El mesianismo político de EE. UU

EE. UU. se considera una nación escogida, con una misión histórica a desarrollar. No es una idea nueva, pero sigue, sorprendentemente, estando totalmente vigente. Como muestra, podemos citar las palabras de una senadora demócrata de esta semana:

La senadora demócrata Elissa Slotkin aseguró este martes en su réplica al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que si él hubiera estado en el cargo durante la Guerra Fría, el bando estadounidense habría perdido. «Como niña de la Guerra Fría, estoy agradecida de que estuviera Ronald Reagan (1981-1989) y no Trump en el cargo en la década de los 80. Trump habría perdido la Guerra Fría. Las acciones de Donald Trump sugieren que, en el fondo, no cree que seamos una nación excepcional. Está claro que no cree que debamos liderar el mundo».

Esas son sus declaraciones tras el discurso de Trump. Lamentablemente, reflejan un pensamiento tan arraigado en EE. UU. que se presentan como fruto del puro sentido común. Que «sean una nación excepcional» y que «deban liderar el mundo» son hechos que se dan por descontados, realidades tan evidentes que plantea la hipótesis de que si un político norteamericano no comulgase con esos axiomas, sería un escándalo. Debería estar loco aquel que cuestionase el hecho de que son una nación especial, elegida, tocada por la Providencia o por las fuerzas profundas de la Historia. Como todo poder implica una gran responsabilidad, como dicen los superhéroes de su cultura popular, se infiere que lo natural es que lideren el mundo. Si son los más fuertes, es porque se lo merecen. Por consiguiente, es tanto su derecho como su responsabilidad indicar a los menos afortunados, tal vez castigados por su naturaleza inferior, cómo deben comportarse. Evidentemente, han de ser severamente corregidos si no aceptan verdades tan evidentes. Es por el bien de la humanidad.

Tzvetan Todorov, en Los enemigos íntimos de la democracia, aborda el tema de lo que él denomina el mesianismo político. Puede definirse como la creencia en un sentido último de la historia; una fuerza política, ideológica o estatal ha de llevar a la humanidad hacia su destino final de perfección. Se basa en la idea de que un grupo, una nación o una ideología encarna el bien absoluto y tiene la misión de transformar el mundo. Para el autor, el mesianismo político es peligroso porque convierte la política en fe, anulando la democracia, justificando el uso de la violencia o la coerción para imponer su visión.  En Memoria del mal, tentación del bien, examina como los totalitarismos del siglo XX adoptaron un papel mesiánico, convencidos de estar cumpliendo su misión histórica. 

Esa actitud es la que lleva a actuaciones en el exterior que, si bien tienen una base de interés material, se justifican y potencian gracias a esta idea mesiánica. Un buen ejemplo es la intervención en Iraq. Todorov la describe así en la primera de las obras citadas:

El pretexto para que se desencadenaran las operaciones, en 2003, que posteriormente resultó ser totalmente falso, era la supuesta presencia en Irak de «armas de destrucción masiva». Sin embargo, el espíritu de la injerencia en nombre del bien estaba totalmente presente. Vemos rastro de él en un documento que expone la doctrina militar de Estados Unidos publicado por la Casa Blanca, entonces bajo la presidencia de George W. Bush, unos meses antes de la invasión, que lleva por título La estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos de América. En este documento identificamos ante todo varios valores primordiales, como «la libertad, la democracia y la libre empresa», y el Gobierno estadounidense afirma tener la misión de imponerlos en todo el mundo, si es necesario por la fuerza. Si resulta vencedor, cambiará para mejor el destino de los hombres. «Hoy en día la humanidad tiene entre sus manos la ocasión de asegurar el triunfo de la libertad frente a sus enemigos. Estados Unidos está orgulloso de su responsabilidad de liderar esta importante misión». Las conclusiones a las que llega el documento están claras: «Actuaremos activamente para llevar la esperanza de la democracia, del desarrollo, del libre mercado y del libre comercio a todos los rincones del mundo». Una vez más, el elevado objetivo justifica el recurso a cualquier medio, en especial la guerra. Aunque este programa pretende nobles ideales, da miedo. Enlaza con las formas anteriores de mesianismo político, con las promesas comunistas y los proyectos coloniales, que prometían la llegada de la libertad y de la igualdad, de la fraternidad y de la dignidad, pero al mismo tiempo emprendían acciones militares. Recuerda incluso a las tentativas más antiguas de conquista en nombre del bien, que invocaban una justificación religiosa, como las cruzadas de la Edad Media, término que por lo demás han vuelto a utilizar en esta ocasión. En todos los casos, los protagonistas de estos actos podían estar sinceramente convencidos de la superioridad de su causa, pero lo único que aportaban al resto del mundo era sangre y lágrimas.

¿Por qué el proyecto de imponer el bien es peligroso? Suponiendo que supiéramos qué es el bien, tendríamos que declarar la guerra a todos los que no comparten el mismo ideal, y pueden ser muchos. Como escribía Charles Péguy a principios del siglo XX: «En la Declaración de los Derechos del Hombre hay razones para hacer la guerra a todo el mundo mientras el mundo exista». Llegar al futuro radiante exigiría gran cantidad de víctimas. Pero la propia naturaleza de este ideal plantea un problema. ¿Basta con decir «libertad» para que nos pongamos todos de acuerdo? ¿No sabemos que los tiranos del pasado solían apelar a la libertad? ¿Podemos además clamar, como hace el documento presidencial estadounidense, pasando por alto miles de años de historia humana, que «estos valores de libertad son justos y verdaderos para toda persona y en toda sociedad»? ¿Estamos de verdad a favor de toda libertad, incondicionalmente, incluida la del zorro en el gallinero? ¿Y qué tiene que ver la «libre empresa» con los valores universales? ¿Hay que hacer la guerra a todos los países con economía estatal? En cuanto a la «democracia» y a la igual dignidad de todos los miembros del género humano que implica, ¿seguimos poniéndola en práctica cuando impedimos a los demás pueblos que elijan su destino por sí mismos? Creerse investido (por uno mismo) de la «misión» de conseguir que la «libertad triunfe sobre sus enemigos» da muestras de una curiosa concepción del mundo, que, dicho sea de paso, no se ajusta ni a la tradición cristiana ni a la del humanismo laico. Tanto una como la otra postulan la imperfección irreductible del mundo humano y la imposibilidad por principio de alcanzar cualquier tipo de triunfo. Solo las herejías milenaristas y las utopías revolucionarias tuvieron esa esperanza. La «libertad» nunca triunfará definitivamente sobre sus «enemigos». Es el propio ser humano el que refrena sus pulsiones de libertad, y hace bien. Para conseguir ese otro mundo habría antes que cambiar de especie. Debemos añadir que la aspiración mesiánica a instaurar un orden armónico en el mundo apareció en un momento dado como simple arma retórica, sin consecuencias prácticas, y que quedó sustituida por una visión no menos mesiánica, aunque de alcance ya no universal, sino nacional: imponer la voluntad de Estados Unidos al resto del mundo.