Ser víctima es un estigma, una muesca en el espíritu que señala al que la porta como cordero elegido, nacido para la ofrenda. Algunos, pocos, lo ocultan, plantean encarnizada resistencia a su destino y consiguen a menudo escapar del sacrificio; pero los más lo enarbolan pretendiendo impunidad a cambio de mansedumbre, y así la mancha se acrece, se ensancha, prospera, se convierte en santo y seña que avisa al sepulturero.
Muchas vidas, demasiadas, se resumen en la búsqueda febril de un postrer sepulturero, porque al final siempre es otro el que te entierra, el que en salmodias y mortajas aniquila la esperanza de regresar a la vida, el que dice que imposible, que mejor que no lo intentes, que es razón, lógica y hasta ley seguir para siempre muerto si una vez ya lo estuviste. Cuando niño, cuando joven, cuando adulto, siempre es otro el que te entierra, aunque tú le des la pala y elijas la sepultura, aunque tú encargues las flores y hasta compongas el réquiem, porque a fuerza de buscarlos siempre se hallan esos ojos en que asoman el verdugo y el sabueso, el cilicio y los grilletes, esos ojos que encandilan, que descoyuntan los miedos allanando incertidumbres, esos ojos que no engañan, que son cárcel y lo anuncian, que son losa y lo proclaman, que son nicho y celosía, y por ello tan queridos, anhelados, advenidos entre vítores y palmas.
Pero es otro, siempre es otro el que te entierra, aunque talles tú el sepulcro y adereces la mortaja, aunque aparejes la esquela y hasta plantes el ciprés, porque nunca faltan manos si es para abrir sepulturas, ni hisopos, ni plañideras, ni días de celebrarlo. Nunca faltan sacerdotes consagrando camposantos, ni cruces, ni compromisos, ni cadenas enmohecidas, ni incensarios para el muerto que mejor supo morir y nos dio mejor ejemplo.
Así luego, con el tiempo, cuando memorias bisiestas se demoren en los nichos interrogando motivos para un naufragio de osarios, podrán todos culpar la impía mano del otro y salir incólumes del juicio. Y dormir, dormir tranquilos en tinieblas maniqueas de salvaciones y abismos, sin dudas ni inconsistencias, sin resquicios ni fisuras donde quepan dualidades que interroguen la certeza de su estado, sin ambiguas medias tintas que corrompan la inmutable esencia bífida del cosmos. Dormir, sí, dormir por siempre, porque el sueño es privilegio de los puros, los ingenuos y los muertos.
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