no son susceptibles de demostrarse bajo el sistema de la ciencia, que los tecnócratas también tienen ideología, como todo el mundo no pueden escapar a esta por mucho que quieran, que las escuelas de dónde vienen y estudiaron también la tienen y que incluso sus sistemas de estudio y predicción también nacen en muchas ocasiones de una ideología (y si no prueben a ir a una escuela de economía, dónde uno vio siempre más doctrina que educación). Que el divorcio entre realidad y política actual se firmo hace tiempo es cierto, pero que la tecnocracia vaya a resultar en rodearnos de gobernantes con capacidades divinas para la buena gestión resulta en un acto de fe bastante sorprendente.
Y es que al fin y al cabo una ideología se podría resumir como un “bien” a perseguir para el individuo bajo cuya perspectiva se juzga la realidad, un pensamiento productivo que articula un corpus metodológico en el que definiremos que es lo que deberemos instaurar y que rechazar para conseguir llegar de A a B. Las ideologías emiten juicios sobre la realidad social presente, intentan explicar los resortes de funcionamiento del sistema imperante y proponen las novedades a introducir para provocar el cambio o apuntalar el sistema actual. Debemos reconocerlo: no son pocas las veces que observamos como esa “ceguera ideológica” es capaz de convencer al incauto de ser una explicación definitiva, de llevar al individuo a prescindir de la observación de lo real, de catalogar el mundo dentro de un esquema de por si limitado. Sí, la ideología tiene también sus sombras, y hoy estas son largas, sin embargo dejaremos esto para otra ocasión.
Díganme entonces si todo esto de la tecnocracia no es también ideología, si no cumple la descripción propuesta en el anterior párrafo, si la sola idea de políticos libres de cualquier valor ético y moral no lo es, si pensar que sólo un grupo de expertos iluminados por la técnica tiene la capacidad de tomar decisiones políticas correctas no es una ideología. De nuevo otra visión teleológica que nos promete la salvación, de nuevo otra ideología a sumar a las existentes, de nuevo otra utopía y otro acto de fe dónde todos nos vemos abocados finalmente.
El hastío a nuestra política contemporánea puede llevarnos en ocasiones a dejarnos embaucar por los mismos oportunistas de siempre, el despotismo ilustrado sigue entre nosotros vistiendo nuevas caretas: una política sin ideología exige una política sin valores, un engaño, pues no existe política que no nazca de una ética y una moral determinada, una ilusión que vive de hacer creer que la gestión de lo público se puede desligar de la política. Y es que tal vez el problema sea el miedo a reconocer que en ocasiones en política uno se verá en la situación de tener que tomar decisiones que ningún estudio ni ninguna ciencia va a decirnos cual es la correcta, que esta deberá depender de nuestros valores y ética y que hasta es posible que sin remedio a unos perjudique y a otros beneficie... Pero siempre fue más facil pensar en la existencia de algunas divinidades que nos absolvieran de ser nosotros los responsables de decidir...
Una cosa es gestionar las decisiones y otra es decidir: ¿Algún tecnócrata encontró ya solución a las preguntas que no dejan dormir al profesor de más arriba?