Sabemos muy bien cómo va: el Gobierno quiere evitar que los mayores se jubilen obligatoriamente al llegar a la edad legal, porque cada año que permanecen en su puesto es un año más que cotizan lo máximo y un año menos que cobran la pensión. La cuenta sale para todos, menos para los jóvenes, que ven cómo se endurece el tapón que les impide ascender profesionalmente. Un tapón como una losa sobre su futuro. Como un pulgar enorme sobre su cabeza.
Sabemos cómo va: determinado puestos, en la parte más alta de las organizaciones, son puestos muy cómodos, que muchos intentarán mantener de por vida, manteniendo sus escalas de valores, sus ideas obsoletas y su autoridad gerontocrática de dejar las cosas como están y no meterse en innovaciones. Los países y las empresas sólo avanzan a fuerza de jubilaciones y funerales, pero parece que los viejos se quieren aferrar al poder y al salario hasta la tumba, cerrando el paso a los jóvenes de nuevo.
Que se elimine la jubilación obligatoria es una malísima noticia para los más jóvenes. Que eso lo haga un Gobierno autodenominado progresista, es aún más vergonzoso, en tanto en cuanto la edad es una fuerza conservadora, por naturaleza. Pero la pela es la pela, ¿no?
Lo único que vamos a conseguir con esto es un país de carcamales, en el que los mayores tienen los empleos, tienen los salarios, y tienen las viviendas, que compraron hace cuarenta años para, un vez más, sangrar a las generaciones siguientes con salarios bajos y alquileres altos.
Evitar las jubilaciones de los mayores puede tener aparentes ventajas económicas para las arcas del Estado, pero sus consecuencias sociales y a medio plazo van a ser devastadoras, ahondando una brecha que no sólo no se cierra, sino que parece agrandarse cada día. Una brecha en la que los menores de 35 parecen ser los siervos de los mayores de 60.
Y luego nos extrañaremos de la emigración, o de que pasen de ponerse la mascarilla... Bastante que no le meten fuego a todo.