El café es cada vez más amargo (un relato)

Las nubes corren por el cielo como jirones de gasa, en busca de otras heridas en ese sol casi sangrante, a punto de ocultarse en el horizonte. Han dejado su carga en la montaña, donde se lavan los loros y chapotean los mandriles, ajenos al hombre derrotado por la selva. Ajenos.

En una cuesta perdida, a salvo de toda ley, un campesino de rostro curtido se afana con la azada sobre unas plantas de café que nadie cuida y nadie cosecha. Son sus plantas, y es su tierra aterrazada, aunque ya no es su plantación porque en alguna parte dice que pertenece a un banco del que el campesino no ha oído hablar jamás. Banco de galeras.

No fue nunca suya aquella tierra, sino de unos patrones que abandonaron el café por la electrónica al enterarse de que rendía unas centésimas más en la cotización de un mercado asiático. No fue suya, ni lo es ahora, pero nunca ha sido de otro, ni siquiera del capataz blanco que se paseaba de vez en cuando por entre las plantas simulando supervisar la recogida.

Aquel hombre hacía sus cuentas, pagaba los salarios, y procuraba que no surgieran problemas. Pero no le importaba tampoco. Aquel hombre dejó la plantación para irse a trabaja a una oficina en Nueva Jersey, como representante en exclusiva de una nueva pieza de un motor de inyección. No vendía coches, ni camiones: sólo una pieza, y por catálogo.

El campesino sabe que la tierra no es suya, y que nadie vendrá este año a recoger el café, convertido en magnífico pasto para los tucanes. Sabe que las bayas rojas madurarán sobre las plantas sin ser siquiera ornamento que otros miren desde las aldeas. No queda nadie más. Se han ido todos. Con sus hatillos al cuello, y sus hijos en los hatillos, y sus platos, y sus vasos, y sus jarras, y sus cucharas de madera en los hatillos. Se han ido a la explotación maderera de río abajo, hasta que la madera sea demasiado blanda, demasiado joven o demasiado cara de extraer. Pero no importa: para entonces ellos serán también demasiado blandos, demasiado viejos, demasiado caros para que su trabajo interese.

El campesino sigue con su azada eliminando los brotes, las malas hierbas, y cualquier señal de que la selva regresa a por lo suyo.

Tres generaciones llevan allí, peleando contra la feracidad de la jungla, y aunque no sea suya la tierra no va a darle a la selva la satisfacción de convertir en légamo el suelo, ni de ver crecer los árboles sobre el trabajo de tantos años. 

No valdrá el café, pero valdrá la tierra.

No valdrá la tierra pero valdrá el hombre.

No valdrá el hombre pero valdrá su empeño.

Y entre tanto cava y canta. 

No importa la tierra: sólo importa no rendir la azada.