El domingo pasado me entretenía con la segunda entrega de la saga Hellraiser, y no pude evitar fijarme en la muerte del cenobita más monstruoso físicamente hablando www.youtube.com/watch?v=-ogWmHbWAtU (minutos 0:54 y siguientes). Tras la bestia se escondía un simple niño. Después pensé en los tiroteos indiscriminados que vive cada poco EEUU.
La infancia es, junto con la vejez, el momento de mayor fragilidad en la vida. Y, sin duda, en ella se forja el carácter, siendo sumamente difícil modificarlo una vez alcanzada la edad adulta. La dificultad será mayor cuanto más intensas y continuadas hayan sido las experiencias que han moldeado el carácter del individuo.
Hay niños que viven el dolor desde su nacimiento, y lo viven en dosis que serían insoportables para la mayoría de adultos. Si no mueren antes, terminan acostumbrándose a él, y en muchos casos acaban considerando normal recibirlo e infligirlo, y convirtiéndose en réplicas de sus verdugos.
Otros, por el contrario, reciben una protección extrema de sus padres. A veces, esa protección se limita a aislarles de cualquier amenaza externa, generando una burbuja llena de objetos (juguetes y caprichos) pero sin el calor humano elemental para su crecimiento.
Y la mayoría (al menos en EEUU) se crían en una sociedad donde, si bien sus familias no los maltratan brutalmente, se les inculca el gregarismo desde la guardería. Y se les inculca desde la presión. Los niños deberán ser grandes jugadores de beisbol, y las niñas voluptuosas animadoras. Deberán cumplir a rajatabla sus roles para no convertirse en perdedores. Porque un perdedor no vale nada, hasta el punto de que es legítimo usarlo para saciar bajos instintos. Como a las hormigas a las que se arrancan las patas por diversión.
Todo ello en una sociedad donde cualquiera puede tener un arma. Donde el niño solitario que ha vivido siempre frente a su consola, puede tomar un fusil de verdad y abatir a quienes le martirizan, igual que ha hecho siempre con los muñecos que se mueven tras la pantalla. Donde el niño a quien su padre alcohólico apalea diariamente, puede devolver esos golpes en forma de balas a sus flamantes compañeros, que se burlan de él por no poder comprarse las últimas zapatillas de marca.
Todo ello en un contexto de desamparo donde es más fácil comprar una ametralladora que obtener el apoyo humano más elemental.
Así, el ritual se repite una y otra vez. Y tras la lluvia de sangre y fuego, el cadáver del monstruo se transmuta en un niño inerte.